Keila Vall de la Ville
Minerva
Pre-Textos
342 páginas
En los últimos cincuenta años, Venezuela ha experimentado un, llamémoslo sin asomo de ironía, espectacular cambio. A comienzos de 1974 todo parecía que solo podía ir a mejor: acababa de ser elegido el entusiasta y carismático Carlos Andrés Pérez como presidente del país, los precios del petróleo no hacían más que subir a causa de los conflictos en Oriente Medio y por los esfuerzos negociadores de la aún joven OPEP, los planes de desarrollo que traía la nueva administración prometían sobrepasar con creces lo logrado hasta ese momento y, en general, había un espíritu optimista, alejada ya la nación de los oscuros días de las dictaduras pasadas. Las amenazantes botas dictatoriales de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez no habrían de regresar jamás. El lema más popular del candidato ganador, «ese hombre sí camina», asomaba la posibilidad de que, esta vez sí, se haría caso al consejo que, en 1936, el escritor Arturo Úslar Pietri diera al país sin que nadie se lo estuviera pidiendo pero que ha cosechado célebre —y aciaga— fama: había que «sembrar el petróleo», es decir, hacer un uso inteligente de los abundantes dólares que el oro negro generaba para que Venezuela se convirtiera, por fin, en un país del primer mundo. Confiábamos en que el país sería otro muy diferente. Seguro que sí.
La realidad fue muy distinta, se sabe.
Los cincuenta años que han transcurrido se pueden describir como la crónica de un fracaso anunciado por las numerosas estrategias erradas que han conducido los destinos de la nación. Y es la literatura, sobre todo las novelas, la que ha sabido narrar el devenir de la Pequeña Venecia. En 1980, Isaac Chocrón publicó una de las novelas que podría mencionarse como «antecedente literario» de esta Minerva, de la caraqueña Keila Vall de la Ville (1974) que comento, y que nace con decidida fortaleza, como corresponde a la diosa de la sabiduría y protectora, en su momento, de Roma. Se trata de 50 vacas gordas, en la que el célebre dramaturgo y novelista hace un repaso, desde el punto de vista de su protagonista y con aires de policial, de ese período de abundancia que se acababa, cuando ya los problemas asomaban la patica por entre las rendijas del futuro. Minerva recoge ese testigo en forma de bildungsroman, pues en este texto se cuenta la vida y el paso de la infancia a la vida adulta de Minerva, heroína epónima, nacida, no de Júpiter tonante, sino de una especie de sosias de la trinidad cristiana: tiene dos padres y una madre, descritos como verdaderos dioses: «Veo el dragón bordado en la espalda de la bata de seda china de mi papá Martín, aunque quien la lleva puesta es mi otro papá, Diego. Mi mamá, Lissa, tienen una igual. Se la regalaron una navidad en Nueva York. Un viaje que no recuerdo porque yo aún no había nacido. La de ella es negra, la de él es blanca. Dicen que se las compraron iguales por casualidad. Por supuesto no les creo. Quiero creerles, eso sí. Observo a mis papás de espaldas. No me notan, están en lo suyo» (p. 13).
De esta novela, que he leído con feliz y progresivo entusiasmo, no solo por el tema del crecimiento del personaje principal que, para parafrasear a Foucault, «tiene nuestra edad y nuestra geografía» y por eso nos interpela, sino también porque la propuesta novelística no rehúye la novedad y bebe de los recursos usados por la narrativa americana contemporánea (estoy pensando en el Manuel Puig de The Buenos Aires affair, en la Antonieta Madrid de Ojo de pez, en el Severo Sarduy de Cocuyo y hasta en el H. A. Murena de Folisofía); de esta novela, repito, se pueden decir muchas cosas (muchas se me quedarán en el tintero, desgraciadamente), y se puede abordar desde muchas perspectivas, como corresponde a toda obra que valga la pena (re)leer, pero me parece justo dejar que sea la propia autora la que exponga lo que quizá haya sido el germen generador de s discurso. En la web Pliego Suelto, Vall de la Ville escribió hace unos meses que «Minerva cuenta la historia de una chica que busca libertad política, expansión creativa, apertura, y que, nacida en el seno de una familia poliamorosa y de sexualidad fluida conformada por una madre, diseñadora de modas, y dos padres, un antiguo convicto de la dictadura franquista y un director de arte para teatro, ha sido criada en un país pacato, periférico y dividido». No le falta razón a la autora cuando utiliza esos tres adjetivos para describir a