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Francisco Cánovas Sánchez
Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso
Alianza Editorial, Madrid, 2019
504 páginas, 25.00 €
POR CARLOS BARBÁCHANO

 

Esta biografía de Galdós tiene el don de la oportunidad pues se publica al inicio del otoño del 2019, apenas unos meses antes del primer centenario de la muerte de nuestro gran novelista, acaecida el 5 de enero de 1920. De manera que, a comienzos de 2020, ya registra dos reimpresiones. Tal vez tendría que haber dicho «casi tiene» porque, si bien me parece ejemplar en todo lo que afecta a lo histórico, cabría haberse detenido algo más en lo literario y más adelante veremos por qué. Andrés Trapiello, en la reseña que le dedica en Babelia, el 2 de noviembre del pasado año, resume a la perfección la biografía de Cánovas: «El historiador —escribe— cuenta, sin épica y con claridad, lo esencial de un autor que se apoderó del xix». Tanto es así que Max Aub reconoció que, si se perdían todos los documentos históricos decimonónicos salvo los Episodios nacionales galdosianos, podríamos quedarnos tranquilos. Y María Zambrano afirmaba por su parte en su imprescindible ensayo La España de Galdós: «De ese remolino ensangrentado que es la vida española en el siglo xix, lo que Galdós nos da es… la vida misma… Nos da la vida del español anónimo, el mundo de lo doméstico en su calidad de cimiento de lo histórico, de sujeto real de la historia». La intrahistoria unamuniana, por afinar, si cabe la síntesis.

Pese a que en su vejez Galdós escribió su presunta autobiografía con un título irónicamente contradictorio, Memorias de un desmemoriado, lo cierto es que procuró mantener su vida en un plano más que discreto y es en sus personajes donde hay que buscarlo: en los personajes de sus obras y en su correspondencia, que por fortuna fue recopilada por los académicos Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask en un volumen de casi mil doscientas páginas publicado por Cátedra en 2015 que supera los anteriores epistolarios publicados. Su amigo Clarín, que fue su primer biógrafo, se quejaba así de su discreción: «tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya […]. La tiene bajo llave» (Estudio crítico-biográfico de Benito Pérez Galdós, Madrid, Ricardo Fe, 1889). Ese epistolario ejemplar al que acabo de referirme recoge mil ciento setenta cartas: doscientas sesenta y tres enviadas a su último gran amor, Teodosia Gandarias, unas ciento cincuenta a Concha Morell, otra de sus amantes, la presunta Tristana, y sesenta y siete a Clarín, su corresponsal masculino más frecuente. Uno de los méritos plausibles de la biografía de Cánovas es que indaga el rastro de Galdós en sus múltiples personajes y maneja con soltura la correspondencia para darnos un retrato ajustado del escritor.

La biografía se estructura en quince capítulos y en tres partes. En la primera nos presenta al joven provinciano, el menor y único varón de una familia numerosa de la alta burguesía canaria, al que sus padres envían a Madrid para estudiar Derecho y apenas llegado se pierde en la vida bohemia capitalina. La revolución del 68 es el aldabonazo que lo despierta y lo lleva a terminar La Fontana de Oro, su novela seminal. A través del joven Bozmediano, su protagonista, y de un marco histórico que abarca de 1812 al trienio liberal que inicia los años veinte, se perfilan las características de lo que inmediatamente después será la primera serie de los Episodios nacionales. Periodista cultural incansable, Galdós publica en 1870 sus Observaciones sobre la novela española contemporánea en la Revista de España, que pronto dirigiría. En este su primer texto teórico ya nos señala que los españoles carecen de la principal virtud del novelista: la observación, y apunta certeramente que la clase media, la más olvidada por nuestros novelistas, es «el gran modelo, la fuente inagotable». Esas carencias las va a cubrir brillantemente con sus obras el propio Galdós y algunos de sus compañeros de generación, con Clarín en cabeza.

El segundo bloque se inicia con las mal llamadas novelas de tesis, que arrancan con Doña Perfecta; denominación —la de novela de tesis—, por cierto, que Galdós aborrecía, como leemos en su correspondencia. Denominarlas novelas realistas sería mucho más acertado. Prosigue con las dos primeras series de los Episodios y las grandes novelas naturalistas, La desheredada y Fortunata y Jacinta como cumbres de ese periodo, para alcanzar la etapa espiritualista que marca el fin de siglo (Nazarín, Halma y Misericordia) y su cívica y asimismo exitosa labor teatral.

