Lev Tolstoi
El camino de la vida
Edición y traducción de Selma Ancira
Acantilado, Barcelona, 2019
616 páginas, 42.00 €
POR JULIO SERRANO

 

A la edad de veintisiete años, el conde Lev Tolstoi (Yásnaia Poliana, 1928-Astapovo, 1910) se sentía capaz y con la energía suficiente para fundar una nueva religión. En su diario dejó escrito lo siguiente: «Ayer una conversación sobre lo divino y la fe me llevó hasta una idea grande, inmensa, a cuya realización me siento capaz de consagrar mi vida. Esta idea es la de fundar una nueva religión acorde con el desarrollo de la humanidad, la religión de Cristo pero despojada de la fe y de los misterios, una religión práctica que no prometa la felicidad futura, sino que dé a los hombres la felicidad en la tierra». Ahí está el germen de El camino de la vida, publicado unos meses después de su fallecimiento. El propósito era titánico, como el propio Tolstoi, en cuanto a lo que quiere irradiar; y a la vez humilde con respecto al papel que ocupa Tolstoi en esta obra, que es la de ser uno más entre un conjunto de pensadores que dialogan, eso sí, bajo la batuta del autor de Guerra y Paz. Editado y traducido por Selma Ancira, la gran traductora de literatura rusa y de literatura griega moderna galardonada con el Premio Nacional de Traducción, es un libro que quiere ser faro para el camino espiritual del lector y que, para Tolstoi, fue la decantación de un círculo de lectura en torno al que fue ajustando su propio pensamiento religioso y moral.

Como si pudiésemos observar el bullir de la mente del viajero ante el enigma —de cuya resolución su vida depende— que le plantea la esfinge de Tebas, así este libro nos asoma a la espiral del pensamiento de Tolstoi en torno a planteamientos de difícil resolución, pues son las preguntas que una y otra vez, desde las cavernas al hombre contemporáneo, los seres humanos han intentado desentrañar hallando, en última instancia, lo insondable. Las tentativas de Tolstoi para resolver ese puzle siempre incompleto son corales, pues en torno a cada tema trascendente —el alma, las tentaciones, la desigualdad, el amor, el castigo, las supersticiones o la muerte— acude en ayuda a la escritura brahmi, la confucionista, la budista, los evangelios, las epístolas y a la de muchos pensadores tanto antiguos como modernos. La autoría en esta obra, de esta etapa prácticamente desconocida para el lector en castellano del autor de Ana Karenina, es un tema secundario: «No importa quien seas, tú y yo somos uno», decía un Tolstoi que parece haberle dado la misma importancia a ese destinatario si hubiera sido Séneca o un mujik de su hacienda de Yásnaya Poliana.

Alejado de la superstición del yo, sabiendo que pensar es dialogar, esta obra póstuma es un ejercicio de sincretismo con un propósito de transformación personal y colectiva —no olvidemos el impacto de la obra religiosa y filosófica de Tolstoi en hombres como Gandhi o Martin Luther King—. Para Tolstoi la verdadera religión reside en la unión de los hombres. Por tanto, el dios que propone no es un dios válido sólo para los cristianos, sino que es amplio; suma, no excluye. El 29 de marzo de 1884, mucho antes de emprender esta tarea, decía en su diario: «Leí a Confucio. Cada vez más profundo y mejor. Sin él y sin Lao-tse, el Evangelio está incompleto». Años más tarde irá necesitando ampliar las fuentes sobre la que su concepción religiosa irá tomando forma, de modo que junto al Evangelio, Lao-tse y Confucio, acudirá a Ramakrishna, Epicteto, Sócrates, Séneca, Marco Aurelio, Buda, Mahoma, el Talmud, Angelus Silesius, Kant, Pascal, Schopenhauer, Montaigne, Emerson, Thoreau o Ibrahim de Córdoba. Este último afirmaba que «la verdadera religión es una: el amor a todo lo vivo», algo con lo que Tolstoi no podía estar más de acuerdo. La fe de Tolstoi tiene que ver con la creencia en una sola ley que convenga a todos los hombres y esa ley no es sino hacer a los demás el bien que quisiéramos para uno mismo, aunque extendido a «todo lo vivo». Era, por tanto, en coherencia, vegetariano. Consideraba que llegará el día en «que nuestros nietos se asombren de que sus abuelos mataran cotidianamente a millones de animales para comérselos, pese a poder alimentarse sin matar, de forma sabrosa y sana, de los frutos de la tierra».

Tolstoi fue un cristiano atípico, poco dogmático, un creyente anticlerical que no se avino al dogma de fe sino que dudó mucho y, en cada duda, su concepción de Dios se fue haciendo más elevada. Para Tolstoi, la duda, hija de la razón, enriquece la fe y, es más, ayuda a descartar lo burdo de la interpretación eclesiástica. De hecho pensó que la herramienta fundamental a través de la cual podemos acercarnos a Dios es precisamente la razón.

