«No fue amiga Pardo Bazán de las etiquetas. Decía: “Todo el que lea mis ensayos críticos comprenderá que ni soy idealista ni realista ni naturalista, sino ecléctica. Mi cerebro es redondo, y debo a Dios la suerte de poder recrearme con todo lo bueno y bello de todas épocas y estilos”»
POR PILAR ADÓN
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«Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se elevaba la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio.»
«Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras visiblemente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado.»
Decía Italo Calvino que «toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera». Los lectores cambiamos con el paso del tiempo, como cambian las costumbres, el pensamiento social, el posicionamiento colectivo frente a lo políticamente correcto y lo que ya no lo es. Y las conclusiones a las que llegamos tras la relectura de un libro varían en consecuencia. Toda relectura resucita al lector que fuimos para acabar con él al instante mediante unas impresiones que podrán ser más o menos benévolas, más o menos beligerantes, pero que se refieren casi siempre no a la calidad ni al contenido del libro, sino a la interpretación que del texto hicimos nosotros como lectores en el pasado. Inicialmente podremos apelar a nuestro yo antiguo con cierta dulzura, con nostalgia, pasando una mano comprensiva por la portada mientras leemos la contra si se trata del mismo ejemplar. Pero no hay duda de que, superado el momento dorado del reencuentro, lo más inmediato será que procedamos a destruir a aquel primer yo lector tachándolo de infantil e inexperto, para quedarnos con la nueva interpretación, la nueva experiencia, que se nos antoja más clarividente y que será la dominante.
Calvino vinculaba su definición anterior (la cuarta) de lo que es un clásico a la definición sexta: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Podríamos vernos, por tanto, relectores del presente, como seres más atentos, capaces de una escucha más educada, sin necesidad de censurar al que fuimos. Pero lo habitual es que concluyamos en un «no me enteré de nada».
Tras releer Los pazos de Ulloa, he destacado los dos fragmentos de más arriba como representativos de la imagen que prima ahora de la esencia de la novela después de que la imagen previa haya quedado apartada. La constatación de una íntima vinculación con el espíritu romántico, ese interés por la impetuosidad de la naturaleza, la ruina, la desolación del paisaje como representación simbólica de la interior desolación de las almas, la fuerza del sentimiento, han sido descubrimientos recientes, de los que no fui consciente en una primera lectura de juventud, cuando, influida por las asociaciones que se hacían de la autora con un realismo que me interesaba poco y, más allá, con un naturalismo que me interesaba aún menos, neutralicé toda interpretación personal y descarté incluso antes de empezar el libro que me fuera a gustar. Los pazos de Ulloa estaba incluida en el casillero de un movimiento literario que ciertamente podía ser el predominante en su época, pero que, bajo la óptica de la lectora que soy ahora, no se refleja en la obra de una manera tan absoluta. Decía también Calvino que «toda lectura de un clásico es en realidad una relectura» porque se nos ha hablado tanto de ese clásico, de sus parentescos y nexos, filias y fobias, que, aun no habiéndolo leído, lo conocemos, lo juzgamos y lo prejuzgamos. De modo que no llegamos limpios a él.
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No fue amiga Pardo Bazán de las etiquetas. Decía: «Todo el que lea mis ensayos críticos comprenderá que ni soy idealista ni realista ni naturalista, sino ecléctica. Mi cerebro es redondo, y debo a Dios la suerte de poder recrearme con todo lo bueno y bello de todas épocas y estilos». Cierto que ella misma se encargó de relacionarse de manera muy estrecha con el naturalismo, para defenderlo o para criticarlo, y más que con la obra de Zola, con la de Daudet, que contó con el aplauso del público incluso cuando llegó el declive del naturalismo porque su estilo se mantuvo en un espacio amable, menos salvaje que el de Zola, más armonioso, y no tuvo que cambiar su técnica, su manera de concebir la narrativa, que siempre fue tan del gusto burgués. Su realidad huyó del sentimentalismo, pero no terminó de ajustarse a los parámetros más afilados del naturalismo. Y es que Daudet hizo del naturalismo una corriente más agradable, incluso más festiva: los sinsabores de sus historias se mostraron atenuados por unos retratos menos despiadados que los de un Zola, sin entrar en lo despiadado, lo obsceno, aunque tampoco dejase de lado lo más abrupto y escabroso de la sociedad. Se enfrentó a la realidad, pero de un modo sutil. Habló de la decadencia y de las miserias del ser humano, pero también de las bondades que hacían del hombre una criatura capaz de compasión, capaz de soñar y de buscar un espacio más luminoso, sin centrarse únicamente en las sombras y la mentira. Capaz de sentir simpatía por los demás.
