POR PALOMA VIDAL

Hace mucho tengo una relación de necesidad con la escritura. Sin embargo, al leer la impresión de Rodolfo Walsh sobre lo que llama «ese chiste idiota» de Rainer Maria Rilke me identifiqué de inmediato. Esta necesidad es como una pulsión, y no estoy muy segura de que tenga algo que ver con la literatura. Aunque como las definiciones se han borrado radicalmente, quién sabe. En todo caso, en cuarentena, escribo sin parar:

* Listas diarias, en el celular, de lo que hice, registrando acciones variadas que solo al escribirlas se me hacen visibles, como un llamado a alguien, que puede ser lo más importante del día.

* En un cuadernito azul, con letra minúscula porque se me están por terminar las páginas, pensamientos sobre un amor a distancia.

* Un artículo en un archivo de Word sobre una adaptación cinematográfica de A paixão segundo G.H., que me cuesta bastante.

* Largos emails a mis alumnos, en los que intento reponer lo que no pude transmitir en la clase por Zoom, y les agradezco y me disculpo, y les pido que lean cosas y después les digo que si no lo hacen está todo bien.

* En otro archivo de Word, un cuento erótico.

Cuando suelto la escritura, ordeno, cocino, lavo, con alguna ayuda de mis hijos, con quienes además vemos películas y series. Y eso sí, a las 20:30 en punto, me asomo a la ventana a cacerolear (a veces es un simple grito de odio y horror: FORA BOLSONARO)


«Yo te decía hace pocos días que en una frase tuya encontraba algo que me gusta acerca de la literatura, y es que hay una fuerza que nos mueve a vivir, que nos mueve a escribir, pero que al abordar un papel en blanco lo que sale es algo que no se relaciona en nada con esa fuerza que nos hizo bajar de la cama para agarrar la birome. Al abordar el papel aparece otra cosa. De manera que en la escritura siempre se empieza de cero. Y al empezar se interrumpe por completo lo pensado, lo soñado, y eso que soñamos bien podría aparecer en el desarrollo del texto, pero de ninguna manera puede hacerse presente en el comienzo. Lo soñado por las noches, en el baño, en la niebla de una ducha caliente, podría volver a aparecer en el centro del texto. Se lo busca, se lo rodea con palabras, preparando el territorio para su aparición. Las palabras son un espacio que recibirá lo que esperamos poder decir».

«Eu te falei há poucos dias que numa frase tua encontrei algo que eu gosto acerca da literatura, e é que existe uma força que nos move a viver, que nos move a escrever, mas que ao abordar um papel em branco o que sai é algo que não se relaciona em nada com essa força que nos fez sair da cama para pegar a caneta. Ao abordar o papel é outra coisa que aparece. De modo que na escrita sempre se começa do zero. E ao começar se interrompe completamente o que se pensou, sonhou, e isso que sonhamos poderia até aparecer no desenvolvimento do texto, mas de jeito nenhum pode se fazer presente no início. O que se sonhou ao longo das noites, no banheiro, na névoa de um banho quente, poderia aparecer de novo no centro do texto. Procurando-o, rodeando-o com palavras, prepara-se o território para sua aparição. As palavras são um espaço que receberá o que esperamos conseguir dizer».

Estuve pensando sobre la función que tiene estos días copiar y traducir textos que nos ayudan a entender lo que está pasando.

Un poco antes de la cuarentena leí Late un corazón, de I Acevedo, que me había traído de Buenos Aires. Sentí esa sensación tan feliz, y también inquietante, de encontrarme con un libro que me hubiese gustado escribir. Me impresionó el híbrido de oralidad y escritura; su capacidad de pensar y contar a la vez; de escribir, como se explica al principio, «mezclando todo con todo, y sin ocultar mi modo». Y me encantó que sea una escritura de una persona enamorada, y más aún que está «enamorada otra vez», y que por eso confía en el tiempo, en su capacidad de movernos de donde pensábamos que era imposible salir.

Varios de los textos del libro se leyeron en público. Casi todos hablan de estar juntes, en marchas, fiestas, presentaciones, asambleas. Traducirlo ahora es resistir al encierro y a la distancia.


