«Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser un escritor tenía que viajar a París»

POR EDUARDO HALFON

Yo tenía veintiocho años y estaba trabajando como ingeniero en Guatemala y sabía —tanto impulsiva como absurdamente, de la misma manera que un actor de Shakespeare sabe cómo salir del escenario perseguido por un oso— que si yo quería ser un escritor tenía que viajar a París.

Solo tres años antes había caído en la literatura, por accidente. Empezar a escribir fue la consecuencia de haber leído demasiados libros, de haberme llenado de demasiados libros. Fue el derrame. Yo nunca había escrito nada literario. Apenas podía redactar una oración en español, mucho menos un cuento completo (es escritor, decía Roland Barthes, aquel para quien el lenguaje es un problema). Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser un escritor tenía que viajar a París. Y entonces renuncié a mi trabajo como ingeniero, junté unos pocos ahorros, compré un boleto de ida, y volé a París en pleno invierno del 99 para convertirme en escritor. Pero pocos días después de haber llegado a un sórdido hotel cerca de la iglesia Saint-Lambert de Vaugirard, caí enfermo. 

Pasé las semanas siguientes caminando por París como en una nube. Me despertaba en las mañanas con dolores de cuerpo y una fiebre que solo iba aumentando, pero igual me obligaba a mí mismo a salir al frío y sentarme en cafés a tomar expresos mientras me sentía fatal y garabateaba mis primeros y muy mediocres conatos de cuentos (tú querías escribir un cuento antes de saber escribir una línea, me diría luego un amigo filósofo), y leía las novelas largas de Hugo, de Flaubert, de Zola, de Balzac. También descubrí y leí las novelas cortas de Perec y Duras. Leí a Bolaño, cuando Bolaño aún no era Bolaño. Leí todos los libros que pude encontrar de Cormac McCarthy y de Thomas Pynchon y del más reciente premio Nobel, Günter Grass. Mi ideología era esta: no había suficientes horas en el día para leer todos los libros que necesitaba leer, y no había suficientes libros en el mundo. 

***

En aquel tiempo, en París, yo estaba en mi primera fase de lector. Es decir, la fase de alguien que, cualquiera que sea su edad, acaba de descubrir la magia de los libros y siente la necesidad de leerlos todos. La lectura, entonces, como acto personal de anarquía o como inmolación literaria (dependiendo si uno está más próximo a Emma Bovary o a don Quijote). Leer como si la literatura fuese una droga. El lector junkie. 

Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar solo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta

Unos años después —es decir, después de París—, cuando ya estaba aprendiendo y afinando la artesanía de la escritura, aquella manera embriagadora de leer dio paso a una segunda fase: el lector artesano. Hoy todavía puedo ver la evidencia de esa forma de leer cuando hojeo mi viejo y gastado ejemplar de Los cuentos completos de Hemingway, o Un buen hombre es difícil de encontrar de O’Connor, o Ficciones de Borges, o Dublineses de Joyce. Los comentarios que anoté en los márgenes de los libros que leí en aquel tiempo no son los comentarios de un lector buscando pasajes hermosos o significados profundos, sino los de un lector que quiere descifrar la artesanía de la escritura. ¿Cómo hace Cheever para lograr una frase tan vigorosa? ¿Qué hace Kafka para que un cuento sea desasosegante? ¿Por qué es tan efectivo el tono de Woolf? Un escritor aspirante aprendiendo a tocar su instrumento —el lenguaje— de la misma manera en que un guitarrista aspirante busca su camino hacia el estilo y la técnica de Clapton o Hendrix. 

Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar solo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta. Ya no me sentía obligado a leer más de unas cuantas páginas si sentía que las palabras no estaban bien pulidas («No pretendo soportar nada que pueda abandonar», escribió Edgar Allan Poe en una carta al periodista John Beauchamp Jones). Ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página. Con el tiempo llegué a comprender que este examen petulante de la prosa de los demás era una consecuencia natural del meticuloso y exigente examen de la mía. Comprendí, o más bien racionalicé, que tenía ahora muy poco tiempo para la lectura, y que necesitaba aprovechar ese tiempo. Pero también comprendí que me había convertido en un lector impaciente e intolerante. 