El tercero me parece el más novedoso puesto que Cánovas Sánchez nos lleva a territorios galdosianos mucho menos frecuentados: por ejemplo, a las otras facultades artísticas de nuestro autor, tales como su talento para el dibujo y el diseño (llegaría incluso a ilustrar algunos de sus Episodios), o su sensibilidad y habilidad musical (no sólo era un excelente crítico sino que sus veladas musicales a cuatro manos y dos pianos eran notables, y dos de esas manos eran las suyas); su amor por Santander, que le inculcó su amigo Pereda, y que le llevó a pasar largas temporadas en Cantabria, sobre todo a partir de la edificación de San Quintín a finales de siglo, su residencia campestre junto a Santander, que él mismo diseña y donde pasará largas temporadas, lejos de un Madrid que con sus comideros literarios y sus intrigas políticas llegará a aborrecer. Capítulo aparte merece su entrevista con la reina Isabel II en su exilio parisino. Por mediación de su amigo Fernando León y Castillo, embajador de España en Francia, Galdós, excelente periodista, consigue una entrevista con la reina quien, extrañada, se pregunta cómo alguien que está en las antípodas ideológicas de su persona puede interesarse en dialogar con ella. Pues bien, la entrevista, que nos es transcrita en sus mínimos detalles y en la que la anciana monarca reconoce sus errores como gobernante, es ejemplar. Lo que no nos debería sorprender pues algunos de sus amigos más queridos, como Pereda o Menéndez Pelayo, eran profundamente tradicionalistas: la bonhomía y el «dulcísimo carácter» (son palabras de Pereda) del novelista canario eran proverbiales. La biografía se cierra con el compromiso demócrata y republicano de Galdós, que le llevó a ser diputado en Cortes en cuatro ocasiones e incluso a presidir la conjunción republicano-socialista, el Partido Reformista. Fue precisamente su compromiso político lo que le privó del Premio Nobel, al que fue propuesto en tres ocasiones, por la campaña que desató en su contra la derecha española.

Afirma María Zambrano en su ensayo que fue Galdós «el primer escritor español que introdujo a todo riesgo las mujeres en su mundo. Las mujeres, múltiples y diversas; las mujeres, reales y distintas, ontológicamente iguales al varón. Y esta es la novedad, esa es la deslumbrante conquista». Tal vez sea algo hiperbólica la cita, pues, entre otros autores y autoras, ya su amado Cervantes (Clarín nos dijo, con su perspicacia habitual, que Galdós cada vez se parecía más a Cervantes «por dentro») había creado personajes femeninos, como Marcela o la Gitanilla, inolvidables, y algunos de los novelistas del 68, como Clarín o Palacio Valdés, e incluso el ático Juan Valera, habían seguido esa senda, pero la profusión de personajes femeninos en las novelas de Galdós y el plano de igualdad, e incluso de superioridad, de que gozan frente a los personajes masculinos es notable. Que ese eterno solterón conoció a fondo el mundo de la mujer lo atestiguan no sólo sus novelas sino su propia vida. Se crio, no hay que olvidarlo, entre hermanas. Vivió toda su vida con sus hermanas Carmen y Concha (Carmen, la mayor, fue para él una verdadera madre) y su cuñada Magdalena. Sus amantes marcaron su vida (una vida sin amor no merece la pena ser vivida, repite en sus cartas). Su hija, María, fruto de su relación con Lorenza Cobián, fue motivo de alegría en sus últimos años. Y no digamos ya su última relación, Teodosia Gandarias, maestra (profesión, la del magisterio, que Galdós tenía en alta estima), que iluminó su vejez y con quien consultaba todos sus textos. El breve pero apasionado romance que mantuvo con la Pardo Bazán supuso asimismo una relación intelectual de altura. De todo ello nos da cuenta la biografía de Cánovas Sánchez, que entra en el mundo íntimo del escritor con elegancia y respeto.

