En La ciudad de los prodigios, sobre la documentación histórica de una época especialmente convulsa que transforma de forma sustancial la faz de la ciudad, Mendoza teje una tupida red de historias, con una capacidad de fabulación libérrima de la que de una u otra forma es protagonista Onofre Bouvila. Se trata del adolescente de humilde procedencia campesina que se hace a sí mismo y va escalando puestos en la sociedad barcelonesa, desde sus comienzos como repartidor de panfletos anarquistas por el parque de la Ciudadela, donde se instalará el recinto de la Exposición Universal de 1888, hasta convertirse en un industrial rico, cruel y mafioso sin escrúpulos. Podría considerarse una novela de formación en la medida en que Onofre Bouvila, como el pícaro literario, se forma en la dura escuela de la vida y se enriquece con la especulación inmobiliaria del Ensanche barcelonés y con todo tipo de actividades ilegales. Siempre en los diferentes espacios de esa Barcelona de los prodigios que propicia un desarrollo industrial y económico, que destruirá las murallas que la cercaban y celebrará con éxito la Exposición de 1888, transformando la ciudad, para dar paso a la expansión que culminará con la construcción de los palacios de la Exposición Universal de 1929 en Montjuic.

Barcelona está presente a lo largo de toda la novela de una manera que podríamos denominar «metonímica», pues son los habitantes, los hombres y mujeres que viven en ella, quienes hacen la ciudad y ofrecen una determinada imagen de la misma, que es dinámica y cambiante a medida que avanza el relato y el protagonista asciende socialmente. Es por ello que en la narración no hay extensas ni detalladas descripciones del espacio urbano, como ocurría en la novela realista decimonónica, tanto en catalán como en castellano: La febre d’or, de Narcís Oller, o Fortunata y Jacinta, de Galdós, son sólo dos ejemplos paradigmáticos, si bien esto mismo podría aplicarse en el ámbito europeo a las novelas de Balzac, Dickens o Tolstói, por citar tres autores por los que el propio Mendoza ha mostrado en repetidas entrevistas gran admiración.

La técnica narrativa juega continuamente con dos niveles temporales, el pasado que se describe y el presente desde el que se apostilla, se matiza y comenta dicho pasado, aunque Mendoza dejó claro en el prólogo que no se trataba de una novela histórica, sino de una «transcripción de la memoria colectiva de una generación de barceloneses». Sin embargo, para conseguir la imprescindible verosimilitud, además de la documentación histórica y social que el novelista tuvo que consultar, muy a menudo recurre a noticias procedentes de la prensa y a las revistas de la época, que inserta en la novela a modo de collage —utilizando la cursiva para distinguirlo del discurso del autor—, como John Dos Passos en Manhattan Transfer. El resultado es una ciudad poliédrica, de la que se nos da noticia de su origen fenicio, que justificará su carácter eminentemente comercial, para saltar, casi sin transición, a la Barcelona decimonónica con las primeras diligencias en 1818, que la ponían en comunicación con Reus, y los primeros experimentos del alumbrado de gas en 1826, dos hechos de gran trascendencia social que marcaron una diferencia abismal entre el desarrollo de Barcelona y el del resto de la Península. Pero ésta es sólo una de las múltiples caras de la ciudad en la que, junto al desarrollo económico, conviven la miseria, las enfermedades y las epidemias. Y, en el ámbito político, las clandestinas actividades anarquistas, que constituyen el primer empleo de Onofre Bouvila como repartidor de panfletos anarquistas en la Ciudadela. La habilidad de Mendoza consiste en dar vida a ese intrépido y ambicioso personaje y, a la vez, suministrar al lector, sin ánimo de adoctrinar y de un modo ameno, una continua lección de historia, que subraya el papel de la mencionada Ciudadela en el pasado histórico y político de la ciudad, partidaria del archiduque de Austria y contraria a los Borbones, lo que le acarrearía una durísima represión.

Son también magistrales las páginas dedicadas a los preparativos de la Exposición Universal de 1888, que se ubicaría en la Ciudadela, el arco del Triunfo y el paseo de San Juan, proyecto en el que la ciudad se volcó para competir con París, espejo en el que Barcelona siempre se ha mirado, al tiempo que buscaba conscientemente poner en evidencia los escasos apoyos recibidos desde el Gobierno de Madrid:

Mientras tanto en Barcelona la Junta Directiva de la Exposición Universal, presidida por Rius y Taulet, no dormía. Enfrentemos a Madrid con los hechos consumados, parecía ser la consigna. Los proyectos de los edificios, monumentos, instalaciones y dependencias que debían integrar el recinto de la exposición fueron encargados, presentados y aprobados y las obras dieron comienzo a un ritmo que los fondos disponibles no permitían sostener por mucho tiempo (La ciudad de los prodigios, p. 42).

