Benedetta Craveri:
Los últimos libertinos
Traducción de Mercedes Corral
Siruela, Madrid, 2018
464 páginas, 27.90 € (ebook 11.99 €)
POR DANIEL B. BRO 

 

El siglo xviii francés es tan inagotable en su variedad y riqueza como asombroso y extraño. No sólo reúne a una serie de escritores, políticos y científicos que innovaron en diversas áreas, sino que fueron, además, creadores de instituciones culturales, sociales fundamentales. También fueron novedosos, al menos en las clases altas y el mundo intelectual, y disfrutaron de una gran libertad en sus relaciones eróticas y sexuales. Si se piensa, por poner al único país que entonces se podría comparar, en la Inglaterra del mismo tiempo, se podrá observar que, en el orden de las costumbres eróticas, y del vínculo de la aristocracia con la cultura, Francia es indudablemente excepcional. Sólo la nobleza polaca era tan tolerante en lo relativo al adulterio.

Benedetta Craveri, que cuenta en su haber con obras sobre madame du Deffand, María Antonieta y, entre otros trabajos, el erudito estudio La cultura de la conversación, se ha sumergido en esta amplia obra en un número de nobles, que, a su vez, fueron militares, políticos y escritores, que vivieron en la segunda mitad del siglo xviii y algunos alcanzaron los primeros años del xix. Sus nombres son todos conocidos y de un atractivo enorme para el historiador y para cualquier mente mínimamente novelera: el duque de Lauzun, el vizconde Joseph-Alexandre de Ségur, el duque de Brissac, el conde de Narbonne, el caballero de Boufflers, el conde Louis-Philippe de Ségur y el conde de Vaudreuil. Éstos, junto con una fecha, 1789, son los ejes sobre los que pivota la obra, pero hay que sumarle muchos otros: la marquesa de Voigny, el duque de Choiseul, María Antonieta, Chamfort, la inexcusable para esta época ilustrada Catalina de Rusia, madame Vigée Le Brun (que los pintó a casi todos), Julie Careau, madame du Barry, Germaine de Staël, Talleyrand, el príncipe de Ligne, y, claro, Luis XVI. La obra es de una riqueza enorme en cuanto a personajes, y algunos de los citados en segundo lugar tienen tanta presencia como los primeros, que estructuran con sus nombres el índice.

Luis XVI llega al trono en 1774 y encarna, entre otras cosas, el momento de crisis de la civilización del Antiguo Régimen. El mundo de esta comedia humana, altamente elaborada, se apoya en una confianza enorme en la capacidad de la Ilustración y en el mucho capital que la aristocracia disponía tanto para coleccionar arte como derrochar en fiestas inacabables, lujosas y refinadas en sus ritos. Curiosamente, la mayor parte de los nombres citados vieron con buenos ojos la convocatoria de los Estados Generales de 1789, que proponía como salida a las profundas contradicciones políticas una monarquía parlamentaria al estilo de la inglesa. Ante la revolución, algunos se mantuvieron en estricta fidelidad al absolutismo regio, otros tomaron inmediatamente el exilio, algunos otros lucharon por la monarquía constitucional hasta que la dictadura jacobina los hizo huir a Italia, Suiza e Inglaterra como lugares más o menos favorables. Algunos de los que se quedaron perdieron la cabeza en la guillotina. Las peripecias, admirablemente investigadas por Craveri en la bibliografía publicada como la existente en archivos y bibliotecas, nos muestran actitudes ricas en todas las pasiones humanas, que no excluyen, sino que en muchos casos exaltan, la generosidad y el valor. Algo que objetar: cierto batiburrillo narrativo que hace que el lector se pierda no pocas veces. Los nombres aparecen de una forma, luego de otra (por títulos nuevos, etcétera), y las mezclas no siempre nos permiten vislumbrar el hilo biográfico. Esto le ocurre a Craveri con frecuencia, y me temo que ya es tarde para que aprenda de los buenos biógrafos ingleses. No importa (o sí, un poco): sus libros son provechosos y, por el momento, admirables en su investigaciones y semblanzas. Una cuestión más… ¿Por qué ese título? En italiano dice lo mismo: los últimos libertinos. En primer lugar, hay muchos personajes del libro, estén o no en el índice, que no entran en dicha denominación, y, aunque la obra comienza contando mucho del intrincado mundo erótico de muchos de ellos, la verdad es que no tarda en centrarse en el drama político de la monarquía y de la nobleza frente a la revolución, su tema, en realidad, central. No es De Laclos, si bien el universo de infidelidades (consentidas) y manipulación amorosa, plena de reflejos, soledad y poder, esté en este volumen. En realidad, el verdadero tema es el mundo de la nobleza de espada, ilustrada, muchos de ellos escritores valiosos (piénsese en las memorias de Lauzun, en las del barón de Besenval, por sólo citar a dos), enfrentado a su fin, a un fin terrible, sangriento, que, suscitado desde dentro, tomó rápidamente la fuerza en el pueblo más llano y que puso más de una de esa cabezas empolvadas y brillantes en una pica.

