POR RAFAELA LAHORE
Fotografía de Agustina Fernandez

Hebe Uhart mira hacia la cámara. Está en su balcón, rodeada de azaleas, helechos y plantas trepadoras como la hiedra, a la que le dedicó un texto memorable. Más allá, el blanco sucio de los edificios de Buenos Aires. Muchas de sus fotos como escritora se las tomaron allí: en el balcón de su apartamento de Almagro, en un noveno piso. En todas ellas lleva el pelo corto, y suele estar vestida de entrecasa; a veces aparece con la boca congelada en medio de un movimiento, como si estuviera pronunciando alguna palabra en el momento del clic.

Podría tener un aura distinta. En esos años ya era reconocida como una de las mejores cuentistas argentinas, una escritora de culto que sumaba cada vez más lectores y llevaba adelante uno de los talleres literarios más codiciados del país. Sin embargo, no era grandilocuente ni grave. Su escritura era como ella. Sencilla, discreta, cercana.

Unos diez años antes de morir en 2018, Uhart abandonó la escritura de cuentos y novelas, y salió a recorrer el continente para escribir crónicas de viaje. Si hubiera mandado postales de sus destinos, llegarían de pequeños pueblos y ciudades latinoamericanas como Tafí del Valle, Conchillas, Formosa o Azul. Lugares que, a veces, ni siquiera tenían un hotel, como Irazusta, un pueblo de Entre Ríos de trescientas personas donde se quedó a dormir en la casa de una vecina. «De un solo golpe de vista, yo abarcaba todo el pueblo», escribió.

Dentro de la crónica latinoamericana, Hebe Uhart es un animal extraño. En sus relatos de viaje no hay paisajes sobrecogedores, no hay euforia ni violencia desatada, no hay pobreza extrema, dramatismos ni grandes aventuras. Hay, en cambio, una mujer que mira la vida cotidiana con una inteligencia disfrazada de ingenuidad. La suya no es una escritura que deslumbre por su fuerza: leer a Hebe Uhart es como dejarse iluminar por una lámpara de baja potencia, esa que prendemos en nuestros espacios más íntimos y pequeños.

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Su primer viaje largo fue a La Paz, cuando tenía 20 años. Desde entonces viajó mucho, todos los años, pero recién alrededor de 2009 empezó a publicar crónicas de esos viajes. No fue en Argentina, sino en Uruguay, en las páginas de El País de Montevideo. Durante una visita a las oficinas del diario, Homero Alsina Thevenet, maestro de la crítica cinematográfica y editor de la sección cultural, la ofreció que recorriera el interior de Uruguay y contara lo que había visto. Desde entonces, no paró: visitó pueblos y ciudades de toda Latinoamérica, e incluso ciudades imponentes como Río y Roma.

En realidad, no le atraía la adrenalina de las grandes capitales. «Me resulta más difícil trabajar una ciudad grande», decía. «Los pueblos chicos son abarcables, me parecen literarios y además van con mi personalidad». Se sentía cómoda lejos de las grandes luces, del ruido imparable, de las masas de personas yendo de un lado a otro. Su escritura, como ella, era templada. Uhart prefería las emociones de mediana potencia. No la maravillaba el éxito que logró en el último tiempo de su vida, como tampoco la había ensombrecido antes la falta de reconocimiento.

Había nacido en 1936, en Moreno, entonces un suburbio de Buenos Aires. En su casa apenas había libros, pero a su mamá –directora de escuela–, le gustaba contar historias. Desde los 17 años, Hebe Uhart atravesó el barro para enseñar en escuelas rurales del interior argentino. Poco después, estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, donde fue profesora. Publicaba sus relatos en editoriales independientes y a veces pagaba las primeras tiradas de sus libros. El éxito le llegó cuando tenía más de sesenta años. Fue clave el boca a boca y los elogios de sus colegas. Rodolfo Fogwill, por ejemplo, aseguró que era la mejor escritora argentina. En 2004 y en 2014 ganó el Premio Konex en Argentina. En 2010, Alfaguara publicó sus relatos reunidos. En 2017 viajó a Chile para recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas del Ministerio de las Culturas de Chile.

Por eso la escritora Mariana Enriquez, en el prólogo a sus Crónicas completas, la definió como una “periodista precarizada”. Viajaba con lo mínimo, y hasta volvía con menos equipaje del que había llevado. Alguna vez contó que llevaba bombachas viejas para poder tirarlas a la basura en el hotel y volver más liviana

Desde que empezó a escribir crónicas publicó cinco libros: Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012), De la Patagonia a México (2015) y De aquí para allá (2016). En el último, llamado Animales (2017), optó por escribir desde distintas perspectivas sobre el mundo animal. Más tarde, en 2021, la editorial argentina Adriana Hidalgo recopiló todas estas crónicas –y otras inéditas– en un solo volumen.

En ellas, Uhart retrató Latinoamérica a través de sus dichos, de sus santos y sus costumbres.

Se interesó por las vírgenes de los pueblos, por los perros callejeros, por los puestos ambulantes. Fanática del lenguaje oral, recolectaba dichos y refranes, disfrutaba de los acentos, de los giros de la lengua, de cómo en ciertos países usaban los diminutivos. «¿Quién dictamina qué cosas son mínimas o máximas?», se preguntó alguna vez. «No hay jerarquía de lo que es importante para escribir. La importancia la da el que escribe».

Se sentaba en un café, mientras fumaba un cigarro, y leía los anuncios de los diarios. Sus ojos se detenían en los carteles de las calles, en los grafitis, en los nombres de las tiendas. No desechaba nada: ni las inscripciones que alguien había hecho en una roca o en la puerta del baño de un café. Esos pequeños mensajes reflejaban un mundo.