En la lista de la grafomanía de la cuarentena me olvidé de incluir una especie de diario hecho de cartas que le escribo todas la noches a mi abuela. Lo del horario no estaba establecido al principio pero resultó ser así: ubiqué el cuaderno al lado de la cama y me preparo para dormir contándole algo sobre mi día a mi abuela que murió hace más de 20 años, en Buenos Aires. El cuaderno es mediano y me lo regaló un amigo. La tapa reproduce una estampilla con el perfil de Evita sobre fondo amarillo. Mi amigo escribía cuentos y en algún momento dejó de hacerlo. Cuando le pregunté por qué, me habló de sus abuelos, de un universo de la infancia que era lo único que le interesaba recuperar pero que en algún momento dejó de estar accesible en su escritura, que se fue para otros lados. Yo ya escribí varias veces sobre mis abuelos: fueron durante mi infancia y adolescencia el vínculo más fuerte con el extraño paraíso perdido en que el exilio convirtió a la Argentina. Cuando murieron fue una desconexión traumática que duró algunos años y de la cual este amigo, justamente, me rescató, regalándome en plena crisis del 2001 un país del presente. En esta crisis de ahora intentar explicarle a mi abuela las causas y efectos de una pandemia globalizada provoca un cruce de tiempos que me devuelve a cada día la rareza de lo que estamos viviendo envuelta en una antigua familiaridad.


Hoy me está costando escribir. Quisiera escribir sobre A paixão segundo G.H.. Es un libro del encierro. Me costó concentrarme en lo que quería decir, como recién me costó intentar explicar por qué me costó. Lo vuelvo a intentar: quisiera escribir sobre G.H. y su encierro pero me pareció demasiado alejado. Quizás tenga que ver con el modo en que ella se deja llevar por una desorganización radical mientras que mi esfuerzo actual va en la dirección contraria.


Hace varios días no miro por la ventana ni veo el cielo –el pedazo de cielo que se ve entre los edificios desde mi departamento en el barrio de Paraiso, en São Paulo. Le cuento esto a una amiga por whatsapp y me regala una foto del campo donde vive, en el sur de Brasil, en una ciudad que se llama Dom Pedrito, muy cerca de la frontera con Uruguay. Ahí estuve en marzo, hace exactamente un mes, justo antes de que empezara la cuarentena. Me pasé la estadía hablando del virus, encerrada en el futuro, y miré muy poco el cielo, aunque mi amiga me insistió que lo hiciera.


Mis hijos y yo estamos aislados desde el 15 de marzo, una decisión que tomamos el padre de ellos y yo ante lo que se anunciaba con el aumento de infectados en el país y especialmente en São Paulo. Ese mismo día el campus de mi universidad cerró, y algunas actividades como el postgrado, donde enseño actualmente, empezaron a realizarse a distancia. El 17 cerró la escuela de mis hijos y ese mismo día el gobernador anunció un aislamiento parcial, con el cierre de instituciones públicas, que se amplió el 24 con el del comercio, salvo supermercados y farmacias. El 15 de marzo había 200 infectados notificados, número seguramente impreciso por la escasez de tests. El 17 murió oficialmente la primera persona por Covid-19 en Brasil. Hoy, un mes después, hay más de 25000 infectados notificados, y se estima que ese número puede ser en realidad entre 12 y 15 veces mayor, o sea, algo entre 300000 y 375000. Las muertes oficiales hoy son 1750.

El 10 de marzo, durante un viaje a Estados Unidos, Bolsonaro declaró a un grupo de empresarios que el coronavirus era una exageración de los medios. Cuando volvió se descubrió que en su comitiva había 23 infectados. No se descarta la posibilidad de que él mismo Bolsonaro haya estado infectado y haya escondido el resultado de su examen, que aún no hizo público. El 15 se unió a una marcha contra el Congreso Nacional y la Suprema Corte, en la cual saludó a varios seguidores. El 17 declaró que la economía iba bien antes de que llegara la «histeria» del virus y al día siguiente que el gobernador de São Paulo era un «lunático». En un pronunciamiento el 19, pidió el fin del confinamiento y dijo que por su histórico de atleta, si fuera infectado por el virus, no tendría con qué preocuparse, no sentiría nada, quizás una leve gripe.

Podría seguir porque cada día hay un nueva escena en el teatro macabro de este gobierno. Bolsonaro es una tragedia anunciada. El virus es su corporización más reciente y extrema.


