Antonio López Ortega
Kingwood
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2019
296 páginas, 28.00 €
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

 

La nostalgia es el leitmotiv recurrente en los doce relatos contenidos en el libro Kingwood (2019) del venezolano Antonio López Ortega. La melancolía crea el escenario semántico para cada historia, en donde con frecuencia se describen desplazamientos, aunque muchos personajes estén inmóviles en ambientes destruidos, mientras su consciencia viaja entre las esferas del sueño y la vigilia. En todos los casos quien narra es un hombre mayor que observa incrédulo su realidad, con sólo sus memorias para aferrarse al presente. La mayoría de las veces, la tragedia íntima es espejo de la crisis venezolana; por eso, una tristeza vaga impregna incluso a los cuentos donde no es fácil identificar el contraste entre pasado y presente. Éste es el caso del que titula el volumen, donde lo onírico y lo real se juntan con la imagen arquetípica de un bosque. «Kingwood» es un prodigio del punto de vista porque moscas, hormigas y ardillas cuentan una historia en donde no se sabe si se ha cometido un crimen; tampoco importa, lo crucial allí es el estilo narrativo, que transita entre realidad y evocación, creando una atmósfera de ánimo alterado. El propósito de fijar un estado emotivo permite describir a éste y al resto de los relatos del libro como «cuentos líricos», una clasificación propuesta por Carlos Leáñez Aristimuño en 1994, en un artículo para Revista Iberoamericana refiriéndose a las primeras obras de López Ortega, publicadas hace casi treinta años. Sin embargo, la etiqueta sigue vigente para sus obras más recientes, que además de la analizada aquí incluyen a Indio desnudo (2008) y a La sombra inmóvil (2013).

No se trata de que los cuentos de Kingwood pierdan la intensidad que para Edgar Allan Poe define a la narrativa breve o descuiden el final a lo knockout celebrado por Julio Cortázar, sino de que predomina en ellos la descripción a través de elementos narrativos. López Ortega usa estos elementos para elaborar una estructura de antecedentes que dota de significado al suceso central y construye la sensación de un desenlace apropiado. Todo esto inmerso en una intensa melancolía en la que el fracaso individual signa el de la sociedad entera. Pues hay una enorme diferencia entre las emociones suscitadas por la lectura de los primeros cuentos y la lectura de los más recientes: veinte años de Revolución bolivariana, en donde la polarización política, la debacle económica y la erosión social han pasado a la literatura venezolana como lo que Miguel Gomes, crítico y narrador luso-venezolano, clasifica de «fábulas del deterioro»: relatos expresionistas llenos de imágenes de la violencia, el menoscabo y el envilecimiento de la sociedad, forjados desde la preocupación por el fracaso del proyecto moderno en el país. En otras palabras, las estructuras de sentimiento construidas en lo cuentos líricos de López Ortega, lo vinculan con el conjunto de experiencias sin interpretación intelectual que plasman en una poética del menoscabo asociado a la imagen de la nación las obras de Ana Teresa Torres, Alberto Barrera Tyszka, Gisela Kozak y Rodrigo Blanco Calderón, entre otros escritores venezolanos contemporáneos. Y por eso lo conectan con la narrativa de su tiempo. La diferencia se encuentra en que López Ortega lo logra desde una voz en primera persona que actualiza para la narrativa venezolana actual un personaje creado por la vanguardia: el insomne.

El mismo López Ortega me habló de la importancia del insomne en la literatura de nuestro país durante una entrevista que incluí en mi libro de 2013, Álbum de familia. Entonces citó el ensayo Proceso a la literatura venezolana (1975), en donde Julio Miranda explica que el insomne apareció en la narrativa como resultado de las primeras evidencias sobre el fracaso del proyecto moderno subrayadas por la guerrilla de izquierda en los años sesenta y la inclinación de narradores de la vanguardia a la descripción de personajes más que a la construcción de anécdotas. Distanciados de las ideas desarrollistas que habían inspirado a Rómulo Gallegos, autores como Salvador Garmendia (Los pequeños seres, 1959) y Adriano González León (País portátil, 1969) retrataron a la nación como una enorme urbe ruidosa e incomprensible, herida por profundas diferencias de clase; y, como consecuencia de eso, sus protagonistas se desplazan a través de sus paisajes violentos como si atravesaran un sueño.

Medio siglo después, Kingwood trasciende la ansiedad urbana de los vanguardistas. De hecho, no describe ciudades sino paisajes costeros conocidos por el autor —que vivió en Isla de Margarita—, autopistas interminables en el interior de Venezuela y, con más frecuencia, el espacio íntimo de los hogares fragmentados por la diáspora. El caminante que mira la realidad como entre sueños, echando mano de sus recuerdos para darle sentido, está allí en todos los relatos, aunque es más evidente en «Kingwood», «Cabo Negro» y «Closing».

