Miguel y Catalina vivieron separados por largos periodos durante estos años y no concibieron ningún hijo. Pasó malos momentos por las actividades ilícitas de su hermana Magdalena y su hija Isabel, quienes tuvieron una serie de amoríos con hombres adinerados, en parte, sin duda, debido a su precaria situación económica. En 1604 la familia se mudó a Valladolid, que se había convertido en la capital de España por un breve espacio de tiempo, para buscar, obviamente, formas de ganarse la vida. Las mujeres trabajaron como costureras. Fue ahí donde Cervantes terminó el Quijote y lo publicó, con gran aplauso del público, a inicios de 1605. Era una síntesis de sus vastas lecturas, incluyendo, por supuesto, novelas de caballería, y su intenso compromiso con las realidades que había experimentado como soldado, cautivo, itinerante recaudador de impuestos y aspirante a escritor. España había comenzado su decadencia y la catástrofe de la Armada en 1588 era un claro ejemplo de ello. La economía había sido asolada por la inflación, que se debió, parcialmente, a las riquezas que provenían de las Indias, así como a cambios demográficos que pronto incluirían la expulsión de los «moriscos» o musulmanes que habían permanecido en la Península luego de la caída de Granada en 1492. (La mejor explicación de todo esto continúa siendo el magnífico libro de J. H. Elliott, Imperial Spain). El Quijote no fue, a pesar de todo, un libro en el que prevaleció el desencanto, gracias, en gran medida, al humor y a la tan humana manera en que Cervantes retrata a la gente de todas las clases sociales y ocupaciones. Ningún personaje de Cervantes es uniformemente malvado. No es un escritor pesimista como su contemporáneo Shakespeare. Como Melveena McKendrick explica en su excelente libro Cervantes al discutir la errónea opinión de que en las Novelas ejemplares hay una progresión del idealismo al pesimismo, «La desilusión literaria de Cervantes no es nunca cruel, sino que va normalmente cargada de humor; y en la totalidad de su obra compensa su exposición de la locura humana con una afirmación de valores y de comportamiento correcto —tal como en el Quijote su parodia de la literatura de la caballería andante es respaldada por sus afirmaciones de lo que la literatura debería de ser: responsable, congruente y veraz—» (p. 172). Los muchos finales felices en las Novelas ejemplares son muestra de ello.

McKendrick también señala que, hacia el final de su vida, Cervantes pareció haber encontrado consuelo en la religión. En 1609 se hizo miembro de la congregación llamada Hermandad de Esclavos del Santísimo Sacramento. Nunca fue el rebelde religioso que algunos han intentado que fuera. Como afirma McKendrick, «a lo largo de toda su vida y obra, Cervantes no nos da razón alguna para creer que no era tan hijo verdadero de la Iglesia como ferviente patriota» (p. 123). Es tentador convertir a Cervantes en un pensador moderno por su énfasis en la ambigüedad, el perspectivismo, la fragilidad y lo elusivo del ser y la verdad y la falsedad del texto literario. Toma estos asuntos y los lleva lo más lejos posible incluso para hoy; por ello, pueden haber parecido heréticos en la España de su época. Cervantes, sin embargo, nunca tuvo problemas con la Inquisición y ninguna de sus obras fue objeto de censura. Creo que en estos asuntos puso en práctica una doble verdad, como Américo Castro sugiere en El pensamiento de Cervantes, donde rechaza la idea de que el autor del Quijote fuera un «ingenio lego», un genio indocto. Las dos verdades eran, por una parte, las ideas que emergieron en el Renacimiento y posteriormente, y que condujeron a la modernidad, y, por otra, la doctrina católica, en particular, la española, que parecía favorecer un retorno a la Edad Media y al escolasticismo. Cervantes encontró la manera de armonizar ambas sin forzar ninguna de ellas. Nada lo apartó de su fe, como lo explica en el prólogo al Persiles, prácticamente escrito en su lecho de muerte. Cervantes recibió la extremaunción, el último sacramento de la Iglesia, y fue enterrado en el convento de las trinitarias descalzas de Madrid, donde sus restos, en apariencia, han sido recientemente descubiertos para ridículo regocijo del Estado español.

Una característica que hace a Cervantes sonar como uno de nosotros es el frecuentemente declarado menosprecio de sí mismo, que parece sincero, no una mera convención retórica para ganar la aprobación del lector (captatio benevolentiae). En el prólogo del Quijote de 1605, eleva esta humildad a un nivel filosófico. Se pregunta lo que significa comenzar un libro, pretende renegar de su autoría, inventa a un amigo que le aconseja prescindir de las convenciones de un prólogo y de la tradición literaria en general y hace de las dificultades de escribir un prólogo el tema del mismo. El prólogo de las Novelas ejemplares, en el cual alude al anterior, es más personal y su autoburla, más graciosa y física. Para contarle al lector cómo luce, Cervantes escribe lo que un amigo suyo diría si le pidieran describir un retrato suyo:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.

 

Es típico de Cervantes que no escriba directamente de sí mismo, sino que, como en el prólogo del Quijote de 1605, invente a un amigo que lo haga por él, pretendiendo tomar distancia. Lo que es encantador, sin embargo, es la descripción de su desgastado cuerpo y cómo ha sufrido los estragos del tiempo y de la guerra —dientes caídos, barba gris, espalda jorobada y una mano incapacitada— en comparación a sus ya desaparecidos atractivos atributos juveniles, como su perfil aguileño, ojos alegres, nariz bien proporcionada, cabello castaño y barba rubia. La descripción es similar a las que hizo de algunos de sus personajes, en las cuales incluyó diestramente características físicas y morales, todas en un estado continuo de cambio que hace la combinación un tanto cómica. En algunas instancias, un atributo físico define a un personaje, como el hoyuelo en la barbilla de Preciosa en «La gitanilla» o los ojos bizcos de Ginés de Pasamonte en el Quijote. Es el Cervantes descrito en el prólogo, con todas sus imperfecciones y defectos físicos, el autor de las «invenciones» (como él las llama) que el lector encuentra en las Novelas ejemplares; no un gigante intelectual o físico, sino un hombre ordinario que está cerca del final de su vida. La edad y la experiencia le han dado una perspectiva desnuda e irónica de sí mismo y del mundo, pero no pesimista, como lo asegura su humor.

En los preliminares del libro, específicamente en los poemas que servían de lo que hoy serían alabanzas de contraportada y que, por supuesto, Cervantes mismo compuso, se refiere a las novelas en el libro como «doce laberintos» y «fábulas» con un «secreto». Era consciente y estaba comprensiblemente orgulloso de la profundidad y destreza de las historias que había creado, de su sofisticación y originalidad. Tenía derecho de estarlo. Desde la primera hasta la última, todas las historias llevan la marca cervantina de discreta autorreflexión y una convocatoria a la más aplicada lectura, como las dos partes del Quijote, aunque, en especial, la segunda con sus muchos autores y lectores internos de la primera. Las Novelas ejemplares incluyen asuntos literarios y filosóficos de la más alta complejidad y alcance, incrementados por la relativa brevedad de los relatos, que demandan una gran concentración crítica. Incluso el relato inicial, que tiene el aire de ser sólo una historia entretenida sobre un personaje encantador, la joven gitana Preciosa que termina siendo hija de aristócratas y que es virtuosa y experta en cantar y bailar, es una obra compleja y estimulante. Que haya sido elegida para abrir el volumen parece sugerir que anuncia las principales premisas y temas de la colección entera y, en efecto, lo hace.

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