Álvaro García
El tenista argentino
XLIX Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro
Pre-Textos, Valencia, 2018
196 páginas, 15.00 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

En Ser sin sitio, poemario publicado en 2014, hallamos un soneto, «Muerte», donde leemos: «Noche final, si al fin tengo que verte, / sé una duelista noble y dame el sable / con el que en nuestro duelo inevitable / no esté dejado yo sólo a mi suerte. // Si la naturaleza no subvierte / su orden por más lucha que se entable, / déjame por lo menos la improbable / ocasión de intentar matar mi muerte. // Mientras me agujereas el jersey, / con el aroma aún del largo abrazo / que tú reducirás a signo puro, // sólo se negará a tu única ley / la intemporalidad a la que emplazo / amando hacia el pasado y el futuro».

Su autor, Álvaro García (Málaga, 1965), es uno de los poetas españoles más destacados de su generación. Traductor excelente del inglés, a él se deben justas versiones de poetas como T. S. Eliot, W. H. Auden —estupenda la traducción de Otro tiempo—, Philip Larkin, Lawrence Ferlinghetti, o Edward Lear.

Su ensayo Poesía sin estatua, publicado en 2005, fue un texto muy celebrado en su momento y representa algo importante para la poética de ciertas generaciones más jóvenes de poetas que han tomado ejemplo de lo que allí se dice: un trabajo de apenas doscientas páginas donde Álvaro García parece asumir esa definición que de su poesía hizo Juan Carlos Suñén cuando reseñó el poemario Intemperie, 1995, al calificarle de «poeta con pensamiento». En realidad, y como cabe imaginar, el ensayo es una proyección de su poética a través del ejemplo de otros poetas. Para Álvaro García la estatua, aquí, representa la muleta con la que el poema pretende objetivizarse malamente y así exigir la mirada de los otros. Por el contrario, el poema debe ocupar el lugar del sitial abandonado por la estatua, hacerse esencial, interior, descubrir el mundo y no contar la vida… Por lo que, en cierto modo, el poema debe imitar el movimiento propio de la vida, no dejarse confundir con el ritmo de ésta y llegar a ese nadie, como gustaba tanto designarse Odiseo. Es decir, entramos de lleno en el entramado de la Modernidad: Baudelaire, Flaubert, Eliot, Valery Larbaud, Fernando Pessoa…, que para nuestro autor perfila una poesía del movimiento que en su caso cumple en dos poemarios, Caída y El río de agua. Este ensayo, además, servía para resaltar la obra de algunos poetas poco propagados en nuestro país, como Charles Olson, Ferlinghetti, el Pound anterior a los Cantos, Hofmannsthal, Louis Zukofsky… Tenía el coraje de citar a la misma altura a escritores como Coseriu o Chesterton y, de paso, referirse apenas a autores centrales en este tipo de materia, caso de Ludwig Wittgenstein. Es probable que ese juego sea parte didáctica de lo que para Álvaro García es condición esencial del arte, en esto muy de acuerdo con Jorge Guillén, es decir, el artificio. Aseveración que es fácil de ser debatida y removida en sus cimientos, por lo menos, porque justamente hay ejemplos varios y muy variados de escritos y escritores que carecen de esa voluntad de artificio y que, sin embargo, poseen una enorme intensidad literaria. Algo que se muestra transparente en el género de los diarios: por poner un ejemplo, frente al artificio de los de André Gide, que siempre los escribía mirando de reojo a la galería, de hecho el día del desembarco de los aliados en Normandía apunta ese hecho en una sola línea mientras se explaya a continuación en lecturas que hace y que nos aportan poco hoy día, nos topamos con Tormentas de acero, de Ernst Jünger, una narración que en el fondo es un dietario de guerra, escritas deprisa y corriendo entre las trincheras y el barro en el frente del norte francés y que, para el propio Gide que lo cuenta en su Diario, es el mejor libro de guerra escrito en nuestro tiempo. Se pueden poner tantos ejemplos de este lado como del otro, pero, ya digo, lo importante de este hermoso ensayo de Álvaro García es que nos define su poética. Y eso es lo relevante para lo que nos mueve en estas líneas. Retengamos la cosa: artificio.

Álvaro García, pues, ha cultivado casi en exclusiva, si restamos este ensayo que es complementario de su obra, el género poético: desde La noche junto al árbol, de 1995, al que siguió la citada Intemperie y que se complementa con Para lo que no existe, Caída, El río de agua, Canción en blanco, Ser sin sitio y El ciclo de la evaporación. Una obra que representa una de las experiencias poéticas más importantes de los últimos años en el ámbito de nuestra lengua y de la que convendría destacar Ser sin sitio, por su excelencia y por la fascinación que ha despertado en algunos estudiosos. De hecho, en estas páginas de Cuadernos Hispanoamericanos, número 775, en la reseña «La perfecta desnudez», Juan Manuel Romero, refiriéndose a este libro, lo calificó en su momento de escrito «en estado de gracia».

El tenista argentino es el título del último libro de Álvaro García y se trata de una novela, su primera novela. La larga introducción hecha para dar cuenta de la misma, donde se incluye un soneto y unas líneas dedicadas a Poesía sin estatua, tienen la pretensión de dilucidar parte de esta narración partiendo de dos temas presentes en el soneto, y gran parte de su poesía, y el ensayo, vale decir, el emplazamiento de la intemporalidad, esto es, la inmersión en la vida, y la descripción de lo vivido al modo de un despojamiento que lleve casi al vacío, ese Nadie odiseico y, por ese mismo hecho, un enfrentarse a la muerte, recurrente en Ser sin sitio. Y todo ello echando mano de lo que más fascina a Álvaro García, ese dar vueltas al artificio en torno a la huella dejada por la estatua retirada del pedestal. Intentar hacer algo así en narrativa es casi como una prueba de legendario movimiento de ajedrez. Si sale bien. Vladimir Nabokov lo frecuentaba con frecuencia y consiguió cumbres, como Pálido Fuego. Vayamos ahora con El tenista argentino.