 

Mientras crecía el proyecto de la exposición, Onofre se iniciaba, por la necesidad de sobrevivir y sin ningún convencimiento ideológico, en sus actividades al servicio de la propaganda anarquista dentro de dicho recinto, con el propósito de llevar la buena nueva de la revolución a los obreros allí concentrados:

El recinto de la Ciudadela había sido rodeado de una empalizada que preservaba las obras de la exposición de la injerencia de curiosos. Este cercado, sin embargo, presentaba muchos boquetes […]. Onofre Bouvila se metió cinco panfletos entre la blusa y el pecho, escondió los demás entre dos lápidas de granito, junto al muro contiguo a la vía férrea, y se coló en el recinto […]. «Vaya —pensó—, he pasado de echar maíz a las gallinas a propagar la revolución clandestinamente. Bueno, tanto da, el que vale para lo uno ha de valer igualmente para lo otro» (La ciudad de los prodigios, pp. 43 y 44).

 

Pero el joven e inexperto Bouvila pronto da muestras de no tener escrúpulos morales y se hace con el pulso de la ciudad que, por aquel entonces, estaba creciendo e incorporando al municipio los colindantes de Sant Martí de Provençals (con los barrios de la Verneda, Pueblo Nuevo y el Clot), Gracia y Sarriá, hasta entonces villas de veraneo de los barceloneses acomodados. El progreso y ascenso social del personaje dentro del espacio urbano corre en paralelo a su creciente degradación moral. Ello es muy evidente en la parte en que, mediante actividades propias del hampa y de las prácticas gansteriles, consigue enriquecerse, coincidiendo con el momento álgido del desarrollo del famoso Plan Cerdá, que dará a Barcelona una nueva imagen de ciudad moderna y ordenada, que deja definitivamente atrás la vieja ciudad amurallada. En esos momentos, la ciudad se convierte en un ser vivo, «un personaje paralelo que crece y engulle nuevos espacios, además de convertirse en el escenario perfecto en el que se moverán los personajes de ficción» (Saval, 2003, p. 51). Es la imagen más completa de las ambiciones de la burguesía industrial y comercial a la que Onofre logra burlar, especulando con extraordinaria habilidad.

Mendoza describe con gran detalle cómo, a la par que se produce el desarrollo económico, industrial y urbano de Barcelona, la ciudad es también escenario de la consolidación de las diferentes corrientes ideológicas: el positivismo, el socialismo, el catalanismo y, sobre todo, el anarquismo, tema al que había dedicado especial atención en La verdad sobre el caso Savolta. En La ciudad de los prodigios hay un acentuado interés en poner de manifiesto como todas estas corrientes ideológicas dan una imagen abierta y viva de la ciudad, en contraste con el férreo centralismo del Estado, que alcanzará su cenit con la dictadura del general Primo de Rivera, periodo en el que el protagonista tendrá que esconderse para evitar represalias. En el ámbito cultural, esta Barcelona prodigiosa ofrece el perfil de los dos movimientos más importantes que han sido la base de la cultura catalana contemporánea: el modernismo, con una serie de páginas magistrales dedicadas a Gaudí y a sus proyectos arquitectónicos, y el noucentisme. En todos estos aspectos, Mendoza mezcla con extraordinaria habilidad datos reales, históricos y contrastados con episodios fabulados y prodigiosos (sucesos insólitos, apariciones de santos), siempre teñidos de un humor irónico y hasta compasivo, muy cervantino.

La ciudad de los prodigios es, asimismo, la Barcelona canalla, la de aficiones taurinas, la portuaria, la de los bajos fondos, especialmente, el distrito v, donde se amontona y malvive el proletariado, en su mayoría emigrante, llegado a la ciudad con el afán de prosperar, como el propio protagonista. Se detiene también el autor en la ambientación de las fiestas populares, los entoldados, el ball de rams, las corridas de toros, los cafés, los restaurantes, los locales de ocio nocturno, que forman un puzle muy visual y rico en matices, y donde se transpira vitalidad y energía, a la vez que es caldo de cultivo de enfrentamientos entre bandas rivales de auténticos gánsteres por el control de determinadas zonas y actividades de la ciudad. En este ambiente en plena ebullición, destaca Onofre Bouvila, que, cual pícaro moderno, ha aprendido a sobrevivir en la dura escuela de la vida, adoptando, con un pragmatismo extremo, la postura más conveniente en cada momento, incluso sin importarle sus vínculos familiares con sus padres y su hermano, que permanecen olvidados en el ámbito rural.

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