Venezuela, y sospecho que estos mismos vocablos, o semejantes, habría utilizado Teresa de la Parra para hablar de la sociedad venezolana de su tiempo. No en balde la configuración idiosincrática de Minerva, el personaje protagonista, bien podría suponerse descendiente de las rebeldías de la María Eugenia Alonso de la centenaria Ifigenia (1924), pues así como los personajes de la martiana Amistad funesta (1885) son producto de la educación que han recibido gracias a los pedagógicos números de la Edad de oro (1878-1882), del mismo José Martí, pues así los configuró el autor cubano que nunca tenía tiempo para escribir novelas, ese oficio burgués; asimismo la personalidad que desarrolla Minerva en la novela homónima puede que venga de lejos, de las «rebeliones» que la sacrificada María Eugenia Alonso intenta en Ifigenia. Que no se le escape al lector el parentesco «mítico» entre los títulos de ambas novelas, y el hondo significado de esta nomenclatura: mientras en la novela de De la Parra la vida de la protagonista es la metáfora «criollizada» del sacrificio a la que la hija de Agamenón y Clitemnestra se ve condenada todo para asegurar el triunfo de su padre en su asedio a Troya; en la novela de Vall de la Ville es la poderosa evocación de la diosa del saber y de la guerra, cuyo paralelo helénico es Atenea, la tritogenia, es decir, la nacida de la cabeza del dios —y que no se pierda de vista la aparición del tres en el origen de este nombre—, la que marca la configuración contemporánea de la novela. En una futura historia de la literatura venezolana, hoy en día inexistente, el historiógrafo habrá de considerar seriamente una subterránea historia nominal de las novelas, pues para nadie es un secreto que leer un libro es leer los libros que el autor ha leído, o que, se supone, ha leído y lo han influido. En el tema del trío, por ejemplo, hay que citar el de La máxima felicidad (1975), obra de teatro también de Isaac Chocrón, cuya «secuela», Macho y hembra, en los 80 venezolanos fue una exitosísima película de Mauricio Walerstein. Las conexiones en literatura siempre son inesperadas e infinitas.
Pero es esta una Minerva bailarina —¿pariente, también, de la babilonia Ishtar y la sumeria Inanna?—, y bailar siempre es metáfora del movimiento cósmico: en este caso, el del personaje que ha tenido la (mala) suerte de crecer en la Venezuela sumergida en el pozo del chavismo, esa fuerza destructiva que ha expulsado a siete millones de venezolanos del país. Minerva es uno de esos ciudadanos que se han visto obligados a emigrar: «Es bailarina de ballet desde chica, y debe aprender desde temprano a luchar contra los prejuicios, a explorar límites y enfrentar fronteras. Es desde estas disposiciones que explora su propia identidad e intenta descubrir un gran secreto familiar», explica la autora, dándonos preciosas claves para entender, en parte, la estructura a veces fractal del texto: es el crecimiento del personaje, lo que Erwin Panofsky llamaba «la vertical constructiva» de la heroína, el camino que recorre hasta encontrar su verdadero yo. Y este es su camino: «Baila hasta doblarse los tobillos, trabaja en lo que puede, se enamora y hace amigos entrañables. Trae con ella la nostalgia por el amor familiar dejado atrás y a la vez no se detiene: siempre cae de pie, eso se dice». El clímax de esta bailarina ocurre en el cortazariano (o rayuelesco) capítulo 157:
Voy dejando fragmentos como migas de pan.
Marco puntos cardinales,
los nombro.
Soy también la miga que dejo.
Soy el resto que intento empecinada unificar.
Poco a poco voy siendo extranjera
también
de esa que fui.
El baile es metáfora de evolución y símbolo del amor, pues «una cosa es el amor, otra lo que logras hacer con ese amor», porque el amor «también comprime, controla, y cuando hay miedo interfiriendo, puede que ahogue».
«Todo silencio es también una figura»; en esta conmovedora sentencia anida la clave de la novela: son los intersticios que no se oyen entre paso y paso, entre viaje y viaje, entre persona y personaje, los que le dan volumen a este sugerente texto en el que el baile, el poliamor, la emigración y el extrañamiento se mezclan conformar un personaje de poderosas connotaciones literarias. Minerva, la venezolana, hija de una trinidad contemporánea, es un frágil ser que, fáustico, busca sus fronteras —y nunca revela lo que encuentra—. Tal vez solo podamos compartir con ella el consejo que le da la narradora: «baila tu miedo, colibrí».