Juan Cárdenas
Peregrino transparente
Periférica
256 páginas
POR NADAL SUAU

Me intriga hasta la obsesión el arranque de Peregrino transparente, la extraordinaria nueva novela de Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978): «En estos días he dejado que mi cabeza se pierda en una fantasía irresponsable», leemos, «sin ningún propósito intelectual. Es algo que sencillamente sucede dentro de ella, de esa cabeza, en forma de imágenes que se van desplegando por sí solas, arrastradas por un ansia oscura». Algunas de estas palabras me desconciertan, desdibujan la posibilidad de una interpretación cómoda del libro. ¿Peregrino transparente, una fantasía que transcurre dentro de la cabeza del Narrador (a quien en este caso no considero ingenuo identificar con el Autor)? Es lo último que yo habría dicho. Primero, porque las formas que adoptan las siguientes doscientas cincuenta páginas parecen más propias de la imaginación, con su característica coherencia estructural, que de la fantasía, a la que identifico con una ausencia algo gratuita de normas autorreguladoras. Segundo, porque, lejos de circunscribirse al territorio neuronal de una sola conciencia (aunque sea la de un escritor), la obra derrama sus preguntas, inquisiciones, descripciones y expectativas por cada rincón de varias realidades concéntricas: Colombia, Latinoamérica, el mundo; el pasado y el presente históricos; y la síntesis simbólica e ideológica de ambos. Además, lo hace con la prosa más accesible, por abiertamente narrativa, que le hemos conocido a Cárdenas. Tercero, porque la densidad de las ideas debería desmentir la falta de un objetivo intelectual, sea eso lo que sea.

Sin embargo, Cárdenas no utiliza los términos en falso. Le doy vueltas a esas primeras líneas hasta improvisar una hipótesis: dado que Peregrino transparente confirma el carácter ilusorio o fantasmagórico de conceptos como ‘Colombia’, ‘país’ o ‘estado’, el narrador asume la naturaleza igualmente inestable de su relato, al que considera menos racional que identitario, y cuyos límites individuales son a fin de cuentas compatibles con un alcance colectivo. No en vano, el libro se detiene a relativizar el valor de la crónica en primera persona, a la que considera divisa hegemónica de la literatura de hoy: da igual cuánta confesión contenga una escritura, acusa Cárdenas, o con cuánto escrúpulo se someta a la legitimidad del «lugar de enunciación» («Yo puedo hablar de esto porque Yo o Los Míos lo hemos experimentado»)… Al final, siempre nos aterroriza «la literalidad del poema, […] que en el fondo no significa absolutamente nada». Es decir: las personas no concebimos versos, teorías, narraciones o instancias políticas, sino que nos entregamos a un lenguaje que nos desobedece y supera y del que, si fuéramos honestos, admitiríamos no comprender ni jota. ¿Mi cabeza, la patria, el mundo…? Materia y ya.

Una vez establecida la precariedad del suelo que nos acoge, pese a ello Peregrino transparente no puede evitar tener un tema, desarrollar una trama y forjar símbolos. El tema es Colombia y se desmenuza en centenares de ópticas: orografía, paisaje, historia, violencia, razas, geopolítica continental, economía caótica, magia. La trama se incrusta en dos momentos a mediados del siglo XIX. En la primera parte (1850-1852), una expedición científica por las provincias menos domesticadas del país se convierte poco a poco en la historia de un pintor culto persiguiendo las huellas de otro desconocido, un misterioso maestro del pueblo capaz de capturar el movimiento del entorno como si fuera el producto de dioses elegantes. En la tercera parte (1855), un abogado persigue al mismo pintor, que ahora responde a un nombre propio (aunque su identidad permanece irresuelta). Los cazadores ya no andan a la captura de un ideal o un supuesto conocimiento, sino de una violencia que se resiste a inclinarse frente al nuevo orden dícese moderno de Colombia. En medio, una breve y perturbadora segunda parte titulada «El jardín de los presentes», sin fechas que la contextualicen, libera al lenguaje de su linealidad narrativa para confundirnos en un maremágnum de intuiciones visuales. Ciertamente, el cameo de Kaney West en esta sección no se cuenta entre los ingredientes más previsibles del libro. Y finalmente, los símbolos. Dos criaturas imposibles, míticas, feroces, post-humanas o transespecie, dan un cierre abrupto y fatal a los dos viajes, sumergiendo Peregrino transparente en un amnios a-histórico e irrealista.

