Mercedes Monmany
Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX
Galaxia Gutenberg
544 páginas
POR TONI MONTESINOS

«Un viaje por la narrativa de los siglos XIX y XX», llevaba por subtítulo el grueso volumen Por las fronteras de Europa que la crítica literaria y traductora Mercedes Monmany (Barcelona, 1957) publicó en la editorial Galaxia Gutenberg, en el 2015; en él recogía muchos años de labor como investigadora y reseñista y, además del grandioso abanico de autores que mostraba, se acompañaba de un prólogo de Claudio Magris. Éste describía el libro como un «atlas espiritual» y destacaba el amor de la ensayista por sus lecturas y el consecuente resultado de enriquecer con ello las vidas de los demás, a partir de «esta summa, a la vez orgánica y fragmentaria». Y en efecto, Monmany tuvo la habilidad de entregar cientos de textos, breves en su mayor parte, y con el nexo común de pertenecer a la literatura europea, en los siglos XX y XXI, dividiéndolos en secciones geográficas y, por lo tanto, artísticas y espirituales.

En aquella ocasión, resultaba imposible destacar unos pocos autores de entre una nómina de trescientos, pero sí cabía señalar la especial querencia de Monmany por las letras italianas y centroeuropeas. Otros apartados nos llevaban a escritores sobradamente célebres y algunos otros que apenas son conocidos entre el lector español, y recorrían los países nórdicos, Rusia, Irlanda, Gran Bretaña, Holanda, Alemania, Israel, Francia, Portugal y Turquía. Siempre a la búsqueda de desentrañar los misterios de las más grandes obras literarias y, acaso más importante, de encontrar «pequeños y fugaces diamantes escondidos», como decía en la página 94 a raíz de un libro de Izraíl Métter, que el tiempo ha apartado y que el buen lector puede lograr recuperar del olvido.

Más adelante, en Ya sabes que volveré (Galaxia Gutenberg, 2017), exploró los últimos días y obras dejadas por diversas escritoras que murieron en Auschwitz: Irène Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum. Y ahora, en Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, sigue en la senda de analizar la existencia y la escritura de aquellos autores que se vieron obligados a sufrir éxodos, persecuciones, deportaciones, internamientos en campos de concentración… De nuevo, su estudio es transversal, iluminando el tránsito de intelectuales de diferentes procedencias que estuvieron acosados por totalitarismos o guerras. Desarraigo, huida, migración serían los elementos que aúnan a toda una serie, desgraciadamente tan abundante, de autores que aún por fortuna tienen una presencia editorial, cultural, entre nosotros extraordinaria.

El libro da inicio con cuatro epígrafes, dos de ellos especialmente significativos con respecto a la materia de estudio a la que nos enfrentamos. «Decir adiós es un arte difícil y amargo que estos últimos años hemos tenido la ocasión de aprender sin apenas un respiro. ¡De qué cantidad de cosas y cuántas veces hemos tenido los emigrados, los expulsados, que despedirnos!», expresó de una manera certera y sentida Stefan Zweig, en el funeral de Joseph Roth, en 1939 (ese Zweig que tres años más tarde, en perpetua huida, quiso acabar con todo, saliendo de la vida por su propia mano, en la ciudad brasileña de Petrópolis, declarándose demasiado impaciente, viéndose incapaz de seguir soportando cómo Europa se estaba suicidando). El otro texto al que queríamos aludir es de María Zambrano, perteneciente a Los bienaventurados, en que habla del abandono que se siente al exiliarse, al verse expulsado de tu lugar de origen y viendo además que, en el sitio de tu nuevo destino, como máximo se te tolera: «… Y luego, luego la insalvable distancia y la incierta presencia física del país perdido. Aquí empieza el exilio, el sentirse ya al borde del exilio. El exiliado es el devorado por la historia».