A él le dedicó Pardo Bazán el artículo XII de La cuestión palpitante (1882): «Aquella nota festiva, ligera a veces, que en la vida no falta y sí en las novelas de Zola, la posee el teclado de Daudet». Y es también en La cuestión palpitante, en el prólogo a la cuarta edición, cuando la autora habla de que «Zola —más perspicaz que la inmensa mayoría de mis compatriotas, que no se hartan de llamarme sectaria naturalista— ve en mí a un disidente o heterodoxo, y se da cuenta exacta del abismo que media entre mis ideas filosóficas y religiosas y las suyas». En La novela experimental (1880), decía Zola que ésta es «una consecuencia de la evolución científica del siglo; continúa y completa la fisiología, que a su vez se apoya en la química y en la física; sustituye el estudio del hombre abstracto, del hombre metafísico, por el estudio del hombre natural, sometido a las leyes físico-químicas y determinado por las influencias del medio; es, en una palabra, la literatura de nuestra era científica, al igual que la literatura clásica y romántica ha correspondido a una era de escolástica y de teología». No podía comulgar Pardo Bazán con la raíz filosófica del naturalismo, dado que el determinismo se daba de bruces con su fe católica. En los Apuntes autobiográficos que preceden a Los pazos de Ulloa (1886), decía: «Yo examino la estética naturalista a la luz de la teología, descubriendo y rechazando sus elementos heréticos, deterministas y fatalistas, así como su tendencia al utilitarismo docente, e intentando un sincretismo que deja a salvo la fe». Y en el prefacio de su segunda novela, Un viaje de novios (1881), hablaba del «impudor frío y afectado de los escritores naturalistas», y reflejaba las discusiones y controversias que despertaban las novelas naturalistas en la época —«asunto de encarnizada discusión que suscita tan agrias censuras como acaloradas defensas»—, para posicionarse al decir que «el discutido género francés novísimo me parece una dirección realista, pero errada y torcida en bastantes respectos», y hacer a continuación una defensa de un realismo más próximo: «el que ríe y llora en la Celestina y el Quijote, en los cuadros de Velázquez y Goya, en la vena cómico-dramática de Tirso y Ramón de la Cruz. Un realismo indirecto, inconsciente, y por eso mismo acabado y lleno de inspiración; no desdeñoso del idealismo, y gracias a ello, legítima y profundamente humano, ya que, como el hombre, reúne en sí materia y espíritu, tierra y cielo».
Una palabra, idealismo, que nos conduce a la que es en la obra de Pardo Bazán una pervivencia equilibrada del romanticismo con la técnica realista e incluso con ciertos cuadros del género picaresco, como en la escena de la borrachera de Perucho en Los pazos de Ulloa. Cuando en la novela Julián abre la ventana la primera mañana, recién llegado a la casa, en un momento en el que su espíritu aún se siente tranquilo y en paz, leemos: «lo que abarcaba su vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz {…} Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos semejaba verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque».
Esta descripción del paisaje no es sólo la manifestación de una particularidad geográfica de la zona sino, esencialmente, un reflejo del ánimo del personaje. Y así, cuando el mismo Julián se da cuenta de lo que está sucediendo realmente en la casa, pasa a los momentos de pesadilla «a cual más negra y opresora», a sus terrores, al total desasosiego. «Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón», pero en lugar de ver «sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII», sueña con un huerto que se ha convertido en un «ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se cocinaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes». Terminada su pesadilla, le sigue pareciendo estar ante un «paisaje tétrico y siniestro». «El viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas». Y «al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió».