La historia trata de la relación amorosa del protagonista con Daniela, mujer de Player, el tenista argentino que sigue estando, hace diez años que había muerto, sin estar a través de vestigios inexorables, como el negocio que en la Costa del Sol le dejó a ella, un negocio de tenis donde asisten iraníes, a quienes se les tiene prohibido después de la revolución ese juego: «Mi relación con Daniela fracasaría a los cuatro meses de amor hasta los límites de mi propia tumba, según contaré. Nunca como con ella he sentido que mi vida podía confiarse. Quizá por eso ella, con quién hablé mucho más que con nadie acerca de mi proyecto, es para mí no ya argumento sino motor del hecho de contar, contar aquí. Esta historia es sobre ella y como ella y por ella». Neurobiólogo, investiga sobre el miedo, comenzando por la observación de la razón de que los perros, que antes hacían el ejercicio fallido de querer enterrar los excrementos batiendo las patas traseras, poco a poco han dejado de hacerlo desde que sus dueños los recogen: «Con perros y ratones supimos que ajustar eléctricamente serotonina y dopamina era abatir el miedo que se instala de por vida, tan sin necesidad como antes, milenariamente. Nadie consideraba, sin embargo, el miedo a la vida una enfermedad suficiente. La humanidad se recreaba en su grumo». Y, ahora, sí, ofreciéndonos, quizá, una de las llaves con las que abrir cierto significado de esta novela: «Algún día se iba a ver como evidente, yo estaba tan seguro, el camino neuronal al fluir de la vida sin trauma y no digamos a la expresión desasida, algo que llevaba siglos conseguido en la música y la pintura, en casi todo arte, y avance que seguía siendo inviable en historias como las que os cuento». Expresión desasida…

El protagonista actúa como bioneurólogo, en principio, como lo opuesto a ese personaje de Bullet Park, de John Cheever, el abuelo de Marietta, el químico de intuiciones alquímicas, que creía en el concepto del hombre como microcosmos que contiene en su interior todas las partes del universo y, por tanto, pensaba que la cosa no funcionaba sólo para la fabricación de perfumes, sino que afectaba al carácter mismo de los hombres. Pero sólo en principio, pues a pesar de que su modo de enfrentarse con los relatos de claro contenido mixtificador es dinamitado por su carácter decididamente cínico: «En el patio el compañero de Filosofía, Herrera, nos explicó una tarde que las universidades funcionaban desde que medio mundo se había empeñado un día en razonar la existencia de Dios y se habían dedicado centros de piedra a eso», lo cierto es que según avanza la novela y la relación con Daniela, que en la práctica es lo mismo, esa química casi alquímica comienza a metérsenos por los ojos y en realidad casi podríamos decir que El tenista argentino participa de cierta actitud visionaria, sólo que al revés, al modo de un vaciado.

Tengo cierta obsesión por detectar buena prosa en las relaciones eróticas en nuestro idioma, desasistido, por ejemplo, de esa envidiable facilidad de que gozan los escritores franceses, deudos de una rica tradición que se remonta a Rabelais y llega a Michel Houellebecq, por poner un caso reciente en su obra La posibilidad de una isla, facilidad de la que incluso presumen autores de clara segunda fila, tal Claude Joseph Dorat y su celebrada obra, en su momento, Los sacrificios del amor, escrita al modo de Las amistades peligrosas. Tengo que decir que El tenista argentino es modelo de equilibrio pues a pesar de que a veces la relación parece tórrida, no sólo con Daniela sino con Finlandia, su gemela, las descripciones, que en esta novela podían ser claramente elusivas sin problema alguno, son abordadas directamente y de estilo tan claro que sobra, por estar a años luz, de la cursilería con que se suele abordar la cosa, igual equidistancia de la otra manera, la pornográfica o profusamente gore, de que se hace gala en la más reciente narrativa española. Sabemos, por ejemplo, que aquí hay sodomía porque se dice sodomía y punto, o que Daniela le relajaba por la inteligencia que revelaba el tener y saber ganar dinero, pero lo que le enamoraba sobre todo era cómo hacía el pino en bragas. La vida misma.

La novela parece una fábula y a pesar de ese artificio consistente en desmontar estatuas que en el fondo distraen de lo que nunca nos debe ser distraído, lo cierto es que la atmósfera que nos describe, ese Londres donde anidan en cierto momento, la Costa del Sol donde los iraníes se dedican a los amores febriles porque en su país les tiene prohibido jugar al tenis, «busqué revistas de tenis que tenían las grapas oxidadas», es exacto y goza de una peculiaridad de escalpelo casi científico. El autor es poseedor de un lenguaje tremendamente ajustado a lo que quiere decir y es tan sabio en ciertas apreciaciones que desde el principio mismo de la narración nos deja claro que nunca osará introducir venenoso lirismo en una novela. Se lo agradecemos, aquí no hay lirismo sino poesía en el sentido que le otorgaba Octavio Paz en El arco y la lira cuando afirmaba que D. H. Lawrence y William Faulkner eran grandes poetas de su época y que son los únicos que se muestran fecundos porque atienden a criterios que no se detienen en las apariencias. En este sentido, El tenista argentino es una notable novela escrita por un poeta más que notable. En cierta manera una dádiva.

 
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