Raquel Taranilla
Mi cuerpo también
Seix Barral
224 páginas
POR ALMUDENA SÁNCHEZ

Del cuerpo humano se ha hablado mucho en literatura (pienso en Tener un cuerpo, de Brigitte Giraud o Tú también puedes tener un cuerpo como el mío, de Alexandra Kleeman, que son algunas de mis lecturas recientes). Normalmente, se habla del cuerpo como molestia, como obstáculo o masa destructora de identidades, como carne que envejece, se arrastra y convive junto a nuestras rutinas cotidianas. Sin embargo, algunos libros, entre ellos el de Raquel Taranilla, Mi cuerpo también, (Seix Barral, 2021) se desvían del camino de la metáfora y escarban en la necesidad de relatar un suceso tal y como fue, de forma ferozmente sincera. Este hecho no creo que sea otra cosa que revisitar una realidad cruel y atestiguar lo que `realmente´ sucede cuando te someten a un tratamiento brutal. Y sobre todo, pues es muy remarcable, a un tratamiento del que no puedes escapar. O lo aceptas o mueres. 

Mi cuerpo también se puede leer en clave de novela autobiográfica, de testimonio impúdico o crónica literaria sobre el cáncer, —en este caso me atrevo a anunciar que la narración va más allá del cáncer— perspectiva que no es esencial cuando lo que hace la autora es poner sobre la mesa uno de los mayores temores de la humanidad: un linfoma linfoblástico muy agresivo a los 27 años de edad. 

Para empezar, Taranilla no sufrió un cáncer cualquiera —aunque ningún cancer es mejor o peor— pero este asusta más, cuesta hasta pronunciarlo: lin-fo-ma-lin-fo-blás-ti-co. Y para rematar la historia, ella tampoco tenía una edad cualquiera cuando se lo detectaron. Influye, creo, esa cifra de sobremanera. 

La lectura se hace ligera —por lo bien estructurada que está, pues vamos siguiendo su evolución de forma lineal— y escalofriante, especialmente al inicio cuando no sabemos qué va a pasar con ella y deambula de un médico hacia el otro buscando una respuesta a su dolor e inmovilidad. La derivan a psiquiatras, a neurólogos, a fisioterapeutas. Y en todo ese proceso de desorientación, vamos con ella, nos lleva de la mano tanto por sus pensamientos como por los pasillos retorcidos de los hospitales: la acompañamos mental y físicamente.

En un momento del libro, anuncia: “soy el espacio que ocupa mi cuerpo, todo lo demás es accesorio” y un par de páginas más adelante “después de todo, para un médico el cáncer es algo tan vago que no significa casi nada”, y justo ahí es cuando el libro empieza a tomar otro camino, más allá de lo testimonial, que considero, no obstante, más que suficiente cuando se ponen las molélucas, las células cancerígenas, el drum (dios mío el drum, qué temblor, qué miedo abismal he sentido leyendo sobre él) la quimioterapia y el catéter sobre el papel en blanco. La narración de Taranilla comienza, a partir de ese punto, a hacer una crítica social-sanitaria acerca de cómo nos tratan y nos trasladan cuando acudimos a una consulta. Cómo nos diseccionan. Cómo nos analizan el trozo de órgano pero nos dejan salir con el sobresalto intacto por la puerta. Cómo llegamos a casa, mareadas, casi inconscientes, con el papel sellado y firmado y un medicamento recetado del que no sabemos nada. Esa sensación: la de vivir mecanizadas; el cuerpo al servicio de las máquinas de la salud. Al servicio de la química. Ya solo mencionarlo, es atrevido. Tan solo, señalarlo, cuando te han curado y todo ha ido bien y deberías agradecerlo (que por supuesto lo hace) todos los días de tu vida. Destrozar ese concepto idealizado de “lo magnífico que es que te atienda un médico”. Sí, pero… ¿a costa de cuánto análisis y daño mental? ¿Tenemos que ceder a que experimenten con nuestros tejidos cuando no encontramos devastadas?