En «Cabo Negro», un hombre narra los paseos diarios que hace con sus dos perros y los contextualiza con los recuerdos de su hijo y de su pareja, quienes le han abandonado por diferentes razones: «¿Son reales estos perros? ¿O me los he inventado para que esposa e hijo tuvieran alguna forma? Voy subiendo la cuesta del desfiladero y ya no sé si soy cuerpo o ánima, si voy solo o acompañado» (página 107). López Ortega profundiza el retrato de la nostalgia en la descripción de «la decrepitud de Puerto Real» (99). El ejercicio es característico de la obra del autor nacido en 1957, pero también describe una situación mayoritaria de su generación, la de los padres cuyos hijos se han ido de Venezuela para buscar en otros países mejores condiciones de vida. «Permanecer en Camino Real es una forma de resistir, como también carecer de relaciones», se lee en el cuento como una dolorosa epifanía de la soledad (107). Muy similar es el argumento de «Closing», en donde un hombre se empeña por mantener en pie la casa familiar de la playa, aunque le han abandonado sus tres hijos y sus dos parejas. Allí aparece el mismo universo brumoso descrito en los paseos con los perros del otro relato, pero el cierre del cuento se vincula al símbolo que propone la obra del compositor estadounidense Philip Glass, «Closing»: «La escuchaba con mar de fondo, con o sin crepúsculo, viendo a sus hijos correr y deseando la compañía de Laura o de Belinda. Y en un instante preciso, justo al comienzo, cuando el piano y el violonchelo intercambiaban armonías, que es como decir el abrazo entre retorno y voluntad, lloraba» (283).

Otros personajes que pueden describirse como «insomnes», por encontrarse entre la ensoñación y la lucidez, son los de escritores en medio de su proceso creativo, como los protagonistas de «Banner» y «Mudanzas». Ambos celebran al autor-demiurgo, que actúa como la divinidad de la filosofía platónica, pues crea y armoniza el universo de su ficción. En el primero, el personaje también es un cuentista que intenta terminar una narración sobre la vida demencial del científico David Banner, «un iluminado de la crueldad», que mata a su esposa de tres puñaladas para experimentar con compuestos radioactivos en el cuerpo de su hijo (229). En «Mudanzas» se establece la relación entre la vida real y la ficcional del autor: «Si me pudiera refugiar en un mundo paralelo, si pudiera prescindir de la cruz de los días… La ficción, aun sangrienta es la verdadera liberación», reflexiona el narrador (188). En el relato, López Ortega encubre su vida haciendo mínimos ajustes a ciertos nombres del entorno cultural donde se mueve en España y en Venezuela —aunque ni España es propiamente España ni Venezuela, Venezuela—. En la ficción, un hombre de Caraquistán —¿Caracas?— intenta terminar un cuento, durante un viaje entre Sancruz —¿Santa Cruz de Tenerife?— y Madrigal —¿Madrid?— para un suplemento cultural y repasa su vida, que es también su obra. El valor de «Mudanzas» no está en la ficción o su registro de datos del mundo literario de López Ortega, sino en algo que apreciarán sus futuros críticos: la consignación allí de su poética, en donde el personaje (como hace el escritor venezolano) digiere «la realidad en la medida en que podía transformarla en otra cosa: generalmente en una realidad paralela, autónoma». Y de hecho, este cuento es el más «insomne» de los escritos en clave de memorialista del oficio, un método narrativo que construye desde un pacto ambiguo con lo vivido.

La fuerte presencia del narrador en los cuentos de Kingwood trasciende el universo de «Mudanzas» y «Banner» y recuerda al personaje del «soñador ilustrado» que reconoció Nelson Rivera, director de Papel literario —el suplemento cultural del diario venezolano independiente El Nacional—, en Sombra inmóvil, el libro de López Ortega, publicado por Seix Barral en Venezuela (2013) y por Pre-Textos en España (2014). Son todos contadores de historias a quienes termina pasándoles algo que acaba distorsionando sus propósitos. En los relatos de ambos libros se reflexiona permanentemente con lo narrado desde la posición del que está dentro de la ficción, pero también afuera, a medio camino, involucrado pero ajeno. La narrativa de López Ortega participa de la «autoficción», una tendencia que vacila entre la autobiografía y la ficción sin nunca decidirse por ninguna, y se construye a partir de un pacto ambiguo con lo vivido. Los cuentos líricos de López Ortega, en especial los del ciclo comenzado en 2008 con Indio desnudo, los mismos que pueden clasificarse dentro de las narrativas del deterioro, no son otra cosa que las memorias que tiene un escritor insomne (López Ortega) de un país deteriorado, pero todavía vívido en su pensamiento.