POR ANTONIO JOSÉ PONTE
La censura hizo aparecer a G. Caín. El inventor de ese seudónimo ‒el más tarde novelista Guillermo Cabrera Infante‒ tuvo que vérselas varias veces con la censura y esa fue la primera, bajo la dictadura de Fulgencio Batista. Cabrera Infante publicó un cuento primerizo en una importante revista habanera, dentro del cual alguien soltaba una palabra malsonante en inglés ‒«four letter words» o «English profanities»: el personaje era angloparlante‒ y esa fue la oportunidad para la censura gubernamental, que se la tenía jurada a la revista, no por su contenido literario, sino por sus páginas de denuncia política. Bajo Fulgencio Batista, la censura iba y venía, a rachas. Por temporadas podía ser tan férrea como cualquiera otra, pero luego caía en una suerte de benevolencia o expiación ‒habría que ver cómo explicar esto con exactitud‒ que dictaba su levantamiento, y en tales ocasiones dicha revista se apresuraba a publicar toda la infamia que hubiera estado acumulando. De modo que el diálogo entre la oficina de censura y las redacciones periodísticas habaneras alternaba en sus oportunidades para una y para otras: a censura impuesta, acumulación de pruebas no publicadas; a censura alzada, avalancha de denuncias en los estanquillos. Batista administraba el poder indecisamente ‒al menos así lo vio la diplomacia española franquista, según ha recontado el historiador italiano Vanni Pettinà‒, como si le faltara convencimiento para ser pleno dictador, con escrúpulos que le vendrían de haber sido alguna vez elegido en las urnas y aclamado popularmente. A esos miramientos de dictador que querría ser apreciado como un mandatario legítimo, pero también a algunas presiones institucionales, podrían deberse los vaivenes de la libertad de prensa.

El caso es que aquella revista donde Guillermo Cabrera Infante publicara su cuento aprovechaba aquellas rachas al máximo para arremeter contra el Palacio Presidencial. Y unas palabras malsonantes en otra lengua, incluidas en un cuento publicado en sus páginas, le valió para una llamada a capítulo. Discutiendo sobre aquel detalle, censor y editor trataban, en el fondo, no de inmoralidad o indecencia, sino del escamoteo de crímenes y escándalos políticos. El propio Cabrera Infante escribió luego cómo fue detenido, conducido a varias estaciones policiales y multado. Y cómo le fuera ofrecida más tarde, gracias al nombramiento de un amigo en otra revista, la oportunidad de escribir críticas de películas siempre que se buscara otro nombre con el que firmarlas, con tal de desembarazarse de su lastre policial. Fue de esta manera que nació G. Caín. Con la inicial del nombre del autor y las dos primeras sílabas de cada apellido suyo machihembradas hasta conseguir aquel temible nombre bíblico. Un acierto tremendo para apellidar a un crítico, el nombre de quien mata fraternalmente y a quien debemos la fundación de las ciudades. Caín como apellido de la urbanidad y el asesinato dentro de la familia: la crítica. De igual manera, tuvo que ser feliz la creación de un ente a partir del choque con la censura. Que un subterfugio literario-policial pariera un personaje. Aunque para llegar hasta ello tuvieron que ocurrir otros encontronazos más severos con la censura. Como diría Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai ‒tal vez cito inexactamente‒ «tuvieron que pasar muchos hombres para que yo me llamara Shanghai Lily». Tuvieron que pasar muchas reseñas para que G. Caín se convirtiera en G. Caín. Reseñas espléndidas, agudas y divertidas, textos que han hecho por la crítica de películas lo que Borges hiciera por la crítica de libros: excusas perfectas para la felicidad, la lengua y la ficción. Pues de uno y otro autor, de unas y otras reseñas, trasciende una alegría contagiosa, comunicativa, que nos empuja a ver películas y cazar libros, y es una felicidad que no termina con esas obras ni con lo que dijeron ellos de esas obras, y llega uno a suponer que Borges, Cabrera Infante, libros y películas, no son más que justificaciones para que exista una alegría así, para la cual también uno, como lector y espectador, deviene pretexto. De no haberse recogido tempranamente en un volumen, muchas de las reseñas escritas por G. Caín habrían sido material desperdigado por las páginas de viejas revistas, objetos de sorpresa más o menos póstuma, y no habría podido hablarse de la obra de G. Caín. No habría podido hablarse del papel central que tuvo esa obra en la narrativa de Guillermo Cabrera Infante.