Nuestro cuerpo también está burocratizado. 

Raquel Taranilla abre un espacio de reflexión moral y nos cuenta lo que se siente al no saber lo que te está pasando por la sangre: “Me había sentido morir desgarrada antes de recibir un diagnóstico certero. Con desacierto, (los médicos) dan por sentado que el que escucha, entiende que el discurso de la medicina es diáfano y carece de dobleces. Es más, a veces da la impresión de que los médicos consideran que basta con que el paciente conozca su enfermedad y la terapia a la que se somete de un modo superficial, a grandes rasgos, puesto que hacerle comprender al lego procedimientos clínicos con profundidad y rigor es inasequible”. La vemos dilucidar y analizar el lenguaje médico de forma empática e inteligente y moverse por terrenos que solo se vislumbran si eres una paciente que está aterrorizada con lo que está sufriendo y no sabe qué nueva información, qué nueva máquina o líquido inyectable le deparará al día siguiente. 

Así las cosas, el mosaico literario (en un principio, creemos que vamos a leer tan solo una historia dura y conmovedora sobre el cáncer) que construye Taranilla, se amplía y se desgarra a medida que avanza la historia. Se habla de las salas de espera, de las horas larguísimas, interminables, que (no) pasan dentro del hospital, de la llegada de la primavera y de los primeros rayos de sol que recibe en la cara la persona enferma, de los amigos y amigas y visitantes que llenan las paredes de fotografías y objetos extraños que una nunca hubiera pensado coleccionar, de la primera vez que aceptan que vuelvas a casa (temporalmente) y la ilusión truncada, ya que no se puede disfrutar estando enferma, la herida cruje, se resiente, y todo se rompe de nuevo. De la incertidumbre metafísica, de preguntar hacia el aire, hacia el cielo, hacia todas las esquinas de la habitación, qué ha hecho una mal, por qué a ella le ha tocado esta maldad y se le ha incrustado ahí, bien fuerte, poderosa y lánguida a la vez. Y de la actitud que se debe tener: “según parece, un enfermo triste y desengañado es incómodo. En cambio, un enfermo animoso merece admiración, se hace atractivo. Vehicula una imagen gloriosa del individuo frente a la enfermedad y a la muerte. Por eso, en televisión abundan las historias de superación del cáncer ejemplarizantes y melosas; son un producto de consumo grato”. 

Quizá, lo único que puede sobrar en Mi cuerpo también, que advierto (otra vez) para nada es una historia de superación, pues en su discurso resuena todo lo contrario, repetidamente, son las notas a pie de página, que hay bastantes y no están mal, pero la escritura de Taranilla es tan flexible, amplia, sensible, resolutiva, que no he podido hacer otra cosa que saltármelas. En algunos momentos, las he leído por obligación porque tenía que hacer esta crítica y en todas ellas se alude a que el personaje-persona citado en la nota, muere de alguna enfermedad, que es ingenioso y detalla lo cerca que estamos todos de morir de una enfermedad y no de muerte natural. De todas formas: con Raquel Taranilla, con ella entera y su lenguaje nos basta, con su inteligencia emocional y su experiencia sensorial, funesta, dura y blanda a la vez, que no nos hace falta más: ningún extra.

Mi cuerpo también transita una senda: el paso del cuerpo al oncocuerpo y del oncocuerpo, al cuerpo reventado de nuevo. Otra manera de resucitar. 

A modo de conclusión, me quedo con la lectura deliciosa, aunque incómoda, con las 219 páginas íntegras, pero también con esta pregunta punzante que se hace Taranilla a mitad del libro: “¿Se puede hablar de trauma por tratamiento médico? Estoy prácticamente segura que sí”. 

Y a mí me gustaría contestarle desde aquí, con humildad y admiración, pues he pasado enfermedades severas bastante joven, aunque no creo que nada se asemeje a lo suyo: que sí, definitivamente sí, se malvive con ello.