Buscó la revelación periódica, es decir, la renovación cuando sus ideas o creencias se convertían en hábito vacío, indagando en otros pensadores e incluso en otras religiones hasta hallar a un Dios más convincente o necesario. Creyó formar parte de algo sin principio ni fin; no obstante, pensó que hay que ser prudentes con las creencias y que la creencia debe ser examinada. La fe eclesiástica le pareció una esclavitud y la fe verdadera no necesitaba para él de ninguna iglesia. De hecho, la iglesia le pareció nefasta: «una reunión de personas que afirman de sí mismas que se encuentran en posesión completa y única de la verdad», un instrumento que no revela, sino que oculta a Dios a los hombres. La noción de Iglesia como reunión de los elegidos, de los mejores, le parecía de una arrogancia insoportable. Creía que caminos diferentes pueden llevar hacia una verdad universal. Y sentencia: «Las Iglesias no sólo no unieron nunca, sino que siempre fueron una de las principales razones de la desunión, el odio entre las personas, de las guerras, las batallas, las inquisiciones, las noches de San Bartolomé, etcétera». Suscribió la máxima de Lactancio que afirmaba que «es malo que los hombres no conozcan a Dios, pero es todavía peor que reconozcan como Dios aquello que no es Dios». La iglesia en la que creía Tolstoi era la que Kant definía como «una iglesia invisible, que es la única que puede ser universal». Además, es una iglesia interior.

Tampoco creyó en el Estado, ni en la política. Era una suerte de anarquista que coincidía con el anarquismo en despreciar la violencia del poder y a las instituciones que obligan a las personas a someterse por la fuerza. Y tampoco confiaba en el poder de la revolución para establecer la anarquía. Tolstoi aspiraba a la transformación interior, individual —y colectiva en cuanto a la suma de individuos—, mediante el esfuerzo renovado cada día. No para hallar un grandilocuente paraíso futuro, sino para algo más modesto, que en palabras de Cicerón suena así: «la recompensa de la virtud está en el esfuerzo mismo de hacer una buena acción» y mucho antes, en el Bhagavad Gita, de esta otra forma: «puro es el agente libre de orgullo y egoísmo, dotado de fortaleza y resolución, que no apetece el fruto de sus obras ni ambiciona recompensa».

Ser cristiano para Tolstoi fue un pulso (su cristianismo tiene que ver con la bondad y la bondad con la acción). Bajo una estricta imposición de reglas fue conduciendo su titánica vitalidad hacia la consecución de su ideal, determinado a encajar en el hombre que quería ser. Escultor de sí mismo, fue tallando, eliminando, renunciando: sostenía que sólo renovándose uno se puede ejercer alguna influencia benéfica en los otros. Creyó que había que hacer con lo que uno tiene, todo lo que posible, y ese todo en manos y mente de Tolstoi adquiere unas dimensiones inspiradoras. Pero, para ese hacer, necesitó un entrenamiento encaminado al perfeccionamiento interior cuya complejidad reflejan muy bien sus diarios, en los que asistimos al pulso de un hombre que lucha por saber dominarse, por renunciar a la vanidad, la pasión por el juego, la pereza, la insatisfacción o la lujuria, para que sus impulsos no tomasen las riendas que lo llevasen a un lugar ajeno a su voluntad. El camino de la vida significa un conjunto de ideas y ejemplos para llevar a cabo esa transformación, el breviario espiritual sobre el que sostener una vida que contribuya al bienestar propio y de los demás: una suerte de religión acorde con las exigencias de su razón.

Frecuentó, no cabe duda, los caminos erráticos y en cuestiones morales quizá se desenvolvió mejor en las medias y largas distancias que en la cercanía de lo cotidiano. No obstante, buscó una y otra vez —porque es fácil de perder— la sonrisa del Buda y sostuvo que hay que estar siempre alegres y que, si la alegría se acaba, hay que buscar el error. En este sentido, estaba en línea con Spinoza, para quien la alegría era la mayor afirmación del ser. Fue un idealista, creyó en la posibilidad de hallar el paraíso en uno, principalmente aprendiendo a saber contentarse, y quiso contribuir a la felicidad de los demás creyendo que no se puede cambiar el mundo con lecciones morales que no nos aplicamos. La muerte la pensó como una vuelta a la raíz, a la consonancia con la naturaleza. El 1 de noviembre de 1896 escribió en su diario: «creo que moriré sin miedo y sin oponer resistencia…». Esa frase, sencilla, implica sabiduría. Afortunadamente, quiso compartir las fuentes a las que acudió a beber haciendo de El camino de la vida un buen libro al que acudir periódicamente, como el que regresa al hogar, pues es un libro —cristiano— en el que un budista, un mahometano, un hindú, un judío, un agnóstico y un ateo pueden hallar sentido.