Ahora que tenemos al alcance toda su obra de reseñista de la época, recogida en el primer volumen de las Obras completas (Círculo de Lectores‒Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012) valdría la pena detectar qué piezas incluyó en Un oficio del siglo XX y cuáles dejó fuera. Puesto que componía su libro después de haber estado expuesto a la censura, bajo amenaza de censura, y como no es difícil suponerlo cauto y rebelde a la vez, valdría la pena sopesar cuál debió ser la oportunidad para cada una de aquellas piezas. A la larga no escritas por él, sino por un G. Caín a quien ya se daba por muerto. Y para dar fe de ello, el ilustrador del libro había dibujado su lápida mortuoria.

Un oficio del siglo XX puede leerse en clave de discusión con la censura revolucionaria. Con la censura castrista, nunca mejor dicho, pues fue el propio Fidel Castro quien decidió la operación contra PM, y fue a su autoridad a la que apelaron los comisarios culturales para que fuera él y no otro quien dictara veredicto. Había sido una pelea por el control total del cine nacional, entre la cúpula del recién fundado Instituto del Cine y un grupo de cineastas primerizos que intentaba ir por cuenta propia. Había sido una pelea entre la amenaza de estalinismo representada por militantes comunistas que accedían a puestos decisorios sobre la cultura y la amenaza avistada por esos militantes de una posible contrarrevolución a la húngara. Había sido también ‒y las razones podrían extenderse aún más‒ una pelea entre seguidores del neorrealismo italiano y seguidores del free cinema. La acusación más sostenida sobre esos trece minutos de película era que ofrecían un retrato parcial de la vida del país. En su afán totalizante, los comisarios políticos no se conformarían con rincones que consideraban tan poco emblemáticos. ¿Cómo podía una cámara, a la altura de esos tiempos, dedicarse a recoger la diversión de cualquier noche habanera? ¿Qué lectura política podría tener aquello? Estas y otras que se hicieron entonces eran, como todas las preguntas que los comisarios políticos se hacen en voz alta, preguntas retóricas, conversación con que llenar el silencio entre tijeretazo y tijeretazo. Años antes de que fueran discutidos tales temas, en una dictadura anterior, la crítica de cine de G. Caín publicada en revistas se había ocupado de algunas películas soviéticas ‒pero entonces no existía el peligro inminente de lo sovietizante‒, se había encargado de declarar el neorrealismo un camino agotado ‒pero entonces no se discutía acerca de su pertinencia para un cine nacional‒ y había denunciado la visión imperialista de cierto cine ‒pero entonces el antimperialismo no era aún ingrediente principal de la propaganda revolucionaria‒. Volver ahora sobre esas piezas las revestía de nuevo significado y harían de Un oficio del siglo XX una sibilina continuación de aquellas controversias. El ordenamiento en forma de libro de aquellos trabajos periodísticos, permitía a Guillermo Cabrera Infante hablar después de haberse dicho la última palabra, que fue la de Fidel Castro ‒no es casual que durante más de cincuenta años lo único que trascendiera de aquellas tres reuniones en torno a la prohibición de PM fuera el discurso de clausura del Comandante en Jefe. Únicamente a ese discurso se le dio el derecho de pervivencia‒. Con su libro, Cabrera Infante discutía con los nuevos jerarcas del cine, dueños ya de todo el poder. Eran viejas palabras, podría haber dicho en su defensa. Eran viejas palabras proféticas, podría decir en alabanza propia. Y esa pulsión de reordenar y recomponer tan presente a lo largo de su obra literaria denota, además de alguna esterilidad, una necesidad de lo profético. La idea de que, barajado de otro modo, renacido, determinado texto encontrará su cumplimiento, su lucidez definitiva. O tal vez su definitivo lucimiento.