Hasta hoy, Ornamento (2015) era mi novela favorita de Cárdenas, un prodigio de inteligencia al borde de lo conceptual. Ahora ya no sé. Su nueva entrega sabe encadenar centenares de ideas poderosas mediante un ritmo entre la aventura y el western (es decir, el relato de una carencia de Ley) que arrastra al lector del modo más primigenio y disfrutón: sencillamente, la devoras. Y como de costumbre en el autor, los mismos estilo y estructura se perciben como ideas de pleno derecho. Así, el extra de claridad narrativa solo es el trampantojo que parodia un desconcierto mayor que nunca, una pretensión de veracidad de la que conviene recelar. Estamos en el XIX, pero olemos el XXI. No se menciona la cocaína, pero la droga se intuye a menudo como profecía inevitable cuya importancia contemporánea sintetizará el destino de la región. La violencia del narco destripa anacrónicamente los cuerpos arcaicos de Grandes Señores Liberales decimonónicos. La quiebra se enseñorea de todo cuanto no es paisaje, naturaleza o ritmo sin conciencia. 

Panamá, Colombia, Venezuela… No existieron ni existen, son «alegorías que se desvanecen como algodón de azúcar en la lengua materna». Y añade Cárdenas en la página 199: «El meollo del asunto, sin embargo, es que no hay exterior de la fantasía». Entonces, vuelvo al principio y me pregunto: ¿acaso hay un interior cerebral de la fantasía? ¿Acaso se puede escribir Peregrino transparente sin que todas esas fantasías y muchas más se confundan en el texto?

En el mapa de la novela contemporánea, este libro funda un espacio propio que se contrapone (junto a otros, claro) al fetiche del Yo y su pretendida «honestidad biográfica». En el mapa de las definiciones artísticas de Colombia, reclama la oportunidad de liberar a esa entidad nacional entre fronteras de cualquier falsa consolación, aparte de ofrecer un análisis pormenorizado de su arte y su historia. Y en la obra del propio Cárdenas supone la consagración de sus poderes como escritor, más dúctil y perspicaz que nunca. En paralelo, aquí reconocemos muchas de sus preocupaciones recurrentes. La atención a la arquitectura y los rostros (a la arquitectura en los rostros, incluso); lo femenino como insolencia salvífica que atemoriza al hombre; la penetración de lo político en los menores detalles; el lenguaje como gobernador del tiempo; lo colonial convertido en materia compleja, espesísima, multifacética. Y aunque en los compases iniciales se jacte de despreciar la construcción psicológica de personajes, lo cierto es que su Henry Price (un pintor inglés con pujos románticos que aderezan sus numerosas inseguridades) cobra vida ante nuestros ojos con la precisión de los personajes psicológicamente más complejos.

Pido regresar por última vez a aquellas líneas que abren Peregrino transparente: ¿Por qué habla Cárdenas de una fantasía «irresponsable»? Por un lado, se nos induce a creer que la irresponsabilidad consiste en introducir lo especulativo en el corazón de hechos catalogables como «históricos», e incluso se nos previene contra las posibles inexactitudes que puedan deslizarse. Pero cuesta convencerse de que eso sea todo. Cárdenas nunca ha sido precisamente un escritor irresponsable; de hecho, las emanaciones ideológicas o estéticas de la escritura habitan el corazón de su impulso artístico. Más bien, tiendo a interpretar cierta ironía en esa palabra, aunque una ironía muy seria. Una burla a la idea de que la novela, cualquier novela, contiene una lección, una metáfora o un significado. La paradoja es que pocas novelas leeremos este año que den una sensación tan poderosa de entregarnos múltiples lecciones, metáforas y significados. Cuanto menos, se erige en talismán para quienes sostenemos o deseamos sostener que la literatura todavía puede enarbolar algunas desobediencias relevantes. Moby Dick no significa nada, proclama el narrador en un momento dado; y estoy de acuerdo. La gracia estriba en que, eximida de encarnar una sola cosa, pulida hasta devenir movimiento y volumen puros en el lenguaje, la ballena está en condiciones de significar infinidad de cosas. Su literalidad asusta y alumbra a partes iguales. Algo parecido ocurre con las dos persecuciones que narra Peregrino transparente (o las tres, si contamos la del propio autor), relatos ahabianos acerca del encuentro con lo Otro, la mercantilización del mundo y la vanidad del hombre blanco. Y por si alguien duda de la raíz profundamente narrativa del libro, recuerden que por sus escenas se pasean don Quijote y Sancho Panza, el uno enterrado por la fantasía colonizadora, el otro enseñoreándose de una Latinoamérica hecha de fango, garrotazos, escepticismo y delirios camp.

Todo esto contiene Peregrino transparente, documento político, fragmento de vida, hipótesis estilística y, definitivamente, una obra ni fantasiosa, ni caprichosa, ni irresponsable, por mucho que Juan Cárdenas sepa muy bien lo que dice y por qué lo dice.