Rita Indiana
Asmodeo
Periférica
264 páginas
Hace casi cuarenta años, el escritor cubano Antonio Benítez Rojo escribió que la literatura del Caribe es el resultado de una explosión: el sincretismo de Europa y África saltó por los aires y dispersó en las Antillas sus entrañas. Eso explicaría un modo de entender la creación artística marcado por la heterogeneidad de las formas y materiales y por la desmesura barroca. En ese sentido, la literatura de Rita Indiana, aun con las inflexiones particularísimas de una voz tan personal como la suya, es innegablemente caribeña, como prueba el hecho de que Asmodeo, su última novela, asimile como si tal cosa un sinfín de elementos dispares: los demonios que poseen y controlan a los seres humanos, que desconocen que son manejados por ellos; viejas glorias del rock y jóvenes promesas del heavy metal, con sus correspondientes dosis de drogas y de sexo brutal; una novela dentro de la novela, escrita en verso y en diálogo con la tradición caribeña del repentismo y con formas poéticas como las décimas; y una reflexión sobre la barbarie y la persistencia de las heridas que deja todo régimen dictatorial, especialmente cuando es tan largo y terrible como el que padeció la República Dominicana. Si la novela es el más elástico de los géneros literarios, Rita Indiana se recrea con estos y otros ingredientes para poner a prueba toda su elasticidad.
La trama se desarrolla en Santo Domingo durante una semana de 1992 (un año clave, el mismo en el que se sitúa una de sus novelas anteriores, Nombres y animales, de 2013, en la que una adolescente trabajaba en un clínica veterinaria mientras sus padres estaban de vacaciones en la Expo de Sevilla). El demonio Asmodeo habita en el interior de Rudy, un rockero de salud maltrecha después de haber vivido años desenfrenados, y su objetivo es buscar cuerpos más jóvenes que le permitan revivir a través de ellos, a quienes denomina sus «caballos», el vigor de la juventud. Rudy, por su parte, tiene el propósito de rehabilitarse escribiendo una ópera en verso, mientras Niurka, su amiga íntima y cuidadora, necesita enfrentarse a su pasado visitando a su torturador, un anciano obeso postrado en una cama. Este, a su vez, vive con su hija Mireya, una suerte de bruja que media con demonios y empieza a enfermar por ello, así que para sanarse se pone de acuerdo con Asmodeo a fin de que su poder, que es al mismo tiempo un don y una maldición, sea traspasado a Sayuri, una joven que mantiene un vínculo conflictivo con su madre y que se relaciona con Guinea y Claudio, dos personajes masculinos muy distintos entre sí.
Sin embargo, como suele suceder, con todo lo enrevesado que alcanza a ser el argumento, esto no es lo más relevante de la novela, cuya principal importancia radica en la forma. El personaje de Asmodeo, malhadado y lascivo, se basa en el arquetipo del demonio menor, asociado en la Edad Media con el deseo carnal y la lujuria. En El Diablo Cojuelo, la obra clásica del siglo xvii de Luis Vélez de Guevara, Asmodeo lleva al estudiante que lo ha liberado en un vuelo por el cielo de Madrid a fin de mostrarle el interior de las casas y las vidas íntimas de sus habitantes. Por lo tanto, la decisión de Rita Indiana de contar las historias de un grupo de habitantes en Santo Domingo a través de las sucesivas posesiones de un demonio le permite acceder a la interioridad de unos y de otros, a sus secretos y sus fracasos, a sus deseos y sus temores, como si de un narrador omnisciente se tratara. En una época como esta, en la que el predominio de la primera persona en la narración revela un modo predilecto a la hora de construir nuestros relatos, recurrir al subterfugio de un demonio para poder disponer de las facultades de un narrador omnisciente resulta una elección muy sugestiva. De este modo, Asmodeo es un personaje protagónico dentro de la novela y es también, al mismo tiempo, una personificación de la forma.