Dos años después de la publicación de ese libro, en 1965, destinado como diplomático en la Embajada de Cuba en Bélgica y de permiso en La Habana a causa del fallecimiento de su madre, Cabrera Infante quiere volver a ver King Kong, programada en la sala de la cinemateca nacional. La noticia aparece, mínima, en su crónica de entonces publicada póstumamente: Mapa dibujado por un espía (Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013). Invita a una muchacha al cine y la ocasión, que intenta corresponder a épocas más felices de otros libros suyos, se convierte en señal de los nuevos tiempos: un cambio de programa ha hecho desaparecer la película estadounidense y, en su lugar, proyectan una película checoslovaca que no vale la pena. Las salas de cine, como los clubs nocturnos, como toda La Habana, comienza a serle ajena. La distribución cinematográfica está dictada por el instituto oficial de cine que entendiera como gesto peligroso la exhibición de PM. Está el peligro de quedarse allí, de cerrársele la oportunidad de viajar al extranjero, de quedarse entrampado en La Habana. Visita antesalas ministeriales, intenta sonsacar información sobre su caso, pide a amigos en puestos importantes que intercedan por él. Necesita que la burocracia lo ratifique en su puesto o lo mande a otro, pero lejos de allí. Ha recibido el Premio Biblioteca Breve por una novela a punto de publicarse, que será conocida como Tres tristes tigres (Seix Barral, Barcelona, 1967), pero que aún lleva otro nombre. Desea estar en Barcelona para cuando salga ese libro y utilizará fragmentos de él para seducir a las autoridades cubanas. Publicados junto a una entrevista suya, constituirán un recordatorio de cuán útil podría serle el joven autor a la imagen internacional del régimen. Alejo Carpentier ha tenido un gran éxito con El siglo de las luces. Los jerarcas de la administración cultural hablan maravillas de la novela, han hecho de ella lectura recomendada para el ejército. Se dice incluso que le ha gustado mucho a Raúl Castro. Y, sin embargo, apenas Carpentier adelanta un capítulo de una nueva novela suya centrada en la lucha de Fidel Castro y sus hombres, empieza a desvanecerse el reconocimiento oficial de su talento. Muy bien que la emprendiera con la Revolución Francesa en las colonias americanas, pero iba a ser mejor que dejara en paz una revolución tan cercana en la cual, por otra parte, no había participado y que no conocía en detalle. Como alcanzara a comprobar Cabrera Infante, en las más altas esferas se preguntan si no sería mejor que Carpentier abandonara ese proyecto. Se trata, como es de suponer, de una pregunta retórica. Carpentier no publicará nunca esa novela y no seguirá escribiéndola. La censura, en ocasiones, podía hacerse disuasoria. El episodio habrá constituido también una lección para Cabrera Infante a la hora de reescribir su novela premiada en Barcelona. Porque la reescribirá. Tiene, además, una razón de mayor peso para ello y es su descontento con la nueva sociedad cubana, con lo que han conseguido las directivas revolucionarias. En la crónica de su estancia habanera habla de habitantes que caminan como zombies, de una brillante capital en camino acelerado hacia la ruina. ¿Cómo celebrar entonces una gesta que ha conseguido traer todas aquellas destrucciones? La novela que en un par de años se llamará Tres tristes tigres merece ser reescrita. Merece, a la luz de lo visto en su retorno al país natal, ser repensada. Pero en Barcelona existen ya galeradas impresas y si acaso él consigue rehacerla será gracias a la censura. Otra vez la censura. Otra censura.

Luego de atravesar en su país la censura batistiana y la censura castrista, Guillermo Cabrera Infante topará con la censura del régimen de Francisco Franco. La impresión de la novela encontrará obstáculos. Aunque resultan, a la larga, obstáculos felices, ventajosos para el escritor, que aprovechará el retardo que la censura le regala. Los reparos del lápiz rojo en ciertas imágenes eróticas le permitirán reescribir ese libro, cuya trama terminará centrándose en La Habana de los años en que G. Caín escribía y publicaba sus reseñas de cine. La censura en España le dará un margen de tiempo para, más que reescribir la novela, refundarla. Entre una y otra versión de Tres tristes tigres cabría, como fantasma, la crónica de Mapa dibujado por un espía. Cabría el desastre nacional que esa crónica describe. Y cabría también el descontento de los comisarios políticos cubanos por el abordaje novelístico de Alejo Carpentier. Cabrera Infante tendría que ser cauteloso con sus críticas a la situación en Cuba. Cualquier inconformidad suya podría atraerle el rechazo de su editor, Carlos Barral, simpatizante de la revolución cubana. Habría pues que satisfacer a la censura, no alarmar al editor y no oponerse, al menos frontalmente, a lo que había visto en su país. Guillermo Cabrera Infante ha afirmado que Tres tristes tigres es la continuación, como novela, de PM, el cortometraje censurado. La frase es una variación de la de Von Clausewitz acerca de la guerra como continuación de la política. Según esa ecuación, si PM había sido la política, TTT ‒así abreviaría él el título de su novela‒ era la guerra. Era como continuar las carreras abortadas de algunos realizadores. Era darle voz a la noche de La Habana, clausurada. Cada uno a su manera impertinente, los aparatos de censura de Fidel Castro y de Francisco Franco ayudaron a conformar Tres tristes tigres tal como la conocemos. En el origen, en La Habana, estuvo la censura. Y la censura en España propició su perfección.