José-Miguel Ullán:
Aproximaciones. (Sobre libros y autores)
Edición de Manuel Ferro
Madrid, Libros de la Resistencia, 2018
360 páginas, 19.00 €
POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ 

Pocos temas más dados a recalar en el tópico que las relaciones entre prensa y literatura. No es el lugar para insistir en cómo la prensa se convirtió desde el siglo xix (con antecedentes ya en el xviii) en vehículo de ideas, en cauce para géneros como el cuento, pero también en uno de los caminos posibles para la profesionalización del escritor, cuando no (y es importante no obviarlo) en una salida, más o menos digna, para no morirse de hambre, lo que hace que emerja no pocas veces una suerte de esquizofrenia entre el creador y el periodista. Vivido el periodismo unas veces como una escuela de la escritura y de la vida, como un elemento central en la propia trayectoria, pero, asimismo, como una actividad, en otros casos, más o menos vergonzante que obliga a concesiones y pactos con el diablo, la relación entre prensa y literatura es, como toda historia amorosa que se precie, un trayecto con no pocos altibajos e incomprensiones mutuas.

Trazar los vínculos entre literatura y periodismo nos lleva a otra cuestión no menos importante, ni menos exenta de tensiones, como es la de la crítica cultural y sus múltiples formas (no limitada exclusivamente, claro está, a la crítica que se ejerce en la prensa, sea ésta o no escrita). Si el escritor y el periodista a menudo se miran con desconfianza (aunque ambos compartan rostro en el espejo), qué decir del crítico y del autor, si bien en este caso son no pocos los nombres que han ejercido una y otra labor, con mayor o menor acierto.

Reivindicar a estas alturas la obra de Ullán, con valedores de tanto fuste como Miguel Casado o Rosa Benéitez, puede sonar a la pretensión siempre irrisoria de descubrir el Mediterráneo, si no fuera porque en nuestros lares, en el mare nostrum de la cultura la pleamar y la bajamar se deben con harta frecuencia no a las inevitables leyes de la física, sino a modas e intereses que no ayudan, precisamente, a delimitar un paisaje. Por ello, no está de más insistir no sólo en el interés de Ullán como poeta, sino también (y de ahí lo oportuno de este libro) en su trabajo como crítico y como periodista, en el más amplio sentido de la palabra, que abarca prensa escrita, radio y televisión, medios estos últimos en los que participó como colaborador, pero también como impulsor y director de programas. Y quizá en esto sí hay que incidir, pues estamos ante un autor en el que coinciden de manera excepcional la radicalidad de sus propias propuestas estéticas y el interés por abrir espacios de intercambio, de difusión cultural. Y todo ello en un momento (que va desde el tardofranquismo hasta las primeras décadas de la democracia, pasando, claro está, por la Transición) en el que el país necesita una vez más hacer una reflexión sobre su puesto en la modernidad y en la cultura europea. Ullán, que vivió y trabajó en Francia, fue un importante puente no sólo entre la cultura española y la del país vecino, sino entre España e Hispanoamérica, pues, como se encarga de recalcar Ferro en su introducción, no pocos escritores latinoamericanos recalaban por París en la época en que Ullán residía en el barrio Latino. Es difícil sustraerse a la tentación de añorar tiempos pretéritos cuando se constata el lujo de contar con una figura como Ullán en Televisión Española, Radio Nacional, El País o Diario 16, de cuyo suplemento Culturas fue el fundador. No hay que olvidar tampoco sus aportaciones a la crítica de arte, de la que afortunadamente existe una recopilación a cargo de Manuel Ferro y Marta Agudo, a la que se suma de manera oportuna este volumen centrado en la crítica literaria.