Sigo en esa tercera fase, sigo siendo un lector hijo de puta, pero uno que desea o implora que algún día le llegue una cuarta fase.

***

Y pues ahí estaba, en París a los veintiocho años, leyendo libros como una especie de adicto mientras me iba enfermando cada vez más. Tenía un constante y misterioso sabor a yodo en la boca. Había perdido tanto peso que los pantalones y las camisas que había traído en la maleta me colgaban del cuerpo como ropa mojada en un tendedero. Solo me sentía mejor cuando me perdía durante horas en un libro. Pero, irónicamente, ese mismo apetito insaciable de ficción quizás me estaba enfermando aún más, o al menos me estaba poniendo un poco maníaco. Un virus, me dijo un doctor francés, entregándome un frasco lleno de pequeñas cápsulas blancas de belladona. Complicaciones de una gripe, me dijo otro mientras encendía un Gauloise sin filtro en su clínica (aún eran los años noventa) y me daba una receta para antibióticos. Nada ayudó. 

Y una noche casi me desmayo en el metro. 

No había estado durmiendo ni comiendo bien. Y adentro del tren, de pie, una mano aferrada al poste de metal, de pronto empecé a temblar. Todo se volvió brumoso. Mis piernas se entumecieron y caí al suelo. Estaba empapado en sudor, sentado entre tantas piernas de tantos parisinos. Pero nadie a mi alrededor parecía enterado o aun preocupado. No recuerdo cuánto tiempo estuve ahí en el suelo, a punto de perder el conocimiento. Un par de estaciones, tal vez más. Poco a poco empecé a sentir mis piernas de nuevo, y esperé a que el tren se detuviera. No sé cómo finalmente logré ponerme de pie y salir del vagón y empezar a caminar a través de la concurrida estación de Cluny La Sorbonne. Y mientras subía las gradas hacia el ya oscuro y lluvioso Boulevard Saint-Germain, de repente alcé la mirada y me sentí cautivado por el brillo de una pantorrilla medio desnuda de la chica que iba subiendo delante de mí.

Poco después de esa noche compré un boleto de regreso a Guatemala y me marché de París con una sensación de fracaso. Me tomó algún tiempo recuperar la salud, y aún más tiempo aprender a escribir. Los años han erosionado muchos de los detalles de aquellas semanas de fiebre en París. He olvidado casi todas las novelas que leí y, por suerte, todos los cuentos que intenté escribir. Pero nunca he olvidado la pálida y firme pantorrilla de aquella chica mientras subía las gradas delante de mí. Recuerdo el ángulo de su curvatura, el tono exacto de blanco, una peca solitaria en la parte superior. Recuerdo su pantorrilla con tanta claridad que hasta podría dibujarla, si yo supiese dibujar.

Aún no comprendo por qué una imagen tan pasajera terminó fijándose en mi memoria. Ni tampoco comprendo por qué sigo escribiendo sobre ella décadas después. Quizás sea porque un escritor en París nunca escribe sobre París, sino sobre las migas de magdalena mojada en un té de flor de tilo. O quizás sea porque aquella noche helada en París, saliendo de la estación de metro como si estuviese emergiendo de las entrañas mismas de la ciudad, resultó ser una de mis noches más oscuras. Yo sabía que toda mi vida hasta ese momento había sido vivida por alguien que ya no existía, o por alguien que ya no quería existir. Estaba solo y enfermo y abandonado y completamente perdido y de pronto algo en la blancura de una pantorrilla en plena noche de invierno hizo que me sintiera vivo de nuevo, aunque solo haya sido por unos segundos. Pero, a veces, unos segundos nos bastan. 

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