Usos amorosos de la nobleza que nos atañe: como en siglos anteriores, se casaban por arreglos que los beneficiaba económica o socialmente (privilegios, etcétera), pero luego, tanto ellos como ellas, tenían sus amantes, como el rey tenía su favorita. Aunque esto pudiera ocasionar roces, era un acuerdo muy racional, y más: socializado, que es lo que permitía su pleno desenvolvimiento sin mayores problemas morales. Ellos podían tener como amante a una actriz o una criada, pero no ellas. En ocasiones, se reconocían a los hijos tenidos fuera del matrimonio, si bien en muchas otras, no, como le pasó a Narbonne con los dos hijos que tuvo con Germaine de Staël (casada con el embajador de Suecia, Staël). Era habitual que el marido reconociera con deportividad la cosecha de embarazos extramatrimoniales, incluso cuando hacía años que los esposos no se veían. Los celos existían, pero no estaba bien manifestarlos, y menos si se consideraba que el rival era inferior. En algunos casos, hubo verdadero enamoramiento, como el de Boufflers y la señora Sabran, que da para una novela magnífica, si es que ya no está escrita. Unido a esta fundamental regla de libertades y lealtades, se prestigiaba la capacidad verbal, la cultura y el ingenio, entre otras cosas, porque había que entretenerse y divertirse. Aunque algunos tenían ocupaciones militares o palaciegas, disponían de tiempo y de una imaginación tan inquieta como fértil, tanto para las diabluras como para actividades que hicieron tradición. Las relaciones extraconyugales no eran consideradas reprobables, siempre para la parfaitement bonne compagnie, es decir, la nobleza.

La múltiple vida amorosa de Lauzun tiene un episodio interesante en su relación con la princesa Izabela Czartoryska, que llegó a ser una heroína en la historia de Polonia, y que fue amante del rey Estanislao Augusto Poniatowski (que, por cierto, fue el tatarabuelo de la novelista mexicana de origen polaco Elena Poniatowska). Lauzun fue durante unos años el predilecto de una joven María Antonieta. Pero también fue alguien que se ocupó de asuntos políticos, como su colaboración en la expulsión de los ingleses de Senegal o su presencia en América apoyando (era, además, francmasón, como Lafayette) a los insurgentes en 1780. Fue, asimismo, amante de Coigny, quien lo fue a su vez del gran seductor Ligne, que le dirigió sus valiosas cartas durante su periplo por Crimea como parte del séquito de Catalina de Rusia (llamada la Grande por él). Lauzun era un libertino, pero apasionado, y la relación con madame de Coigny le causaba fiebre y delirios.

La crisis económica de comienzos de los setenta, cuando apareció por primera vez, por invención de Necker (banquero y superintendente de Hacienda, además de padre de Germaine de Staël), reveló una falla en el seno de la corte, y, como aclara Craveri, el resentimiento del cadernal Louis de Rohan «y de su clan con respecto a la familia real marcó el comienzo de un levantamiento aristocrático que encontró su natural punto de referencia en el mismo primo del rey, en el Palais-Royal». Por un lado, Versalles y el rey; por el otro, París y Louis-Philippe-Joseph, el ala liberal y progresista de la aristocracia, vetada desde hacía medio siglo de los cargos con un poder público. Hay que aclarar que esta disidencia de los Orleans, como observó bien Laclos, era, en el fondo, una disputa de familia.