En el 2016 empecé a escribir una novela en español que todavía no publiqué. Nunca me había animado a escribir ficción en esta lengua. Y sigo casi sin hacerlo. La novela transcurre en Uruguay y la protagoniza una nena de 11 años que tiene un perro filósofo. Le puse una epígrafe de un poema de Borges que en este momento suena de otro modo: «es el sabor de lo que es/ igual y un poco distinto».


Un poco antes de la cuarentena leí un libro que me divirtió: Cómo hablar de libros que no se han leído, de Pierre Bayard. Fiel a su propuesta no lo leí entero. Sí leí el capítulo sobre cómo comportarse con el «ser amado» acerca de los libros (no) leídos; el centro de su argumento parte de El día de la marmota. Si recuerdo bien, la idea era que como el protagonista de la película –que, entre otras cosas, se utiliza de la repetición de los días para hacerse querer por una chica–, a menudo cuando se trata de amor y de libros, intentamos hacer de cuenta que compartimos todo y que podemos suplir todo lo que suponemos que el otro desea, persiguiendo una ilusión de plenitud y transparencia.

*

Pienso que les voy a proponer a mis hijos que veamos El día de la marmota. En portugués se llama Feitiço do tempo. Es un título un poco cursi, pero pensando en la relación de la película con este momento, creo que la idea del hechizo algo le agrega.

*

Salté varios capítulos para llegar a ese porque hace un año y medio estoy enamorada de alguien que vive lejos y con el cual comparto muchas lecturas, con alguna dosis de ansiedad que tiene que ver con lo que dice Bayard, todo un universo fantasmático que se alimenta de la distancia, sobre todo porque los cuerpos se borran. Aunque no se borran del todo y estaría bueno intercambiar mensajes que lo pongan en evidencia. Por ahora lo único que me animé a hacer fue empezar a escribir un cuento erótico.

*

Yo tenía un viaje planeado. Iba a visitar a mi amor. Estaría con él el jueves pasado. Habiendo crecido entre ciudades, tomar un avión para encontrarme con gente y lugares que quiero formaba parte de mi vida. Este amor era otra escala en esa trayectoria. Resulta, como dice una amiga, que la vida nos lleva adonde quiere, y ahora me obliga a escribir sobre esos viajes en pasado.


Me gusta la idea de encontrar un tono para cada día. Un abordaje musical o pictórico podría quizás quitarles el peso a las acciones y a los temas. Hacemos más o menos lo mismo, hablamos más o menos de lo mismo pero algo cambia –una luz, una melodía. Lo voy a probar mañana. En vez de despertarme y mirar las noticias en el celular (en las cartas que le escribo a mi abuela intento explicarle la experiencia de inmediatez con el teléfono móvil), voy a empezar con música.

*

Suelo preguntar a mis amigos qué andan escuchando. A veces me contestan a veces no. Una amiga me mandó una playlist muy divertida al principio de la cuarentena: canciones que hablan de alejarse, de sobrevivir, de esperar, de extrañar. Otro amigo me dijo que andaba muy «jazzístico» pero no se explayó demasiado. Otra no me contestó porque su audio se fue para otro lado.

*

Extraño mis dos ciudades, a las cuales no iré este abril. Una amiga me hizo notar que al portugués le falta el verbo «extrañar» y al español la expresión «sentir falta», que quieren decir más o menos lo mismo pero por caminos distintos. No sé si alguien ya cantó a Buenos Aires en abril. Les dejo «Outono no Rio» de Ed Motta: https://www.youtube.com/watch?v=vVDOEeKryR4


El 8 de marzo hice una fiesta de cumpleaños. Mi madre y mi padre vinieron a pasar el fin de semana, desde Rio de Janeiro. Puse el mantel rojo. Había un poco de todo: tarta de choclo, pão de queijo, torta de brigadeiro, sándwiches de atún, frutas, helado, vino y café. Comimos, brindamos y fuimos a la marcha. Llovía cuando salimos a la calle. K. dudaba pero la convencí prestándole un paraguas. F. se había traído el impermeable. A J. le presté una campera. Cuando nos despedimos le dije que se la quedara y me contestó: no, mirá si tardamos en volver a vernos.