Al comienzo de estas líneas, al tiempo que ponderaba la valía de esta biografía como trabajo histórico, sugería algunas carencias en las anotaciones literarias de las obras del novelista. Vaya por delante que abarcar con detenimiento una obra de tal magnitud puede suponer la dedicación de toda una vida. Esperamos por tanto con anhelo la biografía que ha dedicado a Galdós Yolanda Arencibia. Pero hay errores, en el libro que ahora nos ocupa, que hubieran sido fácilmente subsanables de haberles dedicado un poco más de tiempo y consultado en consecuencia fuentes más fiables. Veamos sólo un par de ejemplos. Cuando se resume el argumento de Tristana se nos dice: «Así, Tristana descubre la vida, se enamora del pintor Horacio y los dos deciden marcharse a Madrid para disfrutar de su cariño y su libertad» (p. 216). Nada de eso sucede en la novela de Galdós aunque sí en la magnífica y libérrima adaptación que Julio Alejandro y Luis Buñuel hicieron de esta interesante novela. En el relato de Galdós Horacio se marcha a sus tierras levantinas, sitas en Villajoyosa, y el paso del tiempo y la hermosura de aquellas tierras hace que su enamoramiento se enfríe y solo vuelva a Madrid cuando se entere de la grave enfermedad de quien fue su amada; tiempo que aprovecha el astuto don Lope para reconquistar a Tristana. Vayamos ahora a ese magnífico personaje, híbrido de los Evangelios y El Quijote, que es Nazarín, protagonista de la novela homónima pero también personaje importante en Halma, su continuación. «En esta novela —leemos en su resumen—, Nazarín ya no es el sacerdote utópico y quijotesco de antaño, sino que está inmerso en un nuevo proceso de templanza y ortodoxia que le llevará a ser designado ecónomo de la iglesia de Santa María de Alcalá de Henares» (p. 218). Nuevo error, pues quien será ecónomo de tan relevante parroquia es el cura Urrea, el párroco de san Agustín. Nazarín, por el contrario, exonerado de culpa, se quedará en Pedralba, al servicio de la obra pía que allí ha fundado doña Catalina, la marquesa de Halma.

La edición de esta Vida, obra y compromiso de Benito Pérez Galdós, hecha la anterior salvedad, es estimable. Se cierra con un breve y sustancioso apéndice de textos galdosianos. En el primero de ellos, «Imperfecciones», artículo juvenil de crítica de arte publicado cuando tenía poco más de veinte años, podemos recrearnos en la capacidad de observación del autor y en su exquisita escritura. Otros inciden en su claro compromiso político. Tras esa breve antología, la cronología, un rico apartado de notas y de bibliografía, acreditación de imágenes e índice onomástico, siempre muy de agradecer.

Al tiempo que redacto estas líneas, ha surgido en la prensa, con motivo del centenario, una polémica suscitada por un artículo provocativo de Javier Cercas que retoma el tópico de «Galdós escritor mediocre» basándose en la desafortunada expresión de «don Benito el garbancero» que el poeta modernista Dorio de Gádex pronuncia en Luces de Bohemia; artículo que fue contestado de inmediato por Muñoz Molina y otros autores, el último por ahora Vargas Llosa. No es este el momento de entrar en la polémica pero me veo obligado a recordar a este respecto un aclaratorio texto de Luis Cernuda: «Se ha repetido que Galdós no sabe escribir, que no tiene estilo. No sé qué llamarán estilo quienes tal cosa dicen. Galdós creó para sus personajes un lenguaje que no tiene precedentes en nuestra literatura, ni parece que nadie haya intentado continuarlo. Cada personaje de sus novelas nos habla por sí mismo; es un lenguaje directo, revelador, familiar y sutil a un tiempo. Galdós ha dicho en alguna parte que su inclinación al comenzar a escribir le llevaba al teatro, pero que la pobreza de la escena española, las limitaciones que circunstancialmente imponía al dramaturgo le desviaron hacia la novela… Lo que aquí nos interesa, sin embargo, es que aquel instinto dramático pudo aconsejarle el uso del diálogo y el monólogo en sus novelas, dejando que sus personajes hablaran y esquivándose él. Así inventa una lengua dramática que anticipa lo que años después se llamaría monólogo interior» (Poesía y literatura).

Y ya puestos a evocar a Cernuda no se me ocurre mejor despedida que estos versos de su Díptico español: «La real para ti no es esa España obscena y deprimente / en la que regentea hoy la canalla, / sino esta España viva y siempre noble / que Galdós en sus libros ha creado. / De aquella nos consuela y cura ésta».