En un diario de Asunción: «Se suspende un partido de fútbol por una invasión de avispas».

En la puerta de una catedral en Arequipa: «Prohibido el turismo durante las misas».

En un muro de Córdoba: «Cuidemos el agua, tomemos fernet».

En la puerta de un baño público de Montevideo: «Puto mundo mata vacas».

Nunca llevaba cámara de fotos, computadora ni grabador. Decía que los artefactos electrónicos se volvían contra ella. Prefería tomar notas en un cuaderno. Cuando llegaba a su casa pasaba las notas a la computadora. Escribía rápido, con pocos adjetivos. Apenas corregía. En una de sus crónicas –la que le dedica a Montevideo– se definió a sí misma como «medio turista, medio notera, medio perro de la calle». Como turista, sentía el placer y la extrañeza de recorrer un lugar por unos días, de mirar todo lo «mirable». Como notera, hacía preguntas directas y sencillas. Era espontánea, a veces un poco irreverente. Como perro callejero, caminaba sin rumbo fijo. En una crónica de Visto y oído se refleja ese deambular perruno, ese dejarse llevar por los acontecimientos.

Por las calles exteriores de la alameda van las líneas de colectivos, voy a ir al azar. Me meto en un refugio y le pregunto a una señora:

–¿El cinco para dónde va?

–¿Usted para dónde quiere ir?

–A cualquier lado.

–Ah, entonces vení conmigo –dice la señora–.Yo voy a la municipalidad de Las Heras. ¿Te parece bien?

–Claro –dije.

Y allí fuimos.

No había plan ni entrevistas acordadas de antemano. Su método era visitar ferias y charlar con los artesanos, encerrarse en bibliotecas y museos. Sentarse en un bar, en el banco de una plaza, hacerle preguntas a quien se encontrara a su lado. Entraba a las casas, compartía unos mates. Esos diálogos podían tomar caminos insospechados, pero siempre salía airosa. Era capaz de hablar sobre Dios –aunque no creía– o sobre la mejor forma de matar a una comadreja. Pero más que hablar, escuchaba. «Todo arte es el arte de escuchar. Cuanto más miro, más salgo de mi prejuicio. Es difícil mirar lo real sin postergar el juicio, pero para escribir es necesario hacerlo», dijo.

Hablaba con historiadores y antropólogos, trataba de ubicar a pobladores antiguos. En una oportunidad pidió por «un vecino de mucha edad, pero que esté bien de la cabeza para que me cuente un poco la historia del lugar». Habló con un profesor de tenis, con una poeta rosarina, con una tejedora mapuche, con senegaleses que vendían alhajas en la calle. Habló con representantes de comunidades tobas, guaraníes, quom y wayuu; le interesaba, sobre todo, conocer cómo su identidad indígena se mezclaba con el mundo moderno.

Esta señora flaquísima, que se reía de repente, volvía por la noche a hoteles baratos –lo ideal, decía, eran tres estrellas, ni más ni menos–, se movía en transporte público y a veces ella misma se pagaba los gastos. Por eso la escritora Mariana Enriquez, en el prólogo a sus Crónicas completas, la definió como una «periodista precarizada». Viajaba con lo mínimo, y hasta volvía con menos equipaje del que había llevado. Alguna vez contó que llevaba bombachas viejas para poder tirarlas a la basura en el hotel y volver más liviana.

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«Su escritura es tan simple que por momentos parece infantil. Pero de simpleza en simpleza uno penetra en honduras y laberintos donde solo se puede avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo», escribió sobre ella el escritor Haroldo Conti. Algunos dicen que escribía como una niña asombrada, que era casi naif. Su mirada optimista, leve, crecía gracias a su sentido del humor, a veces algo irónico. Hebe Uhart era una transmisora de mundos sutiles y personajes anónimos, tanto en la ficción como en la crónica, dos géneros que, en su caso, a veces se parecen. «Los géneros están muy mezclados. Hay cuentos que pueden ser leídos como crónicas y crónicas que son cuentitos», dijo.

Cuando le hacían preguntas sobre sus crónicas, cuando le preguntaban cómo hacía esto, cómo lograba lo otro, a qué le daba importancia, solía contestar con alguna pequeña historia. Un recuerdo sencillo de alguno de sus viajes. No profundizaba demasiado en sus mecanismos de escritura ni daba grandes consejos. Para ella escribir era una artesanía, como construir una mesa o confeccionar un vestido. «Si lo hacés mal, no hay arreglo», decía. «Si se tiene la idea y se lo corta bien, sale bien».

Además de los viajes, le fascinaban los animales. En cada ciudad que visitaba, le gustaba ir al zoológico. En su último libro, Animales, incluye leyendas, escenas que veía en Animal Planet, conversaciones con cuidadores silvestres y paseadores de perros. Transmite su entusiasmo por el loro gris africano, que dicen que tiene la inteligencia de un niño de cuatro años y, por supuesto, por los monos, sus favoritos. Sobre ellos ha escrito varias veces. Ha dicho, por ejemplo: «Esa mirada que tienen algunos monos, como de entender algo, pero a la vez traspasada por la tristeza de no entender».

Hebe Uhart murió a los 81 años en Buenos Aires. Hasta unos días antes, escribió en su cuaderno una crónica sobre su estadía en el hospital que tituló «Yendo de la cama a casa».

Allí narró las conversaciones con las enfermeras y sus compañeros de habitación, la rutina hospitalaria.

«Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tratara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice “Salida” y ahí está el baño, una gran felicidad. Sentí que me ascendieron de categoría».

En su relato no hay pena; solo humor, ligereza y una curiosidad desbordante. Es un retrato de las pequeñas derrotas y victorias cotidianas. De ese mundo que, bajo sus ojos, parecía siempre nuevo, maravilloso, extraño.