Tal como la censura batistiana propició el nacimiento de G. Caín, debemos a la censura castrista ‒triste deuda miserable deberle a la censura‒ la metamorfosis de G. Caín en personaje. Hasta entonces había sido solamente un seudónimo, el seudónimo de un columnista que se ocupa de recomendar estrenos cinematográficos, pero a partir de la publicación de Un oficio del siglo XX (Ediciones R, La Habana, 1963), G. Caín fue personaje. Aquel volumen recogía una selección de las reseñas publicadas bajo el seudónimo de G. Caín y las acompañaba de su retrato. Eran, en un solo tomo, vida y obra de G. Caín, a quien ya entonces se daba por muerto. Guillermo Cabrera Infante cometió en ese libro la artimaña de rodear de ficción aquella junta de reseñas. Dio a esas mil y una noches de cine la coartada perfecta que lo encerrara todo y, así como la historia más inolvidable de todas las del famoso libro árabe es aquella que incumbe a Scherezada, es la biografía de G. Caín lo más memorable de Un oficio del siglo XX. Hay, en el epílogo de ese libro, la más hermosa descripción de la entrada a la oscuridad de un cine, un fragmento de la mejor prosa que haya escrito Cabrera Infante en toda su obra. Para sacarse de encima la censura batistiana, se hizo de un nombre ficticio con el cual operar. Para resarcirse del golpe de la censura castrista, llenó de ficción ese nombre, le inventó una biografía, lo sorprendió entrando y saliendo de los cines de La Habana. Consiguió incluso que un caricaturista lo dibujara en varias páginas del libro, bastante a usanza suya.

Para que no existiera en el país una censura como la batistiana, para que en adelante no existieran crímenes políticos y el ocultamiento de esos crímenes, se había hecho una revolución y vendría una nueva época. Todo eso fue prometido. Y, sin embargo, no dejaron después de ocurrir más crímenes políticos, ahora legitimados, pues el concepto de revolución supone la legitimación del crimen político, y más efectivamente tapiñados que en la dictadura anterior, hasta el silencio total sobre esos temas. Nada de titubeos entre una vocación dictatorial y unos pruritos democráticos: Fidel Castro buscaba desde el principio hacerse de un poder sin fisuras. Había llegado hasta allí gracias a su sagacidad para aprovechar las oportunidades de la dictadura de Fulgencio Batista, a su cálculo de las oscilaciones de la libertad de prensa, gracias a la amnistía que el dictador dictara a favor suyo y de sus compañeros de conspiración. Si quería ejercer totalmente el poder, tendría que cuidarse de no propiciar oportunidades como aquellas que había tenido él. Ni una temporada desprovista de censura, nada de amnistía política. Por el contrario, muy extensas condenas a prisión ‒cuando no fusilamientos‒, vigilancia exhaustiva y ocupación de cada una de las redacciones periodísticas, y una administración central de la verdad: la verdad sería oficial y única. Así fue cómo desapareció en Cuba la libertad de prensa. Todo ello con la alegría y la complicidad del joven Guillermo Cabrera Infante, que se benefició del periodismo que prometía aquel nuevo estado de cosas y que creyó en esas promesas y saludó los fusilamientos y viajó en el séquito de Fidel Castro por todo el continente americano y ocupó la dirección del más importante suplemento cultural: Lunes de Revolución. Para luego comprobar, tan poquísimo tiempo después, que la censura resultaba más imponente esta vez, y más peligrosa, e iba a encontrarlo completamente indefenso. ¿Completamente? No del todo, al parecer. Prohibida la exhibición de un cortometraje que él produjera desde Lunes de RevoluciónPM (Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, 1961)‒, fue clausurado en consecuencia el suplemento literario que dirigía, y Guillermo Cabrera Infante se quedó sin trabajo. Quedó a expensas de la magnanimidad de las autoridades, que poco tiempo después terminarían otorgándole un destino diplomático en Bruselas. Y también su hermano, codirector del cortometraje de la disputa, fue enviado a una embajada. Cabrera Infante decidió entonces volver a sus reseñas cinematográficas publicadas en revistas para republicar un buen grupo de ellas en forma de libro. Y es en este punto, en el de dar forma, en el de conformar, que se hará tan importante para su narrativa esa compilación de reseñas. Pues Un oficio del siglo XX pudo servir a su autor como aprendizaje de la composición de un libro. Pudo haberle enseñado un recurso del cual echará mano abundantemente luego: la recomposición, la ordenación de antiguos materiales con el fin ‒a veces no conseguido, hay que decirlo‒ de hacerlos parecer materia nueva y sorprendente. Lo que hace más notable a Un oficio del siglo XX es lo imaginativo de su composición, el haber sobrepasado la sumatoria de reseñas apelando a la biografía ‒el libro cuenta la pasión de G. Caín‒ y al ensayo ‒que cuenta, en general, la pasión por el cine‒. Y venía a demostrar que a Cabrera Infante y sus colegas podrían prohibirle la aventura de la realización cinematográfica, pero no podrían quitarle esa felicidad de antes y siempre suya, a la que iba a dedicarle ese primer libro y luego otros.

Arcadia todas las noches vendrá también de ese tiempo de censura, de una serie de conferencias sobre cine que le permitieron ofrecer por entonces.