Tal cosa se comprueba a diario por poco que acudamos a los medios de comunicación, en que las historias de huidos que anhelan alejarse del horror que se vive en sus países se suceden de manera interminable. A veces, ello cobra dimensión literaria, como en el reciente La fatiga de los materiales (editorial Báltica), del checo Marek Šindelka (1984), que nos trae una intensa novela sobre un adolescente que huye de la guerra en su país, donde lo ha perdido todo. El muchacho en cuestión se dirige al Norte (probablemente a Alemania) en busca de su hermano mayor, después de que ambos lograran entrar clandestinamente en Europa, con la ayuda de una red de tráfico de personas, y se separaron nada más llegar. En el viaje, claro está, el protagonista tendrá que enfrentarse sin recursos a un medio completamente hostil y desconocido. Una situación que se da por lo común en casos anónimos y que, en contraste con ello, protagonizaron también gentes importantes, amparados en su brillantez social o prestigio internacional: los mismos que atraviesan el libro de Monmany de cabo a rabo.

Antinazis alemanes como Thomas Mann y su hijo Klaus, austriacos como Robert Musil o Franz Werfel, rusos como Vladimir Nabokov y Joseph Brodsky, que escaparon del yugo soviético para encontrar acomodo en los Estados Unidos, españoles exiliados tras la Guerra Civil como Luis Cernuda o Chaves Nogales, polacos como Witold Gombrowicz y Czesław Miłosz… Sin duda, la fuga para alejarse de los conflictos armados mundiales, del antisemitismo o de la tiranía de la dictadura de turno, en el ámbito concreto de los escritores, se hizo muy notoria; de hecho, el propio Klaus Mann, como reseña Monmany al comienzo, preparó un detallado panorama a este respecto: cerca de tres mil escritores que habían huido de la Alemania nazi en los meses posteriores a la toma de poder de Hitler en 1933, casi todos judíos, más cineastas y dramaturgos como Fritz Lang, Max Reinhardt, Oskar Kokoschka, Douglas Sirk, Max Ophüls o Vasili Kandinski. «Se trataba sobre todo de exponer al mundo que no había una sola Alemania, la de la Cruz Gamada, sino que existía otra, la del Espíritu y del Arte, que se había visto obligada a habitar fuera de sus fronteras», explica la ensayista catalana.

Esta no se olvida de aquellos que, acosados por los fascistas, cometieron el exilio definitivo: además de Zweig y K. Mann (este más tarde, en 1949), Ernst Toller en Nueva York, Walter Benjamin en Portbou o Kurt Tucholsky en Gotemburgo; ni de aquellos a los que les fue imposible la huida, caso de la familia de Némirovsky, que quedó atrapada en la Francia colaboracionista; ni de otros autores que no temieron disentir de la situación sociopolítica aun a riesgo de ser denunciados y enviados a un campo de concentración, como Friedrich Reck-Malleczewen, del que en el 2018 conocimos, gracias a la editorial Reino de Cordelia, su Historia de una demencia. Un texto en que denunciaba cómo un fanático y criminal podía llegar a erradicar cualquier forma de libertad con excusas religiosas o políticas, a partir de un turbio episodio acontecido en 1534, en la alemana Münster, y que en realidad parecía describir el terror de su propio periodo vital. Su libro sería requisado y, tras sufrir una delación anónima, sería detenido y llevado a Dachau, donde moriría pocos meses antes de la liberación del campo. 

Monmany llega a hablar de la aparición de la «exilliteratur», aquella que protagonizan «acosados, perseguidos, insultados» a los que «no les había quedado otro camino que la huida, como recordaría con amargura Joseph Roth, enumerándolos uno por uno, a los vilipendiados del pasado y a los actuales, en un artículo publicado en 1933, ya en el exilio, en la revista Cahiers juifs de París». El narrador austriaco, así las cosas, proporcionaba un listado inmenso, y estremecedor, disculpándose por aquellos autores judeoalemanes cuyos nombres no había apuntado, y destacando como «todos ellos han caído en el campo de honor del pensamiento. Todos tienen, a los ojos de los asesinos y de los incendiarios alemanes, un defecto común: la sangre judía y el espíritu europeo». Dos aspectos que estigmatizarían a tantos artistas que no podrían, en su agria época, ni tan siquiera tener tiempo de decir un simple adiós.