Lauzun y J.-A. de Ségur se conocían desde la adolescencia. Lauzun era caballeroso, sentimental e impulsivo; Ségur, racional, lúcido y calculador. El vizconde tuvo un amor interesante con Julie Careau, prostituta de alto nivel, aunque ésta acabó casándose con un actor, y Ségur la convirtió en protagonista de una novela epistolar, género muy de la época. Hay que señalar que Ségur es autor de varios libros sobre los usos y costumbres amorosas y sobre la presencia de la mujer en el mundo antiguo y contemporáneo. Para él, la cultura aristocrática estaba marcada por un signo fuertemente teatral.

El duque de Brissac no fue bien visto por María Antonieta, a causa de las relaciones que éste tuvo con la cortesana Du Barry, favorita de Luis XV, y que su sucesor en el trono, tras la muerte del bienamado, la hizo retirarse con malos modos al monasterio de Pont-aux-Dames. Brissac tuvo sobre ella una influencia notable, además de protegerla. Era un filántropo, alguien que creía en el progreso, y asiduo lector de la Encyclopédie. Fue, asimismo, uno de los grandes coleccionistas de arte de su tiempo, no sólo del pasado, siendo un entusiasta de la pintora Vigée Le Brun. Tanto la Du Barry (guillotinada en 1793) como Brissac (asesinado en 1792) aplaudieron la convocatoria de los Estados Generales.

Louis de Narbonne vivió su infancia en la cercanía de la familia real. Hablaba varias lenguas y tuvo una cultura excepcional. Como el resto de los nombrados, se intercambia las amantes, porque frecuentaban los mismos ambientes y tenían, nos dice Craveri, las mismas ambiciones, tanto Lauzun, Talleyrand y los hermanos Ségur. Narbonne se sintió conquistado por la inteligencia y elocuencia de madame de Staël y, aunque la escritora no logró convertirse en el gran amor de su vida, como pretendía, sí lo inclinó a ponerse del lado de la revolución. Tras la ruptura con él, Staël encontró en Benjamin Constant una mente a su altura.

El duque de Boufflers, y madame de Sabran, con quien logró casarse tras muchos años de un amor cortés apasionado y admirable, merece, ya lo hemos dicho, una gran novela, y, de la correspondencia amorosa entre ambos, afirma Craveri que es «la más bella la lengua francesa del siglo xviii», asistida por una suerte de claridad de estilo que defendió, como académico, como arte de la buena literatura. Boufflers se ganó una verdadera reputación de libertino (con un gran amor, en principio, imposible), con gran habilidad versificadora satírica. El conde Louis-Philippe de Ségur fue autor de unas Mémoires notables, donde mostró, desde una actitud moral, a toda su generación, marcada por el patrimonio de los valores aristocráticos y la fidelidad a las ideas liberales. No fue, como su hermano, un libertino, ni tuvo su belleza y gracia. Ligne lo describió como alguien «infeliz a fuerza de ser feliz». Tanto el príncipe como el conde nos dejaron un testimonio del viaje con Catalina de Rusia y otro célebre príncipe, Potemkin, de su expedición a Crimea. ¿Y qué decir de Vaudreuil? Cortesano colérico y soberbio, fue un coleccionista de arte generoso y admiraba a los artistas y a los literatos, y los veía como a iguales.

En junio de 1789 Luis XVI destituyó a su ministro suizo, Necker. Craso error. La bancarrota y la carestía lanzó la gente a la calle. Un orador improvisado se subió a una mesa y gritó: «¡A las armas, ciudadanos, a las armas!». Los años inmediatos fueron de una gran complejidad, no exentos de grandeza y de crueldades e ignominias sin límites. Está contado con maestría en el capítulo titulado «1789», donde las historias de Francia y de Europa, y la suerte de la nobleza, junto con otros muchos personajes, se enlazan en un laberinto tan atractivo como significativo.