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Más allá del pazo que da título a la novela, y cuya ruina pone de manifiesto la ruina espiritual de los que lo habitan, su decadencia anímica relacionada con la decadencia física de la casa, damos con la soberbia descripción del pazo-palacio de «la señorial mansión de Limioso», que hallamos aún más ruinoso y malogrado. La llegada se anuncia premonitoria: «El camino era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña; a uno y otro lado, las cepas de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba, a la luz del sol poniente, un edificio, prolongado con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya {…} Desde bastante cerca, el pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes, indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las vidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera, arrancada de sus goznes, pendía torcida como un jirón en un traje usado». Los retratos de Ramoncito Limioso, de «poco más de veintiséis años», con sus maneras antiguas, su delgadez, su dignidad, ofreciéndole a Nucha «no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda» para que «en ellos apoyase la palma de su diestra», y de las «dos viejas secas, pálidas, derechas» que hilaban como en los cuentos, nos llevan a lo que parecen páginas de una novela gótica de terror: «Dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca {…} Las dos ancianas se irguieron, y tendieron a Nucha los brazos, con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender, y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado de una piel inerte. Sintió también que le asían las manos otras manos despojadas de carne».
Una palabra, idealismo, que nos conduce a la que es en la obra de Pardo Bazán una pervivencia equilibrada del romanticismo con la técnica realista e incluso con ciertos cuadros del género picaresco, como en la escena de la borrachera de Perucho en Los pazos de Ulloa
Ninguna relectura es inocente, y ésta ha ido conscientemente en busca de la ambientación romántica, los paisajes sombríos, los bosques tenebrosos, las ruinas, los sótanos, las criptas, los pasadizos y los desvaríos nocturnos; elementos que, a decir verdad, se han encontrado con facilidad. Así, junto a las pesadillas de Julián, aparecen las visiones de Nucha, depositaria de las particularidades de las heroínas románticas y víctima por tanto de un destino fatal. Buena y fiel, incluso cándida doncella en apuros a la que Julián pretende salvar, se ve enfrentada a graves peligros, encerrada en un espacio que la está consumiendo, y del que sólo podrá librarse de la mano de la muerte. «Interrumpió su labor y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente trémulos.» Julián cae en la cuenta de la coincidencia que existe entre sus propios terrores y los de Nucha al descubrir cómo son sus visiones: «La ropa que cuelga me representa siempre hombres ahorcados {…} Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas… Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven, y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan…» Hasta llegar al suceso culminante, que se produce cuando Nucha quiere salvarse y deshacerse de los miedos que le produce la casa desde que nació su hija. «Las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura…» Decide salir de su habitación y bajar al sótano para ver si localiza allí arcones para la ropa blanca. Convence a Julián, y juntos acceden al claustro superior, momento en que parece inevitable que el cielo se oscurezca y se desencadene una tormenta: «Un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen».
Como Nucha sigue empeñada en combatir sus propios terrores, llegan al sótano, donde dan con la llave. «Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio». La tormenta continúa, mientras ellos se alumbran con una cerilla de Julián: «Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas».
Las formas distorsionadas, la oscuridad, la naturaleza desbocada que altera aún más el ánimo de los personajes, mientras persiste la tormenta, «cuya violencia sacudía y hacía retemblar los Pazos como si fuesen una choza», son elementos que contribuyen a que Nucha, que ha estado luchando contra su propio estado de confusión y terror, sufra un ataque de nervios: «de repente, se incorporaba, lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba, lanzando interrumpidas carcajadas histéricas que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor…»
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Ninguna lectura es inocente, y menos lo es una relectura, como decíamos. Regresar a un libro nos habla de quiénes éramos entonces y quiénes somos ahora, pero sobre todo nos muestra la manera en que nos apropiamos de las historias y nos las llevamos a nuestro terreno. Cómo las fagocitamos, las asimilamos, y cómo depositamos sobre ellas nuestras referencias personalísimas atendiendo a nuestras propias apetencias. Cómo hacemos de un texto otro, insertando en él nuestras ideas y nuestras vivencias particulares, las circunstancias en que nos encontramos, y hasta nuestra memoria y nuestro carácter. No ha sido objetiva esta relectura de Los pazos de Ulloa, no pretendía serlo, pero tampoco me ha resultado difícil dar con los elementos que buscaba. Como último ejemplo, la novela comienza y termina con la llegada de Julián a la casa, y en las páginas finales se adentra en el cementerio, elemento cumbre del imaginario romántico, con su «muro coronado de hiedra», para cerciorarse de que, efectivamente, allí descansa Nucha, «la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste».