Hugo O’Donnell
La campaña de Trafalgar. Tres naciones en pugna por el dominio del mar
La Esfera de los Libros, Madrid, 2019
727 páginas, 27.90 €
POR ISABEL DE ARMAS

 

En 1805 tres naciones estaban en pugna por el dominio del mar. El 21 de octubre de este año la flota franco-española se enfrentó a la británica en Trafalgar (Cádiz). Estaba en juego cuál de las tres iba a llevar la batuta en Europa y también el dominio militar y comercial en los mares de todo el mundo. El autor de este riguroso y bien documentado estudio destaca, en primer lugar, que tan trascendental combate se llevó a cabo en unas condiciones nefastas para la coalición hispano-francesa, la que «bajo la deplorable dirección del almirante Villeneuve y en contra de la opinión de los altos mandos españoles —Gravina, Alcalá Galiano y Churruca— tuvieron que hacer frente a la escuadra mandada por el almirante Nelson».

Tras un minucioso análisis, el autor de este libro llega a triste y realista conclusión de que la batalla de Trafalgar y la forma de ser conducida fue la consecuencia de las pasiones de sus dos jefes principales: «de una parte —afirma— la desesperación de Villeneuve, la pérdida total de su esperanza personal de rehabilitación ante los ojos del emperador que quiso convertir en inmolación colectiva en la que no estuvo ausente un cierto deseo de venganza; de otra, la osada prepotencia de Nelson, basada en su excesiva confianza en sí mismo y en el mesianismo de su misión». Entre ambas posturas extremas destaca la excesiva docilidad de Gravina, basada en una personal interpretación de la obediencia debida y en su tradicional sentido del honor.

Hugo O’Donnell, abogado, marino de guerra, académico de número de la Real Academia de la Historia y profundo conocedor de nuestra historia naval en la Edad Moderna, comienza su trabajo analizando los antecedentes político militares que desembocaría en la campaña de Trafalgar. Ni que decir tiene que en los siglos xvii y xviii España y la Gran Bretaña podrían definirse como «enemigos naturales» por encima de cualquier otra circunstancia política coyuntural. «A finales del siglo xviii —afirma el autor— España y la Gran Bretaña se reconocían, en paz o en guerra, como naciones rivales, existiendo en nuestro país, como también en otros de tradición hondamente marinera, la convicción de que Inglaterra esclavizaba con la tiranía de los mares mediante una diplomacia sin moral y una potencia naval sin límites, intentando privar a todos los pueblos de sus derechos marítimos».

Tras la guerra de Sucesión de España (1702-1713) y por los tratados de Utrecht, el 13 de julio de 1713, Inglaterra había obtenido la ciudadela y el puerto de Gibraltar, llave del Estrecho e importantísima base estratégica de interposición entre las españolas de Cartagena y Cádiz para cualquier conjunción de las escuadras mediterráneas y atlánticas, tanto españolas como francesas, y garantía de la superioridad naval inglesa, como el tiempo se encargaría de demostrar. La experiencia fue manifestando la imposibilidad de actuar en solitario en defensa de lo español, tanto en Europa como en América. «A partir de este momento —escribe O’Donnell— España procurará unir sus intereses con los de Francia aunque sea a costa de correr serios riesgos».

Este libro recoge que, en la más absoluta entrega a los intereses de Francia, el 1 de octubre de 1800, la Armada regaló a la Marina francesa seis navíos armados, arbolados y en disposición de navegar, mientras que en América se devolvía al tiránico aliado la Luisiana que, en opinión de Napoleón, le había sido injustificadamente entregada a España al finalizar la guerra de los Siete Años. En estas páginas también se expone que las intenciones despóticas del corso respecto a las escuadras españolas, que se volverán a manifestar en la campaña de Trafalgar, quedan patentes en el despacho dirigido a su ministro de Marina Denis Decrês el 30 de octubre de 1801 con instrucciones que comunicar al embajador español Azara: «Le haréis decir que, según los tratados, deben sus navíos servirnos… y decidle que se expone, ni más ni menos, a que me apodere de toda la escuadra».

La segunda parte del trabajo que comentamos está dedicada a la planificación de la guerra. De los planes ofensivos franco-españoles hay que destacar, una vez más, que es Napoleón quien lleva la dirección en todo momento, desautorizando al siempre prudente y ponderado Federico Gravina, entonces embajador en París, y aliándose con el más mediocre y ambicioso Godoy. A principios de enero de 1805, Decrês remitía a Gravina el articulado de un convenio que firmó Carlos IV el día 18. En él Napoleón no definía aún sus planes ni la razón por la que mantenía un ejército al otro lado del Canal, aunque se comprometía a exponerlos a su aliado en el plazo de un mes. «En realidad —comenta O’Donnell— estaba exigiendo que se le firmase un documento en blanco respecto a la dirección de las operaciones, sabedor de que los españoles no deseaban que se llevase a cabo el proyecto de invadir Inglaterra». Aquí hay que recordar que a principios de 1805 los planes para la invasión estaban muy avanzados. Seis cuerpos del ejército (ciento sesenta mil hombres) se habrían de reunir en los puertos del Canal al mando de los mariscales Soult, Ney, Murat, Masséna, Davout, Lannes y Marmont, todos bajo la dirección suprema del propio emperador. Por su parte, los ingleses estaban centrados en su estrategia del bloqueo. El bloqueo inglés contra los puertos españoles y franceses tenía la doble condición de militar y mercantil. Su objetivo principal era evitar la salida de las unidades de combate enemigas pero, junto con eso, también el de impedir el acceso a todo buque mercante neutral portador de suministros, y de realizar el mayor número de capturas posible de forma que todo el comercio, pero principalmente el armamento general de barcos, se viese afectado.

Una extensa parte del trabajo que comentamos está dedicada a la descripción de cómo eran los órganos de decisión y el ejército del mando en las instituciones enfrentadas; cómo era la oficialidad naval inglesa y sus diferencias con la francesa y la española (por ejemplo, la Armada inglesa contaba con menos grados y empleos que la francesa y con muchos menos que el complejísimo sistema español); cómo estaban organizadas las distintas dotaciones de auxiliares, técnicos, marinería y tropa de las tres escuadras y, finalmente, cómo eran las condiciones de vida a bordo, la actividad diaria y la disciplina (la vida a bordo era tan dura y se alargaba durante tanto tiempo que la obsesión de muchos tripulantes era la de desertar a la primera oportunidad que se presentase).

La última parte del libro es la dedicada a la batalla de Trafalgar y sus consecuencias. Las escuadras que se enfrentaron estaban mandadas por tres vicealmirantes: Nelson, Villeneuve y Gravina, los tres experimentados, buenos conocedores de su profesión y valerosos, pero ninguno de ellos llegaría a sobrevivir al mayor combate naval hasta entonces acaecido y del que serían protagonistas mayores. O’Donnell sintetiza así el relato de los tres fallecimientos: la muerte del primero a bordo de su buque insignia y en los momentos finales de la batalla; la del tercero, después de ciento cuarenta días de padecimientos, en su casa gaditana, como consecuencia de las heridas recibidas en el combate y del desafortunado tratamiento médico a que fue sometido; y la del segundo, Villeneuve, por mano propia y en un hotel de Rennes, de tres puñaladas próximas al corazón, seis meses después de la derrota de Trafalgar. «Ninguno había cumplido los cincuenta años —concluye—».

El capítulo final, titulado «Trascendencia, consecuencias y recuerdo», recoge las tres diferentes versiones que han quedado grabadas en la memoria histórica de las tres naciones que protagonizaron la campaña de Trafalgar: Inglaterra, Francia y España. En primer lugar, el autor nos describe cómo, tras los fastos nunca vistos hasta entonces del entierro de Horacio Nelson, en los que se procuró emular y superar la parafernalia imperial francesa, en 1808 se erigió el mayor monumento no funerario dedicado hasta entonces a ensalzar la memoria de un hombre; el Nelson’s Pilar de Dublín, y en todas las ciudades, y especialmente en Trafalgar Square, se le recordó de múltiples formas hasta nuestros días. «La leyenda de Nelson —resume— pasó a convertirlo en el único héroe de la Gran Bretaña, anulando a los anteriores y cerrando el paso a los futuros posibles». No hay que olvidar que Trafalgar tuvo un enorme efecto psicológico en Gran Bretaña. Por una parte, supuso el fin de una época angustiosa en la que se temió la invasión como algo realmente posible y próximo. Por otra, unificó al país y el nuevo gobierno no tuvo problemas a la hora de exigir un esfuerzo extraordinario. A partir de entonces, el dominio de los mares le permitiría a Inglaterra elegir los objetivos y mantener, desarrollar y estructurar un sistema comercial interoceánico que acabaría convirtiéndola en la primera potencia colonial y comercial del siglo xix.

En Francia, esta inmensa campaña naval pasaría casi desapercibida, minimizando sus hechos, haciéndose hincapié en las pérdidas ocasionadas por el temporal, e incluso silenciando el desastre por la propaganda oficial y por el clamor de las victorias terrestres. Para Napoleón no debió suponer un gran impacto la noticia de su derrota naval, metido de lleno como estaba en su campaña europea y en plena efervescencia del triunfo que acababa de conseguir en Ulm frente a los austriacos. Esta gran victoria había venido acompañada también por los triunfos de Trochtelfingen y Neustadt. Tras la primera noticia del combate naval «ante Cádiz», enviada por Decrês el 18 de noviembre y recibida por el emperador en Znaym, su reacción fue la de dar utilidad a la tropa embarcada: «Haced venir por tierra todas las tropas de tierra que están a bordo de la escuadra; éstas esperarán mis órdenes en el primer pueblo francés».

En cuando a España, O’Donnell afirma que se ha venido señalando a Trafalgar como causa originaria del declive naval español subsiguiente, cuando esta triste realidad tiene el origen en la derrota de cabo de San Vicente de ocho años antes, a partir de la que se detecta la renuncia a una política de construcciones navales por encima de las posibilidades reales de la nación y que no rendía los frutos apetecidos. Su personal y bien fundada opinión es que, tras la derrota, dada la alta cualificación de los astilleros y arsenales españoles, en cinco años se podían haber repuesto las pérdidas, dando lugar a buques mejorados respecto a los anteriores. Pero la realidad es que se llevó a cabo el internamiento de los buques y la reducción del esfuerzo naval a niveles de un mero mantenimiento cada vez más reducido y por debajo de lo indispensable. Finalmente, no podemos dejar de señalar que el efecto psicológico de la derrota se manifestó en España de modo especial porque puso de relieve la inutilidad del esfuerzo en aras de unos intereses ajenos y en inconsecuente consecuencia se volvió a sacrificar la Marina. Desde el punto de vista político, Trafalgar mostró claramente ante la opinión pública las nefastas consecuencias de una alianza dudosa desde el principio, escogida como mal menor y encaminada a evitar una invasión por parte de Francia que sólo conseguiría retrasarse tres años. En todos los acontecimientos posteriores, iniciados por el Motín de Aranjuez, siempre estuvo presente la pesadilla de Trafalgar.

Este riguroso y bien documentado estudio merece, sin lugar a dudas, una calificación de sobresaliente.