La sospechosa evocación de un tiempo pasado, que siempre fue mejor, vuelve a despertarse en el lector de estos textos al constatar la audacia y la inteligencia crítica de estos artículos. Como ha señalado recientemente Mario Martín Gijón, en una muy recomendable columna en El Periódico de Extremadura que se hace eco de esta publicación, resulta difícil no establecer un contraste, no demasiado halagador para el presente, entre la independencia de Ullán y tantas reseñas actuales, difíciles de distinguir del texto de solapa o de contracubierta de un libro. En este sentido, llama la atención su distanciamiento irónico (el humor, siempre sutil, es una de las marcas de estilo del autor) frente al juego promocional de las generaciones literarias, incluso de aquellas que parecieran intocables, como la del 27 o la llamada promoción del 50, al tiempo que se reivindican nombres eclipsados, como el de Juan Larrea. Aunque lo notable es que esa mirada irónica, que puede resultar mordaz pero nunca obvia ni superflua, convive con la admiración y el diálogo inteligente y cordial con figuras que sí le merecen respeto (así, por ejemplo, María Zambrano, a quien trató personalmente y cuya obra contribuyó a difundir en España). Muy significativo resulta al respecto el gesto burlón de Ullán ante la llamada poesía del silencio como escuela o maniera, que contrasta con su evidente aprecio por Valente y la penetrante lectura de su obra: «Nombrar, eso sí, de otro modo, pero no enarbolar lo innombrable, eterna presa fugitiva de todo poema, como coartada monotemática de la incapacidad particular para dar nombre. Que el silencio se inserta en el corazón de esta dádiva y no cuando empleamos su nombre en vano» (p. 151). El olfato del crítico, especialmente sensible a cualquier rastro de epigonismo, de impostura o de moda, destaca aquí de manera palmaria como su lucidez admirativa a la hora de acercarse a no pocos autores: Octavio Paz, Severo Sarduy, Lezama Lima, Francisco Pino… Como el mismo Ullán confiesa, «Un crítico ecuánime es un crítico que quiere ser más amable de lo que en realidad es. De ahí que los críticos ecuánimes sean merecedores, a la postre, de un desprecio muy ecuánime» (p. 79).

Por supuesto, en cuanto al contraste entre el pasado y el presente, conviene no exagerar las diferencias, pues la edad de oro de la crítica cultural probablemente no ha existido nunca, y siempre la excepción han sido los Ullán, mientras que el amiguismo y los intereses corporativos —o de otro tipo— son tan viejos como el oficio de crítico. No obstante, hay un terreno en el que resulta difícil no recurrir al tono plañidero y es lo que respecta a eso tan escurridizo que llamamos estilo, al trazo personal del autor. No me refiero al hecho manifiesto de que Ullán escriba endiabladamente bien. No es sólo una cuestión de calidad (como si ésta fuera medible con facilidad), como de exigencia con uno mismo y con el lector. Tal vez me equivoque, pero me cuesta pensar que en un periódico de tirada nacional se admitiese hoy una escritura tan propensa a las reticencias y a las alusiones, tan sutilmente barroca en ocasiones (un barroquismo depurado más próximo tal vez a Gracián que a Quevedo y con cierto aire de familia a autores coetáneos, como Aníbal Núñez o Carlos Piera). Ullán tensa en más de una ocasión los límites de lo que convencionalmente se ha considerado propio de la prosa periodística, y aun de la prosa. Si el lector puede experimentar ante ello cierta resistencia, una vez superada las primeras barreras, es difícil sustraerse al goce de una escritura que desbroza con acierto el siempre minado campo literario, al tiempo que despliega un juego de amplios recursos estilísticos. Así, abundan las metáforas («Vivió tan sólo para ver el árbol de las palabras», p. 68), las paradojas («Un escritor sin maldad no puede ser bondadoso», p. 78), los neologismos («Ahora asistimos al obsceno espectáculo de lo posgilbiedmaniano», p. 172), los retruécanos («Suele olvidarse muy a menudo que la clave de un libro no es sino el sueño de una clave», p. 70) y, por supuesto, las ironías: «[…] el inglés David Mancey ha publicado, asimismo, una biografía de Foucault, donde se nos demuestra con creces que un pensador puede ser descrito con total sencillez; o sea, al margen de cualquier pensamiento» (p. 168).

Si ciertamente lo irónico es una de las claves de la escritura crítica de Ullán, es preciso incidir de nuevo en que la ironía no se convierte en una atalaya desde la que ejercer la vigilancia o, peor aún, el oficio de francotirador, empeñado en derribar figuras con el secreto propósito de resaltar la propia. Tanto la crítica como el periodismo suponen ocupar un cierto espacio de autoridad, un espacio —a menudo precario— de poder (también de contrapoder), pero Ullán sabe que escribir es establecer una distancia frente a la retórica y a la palabra armada, un empeño en querer desarmarse: «Lo acusaban de poder escribir y de hacerlo allí. Olvidaban que se escribe para no tener poder y carecer de lugar» (p. 79). Quizá por esa conciencia de no lugar hay en estas páginas una lucidez no frecuente ante la tensión entre el aquí y ahora (inevitable en todo ejercicio periodístico) y el destiempo de la escritura: «Por olvidar, se olvida que tal vez la escritura verdadera sea, por lo pronto, eso: palabras fuera de contexto. O la imagen de la melancolía en medio del vacío» (p. 71). Tal vez por esa misma razón estos artículos se leen no sólo como testimonio valioso de una época ya pasada, sino también, y sobre todo, como la interpelación a un haz de tradiciones que sigue siendo nuestro, tan familiar y tan extraño. De esa familiaridad y esa extrañeza se hacen cargo estos textos.

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