Juan Cruz Ruiz
Mil doscientos pasos
Alfaguara
216 páginas
Todo viaje termina constituyendo, aunque sea sólo de manera simbólica, una expedición por las interioridades de uno mismo. El que la historia de la literatura señala como el viaje por antonomasia, el que acometió Ulises para regresar de Troya a Ítaca, fue un desplazamiento a través del tiempo y el espacio, pero también una oportunidad para que el héroe emprendiera un camino por la recapitulación íntima y la consumación de diversos exorcismos tan privados como imprescindibles. Si todos los viajes comportan una coartada eficaz para la introspección, aquellos que nos llevan de vuelta al lugar del que procedemos propician nuestra evaluación en el espejo de unos hechos consumados que siempre admiten nuevas interpretaciones, la evidencia de que nadie permanece indemne al transcurso de los días, que en esencia también es un viaje que transforma.
A Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) se lo conoce sobre todo por una amplia trayectoria periodística que a menudo se ha ceñido al terreno literario y ha convertido la suya en una de las firmas ineludibles de nuestra historia cultural reciente, durante muchos años en El País y últimamente en El Periódico, y también, aunque quizá en menor medida, por la peripecia editorial que a finales del siglo pasado lo llevó a tomar las riendas de Alfaguara. Dotado de un carácter hiperactivo que no es ajeno al entusiasmo, y bendecido por un don de la ubicuidad que le permite manifestarse al mismo tiempo en los foros más diversos, durante varias décadas ha estado en todos los lugares en los que había que estar para contar aquello que era pertinente dar a conocer. Por más que todo esto sea conocido y le haya granjeado reconocimientos importantes —obtuvo en 2012 el Premio Nacional de Periodismo Cultural—, tengo la impresión de que su ajetreo vital ha ensombrecido injustamente una trayectoria literaria en la que, de Crónica de la nada hecha pedazos en adelante, se ha venido revelando como un magnífico escritor con especial pericia para tomar los mimbres de la memoria personal y urdir con ellos un gran cesto en el que caben todas las vicisitudes de nuestra andadura colectiva.
Como si la literatura le sirviese de subterfugio para resguardarse de las obligaciones del presente, ésas que les impone su oficio, Cruz acomete en su obra narrativa un ejercicio de indagación en sus recovecos más íntimos con el propósito de ordenar aquellas piezas que se descabalaron y componer con ellas un gran puzle que, si bien en ciertos casos adquiere tintes de retrato generacional, no deja de proponer al mismo tiempo una lectura totalizadora de los significados de la existencia. Si bien la envergadura, la ambición y la excelencia de su proyecto han quedado de manifiesto en no pocos de sus títulos —pienso, a bote pronto, en Ojalá octubre, o La playa del horizonte, o Muchas veces me pediste que te contara esos años—, quizá sea en Mil doscientos pasos, su última obra narrativa hasta la fecha, donde se evidencia con más crudeza y mejor conocimiento de causa.
Hay aquí un doble viaje: de un lado, el que realiza el protagonista al lugar donde nació, al modo de un Ulises maduro que volviera a la Ítaca de su niñez; del otro, el que cubre la breve distancia que separa el libro y que marca la separación entre el punto exacto en el que se encuentra y la que fue su casa. Entre uno y otro se abre un paréntesis en el que unos minutos pueden contener los ecos y los desabrigos de una biografía a la que se vuelve para buscar una explicación a lo que no se llegó a entender entonces e indagar hasta qué punto puede incidir el pasado en el presente. Cruz hace gala de sus mejores talentos líricos y su capacidad para explorar tipos humanos, y entre descripciones de trazo impresionista y evocaciones que se descomponen en perspectivas múltiples construye un relato tan eficaz como hipnótico cuyos capítulos auscultan el latido de una vida que se conjuga en pretérito imperfecto desde un presente discontinuo, al amparo de esa memoria que es escurridiza y en demasiadas ocasiones tramposa, impulsada por la obstinación de unos recuerdos que vuelven a emerger una y otra vez sin que los acierte nunca a borrar del todo el aire.