Rita Indiana ha demostrado, a lo largo de una trayectoria de casi tres décadas, que sabe sacar muy buen partido de sus planteamientos formales. En Papi (2005), una de sus novelas más memorables, la narración correspondía a la hija de un mafioso dominicano, una niña que se dedica a esperar a su padre ausente y cuya imaginación sin límites le facilitaba a la escritora moldear la novela a su antojo, transformándola en las instrucciones de un videojuego o introduciendo escenas de una delirante película de acción. En Asmodeo ocurre lo mismo y muchos capítulos tienen sus propias reglas, como brillantes ejercicios de estilo. Es el caso de «El pentagrama», en el centro de la novela, que de manera muy original utiliza el recurso de la amplificación mediante fragmentos que extienden progresivamente lo esbozado en los anteriores, desarrollando así las cinco líneas narrativas de la historia, que suceden de manera simultánea como las cinco voces de una composición musical, lo que pone de manifiesto el diálogo constante que la obra de Rita Indiana establece con la música tanto en lo temático como en lo estructural. Hay que destacar también otros capítulos como «La mina», sorprendentemente focalizado en el punto de vista de una hormiga, o «El engendro», una suerte de payada a lo Martín Fierro (o, si se prefiere, como se llamaría en el rap, una batalla de gallos) entre Asmodeo y su rival Icosiel. La experimentación (al menos una experimentación controlada por el buen oficio) añade capas de significado al texto, pues brinda al lector un doble plano, un doble estímulo o un doble desafío: el que tiene que ver con la trama y el que tiene que ver con la forma.
Por otra parte, no es posible soslayar el componente político de la obra, situada en el trauma de «la oscura noche de la dictadura balaguerista», lo que es una constante en la literatura de Rita Indiana. El corazón herido de la novela se manifiesta aquí y allá, cuando, por ejemplo, la joven Sayuri recorre una ciudad mugrienta, reflexiona sobre los ruidosos secuestros a plena luz del día y come un frío-frío o helado granizado mientras se abisma en reflexiones sombrías: «Pensaba en Vietnam, pensaba en Pol Pot, en la calurosa y sobreiluminada violencia de los trópicos. Pensaba en el odioso limbo de los cañaverales que producía el azúcar que ahora bajaba congelado por su esófago». O cuando Rudy conoce a Niurka y quiere impresionarla con la épica de su pezón cercenado en la tortura, pero no puede surtir efecto porque ella también le muestra su propia teta sin pezón: «La cicatriz de Niurka vulgarizaba la suya; era la marca bastarda de un operario de producción en línea». El reclamo que late entonces con más fuerza es de la impunidad de quienes cometieron los crímenes, tanto del torturador que agoniza en su cama cuidado por su hija y sin que nadie lo moleste, como del dictador, tal y como piensa Niurka: «ahí estaba velando el balcón de un torturador de los doce años de Balaguer mientras este, que había vuelto a palacio tocado con las guirnaldas de una amnésica democracia, acariciaba sus perros collie en la Máximo Gómez». En una imagen muy significativa al final del libro, se describe una avenida flanqueada por unos laureles que fueron primero plantados por Trujillo y después crecieron y entrelazaron sus ramas durante los años de Balaguer hasta acabar formando un túnel largo y frío.
Es necesario hacer también un alto en el lenguaje, que entre diferentes registros y en ocasiones destella con hallazgos líricos. Así, inclinado sobre la página, «Rudy escribía jorobado como un copista medieval embellecido por el oro que la primera luz del día sacaba a las partículas de polvo en el aire»; en otro momento, Asmodeo, dentro del humano al que posee, «se acunó contemplando el centelleante mapa del cerebro de su caballo como un náufrago que lee el firmamento buscando el camino a casa». Hay también a lo largo de la obra algunas visiones infernales tan imaginativas como esta: «Los gritos de la mujer y el demonio se convertían al tocar el aire en piedras de obsidiana que el extremo calor regresaba a su forma líquida para que cayeran al suelo como goterones de una áspera lluvia». Se trata de potentes imágenes que trasladan el sentido de lo poético a los fragmentos en prosa, mientras que los pasajes en verso destacan precisamente por su narratividad.
La novela es tan divertida como abrumadora, tan caprichosa y descabellada como plenamente consciente de sus intenciones. Asmodeo promete un viaje particular, que desde luego puede no ser apto para todos los lectores, pero aquellos que sí se adentren en su propuesta singular y salvaje disfrutarán lo que no está escrito.