Fernando Larraz y Javier Sánchez Zapatero (editores):
Los restos del naufragio
Relatos del exilio republicano español
Salto de Página, Madrid, 2016
384 páginas, 22.50 €
Sin duda, la literatura del exilio español de 1939, antaño marginada, se ha convertido en los últimos años en una de las parcelas más vivaces de los estudios filológicos. Paradójicamente, esto no se ha reflejado en el canon literario más difundido, el de las obras que se explican en los institutos de educación secundaria y en los libros que asociamos con determinados años. Estamos aún muy lejos de una historia literaria que, como pedía el escritor y crítico Carlos Blanco Aguinaga, él mismo exiliado, tenga en cuenta simultáneamente las obras escritas a los dos lados del Atlántico, y aún hay que recordar que 1942, por ejemplo, no fue sólo el año en que Camilo José Cela publicó en Madrid La familia de Pascual Duarte, sino también el de Crónica del alba, de Ramón J. Sender, editado en México, o que, cuando, en 1945, Carmen Laforet publique Nada en Barcelona, en México aparece Campo de sangre, de Max Aub.
El olvido que aqueja a muchas valiosas novelas publicadas en el exilio (¿quién ha leído El diario de Hamlet García, de Paulino Masip, o Cumbres de Extremadura, de José Herrera Petere, más allá de un grupo de especialistas?) es aún más grave en el caso de la narrativa breve, siempre más difícil de ubicar editorialmente. Por eso, la antología preparada por Fernando Larraz y Javier Sánchez Zapatero, profesores, respectivamente, en las universidades de Alcalá y Salamanca, y publicada con hermosura por la editorial Salto de Página, era un libro necesario, más allá de tantas ediciones de instituciones locales y provinciales, a veces valiosísimas, pero de inevitable escasa difusión.
En su prólogo, los editores resaltan dos rasgos diferenciales de lo que fue el exilio de 1939 en comparación con otras diásporas anteriores: su carácter masivo y su larguísima duración. Frente a ciertos tópicos, inevitables cuando se quiere tratarlo apenas como un epígrafe, hablan de la «enriquecedora complejidad» y la «heterogeneidad inherente al éxodo republicano», que se refleja en la muy distinta manera de vivir el exilio de Max Aub, empeñado en hacer de su condición de exiliado el lugar desde el que construía su imagen de intelectual, y Francisco Ayala, que consideraba dicha condición como casi irrelevante; o Clemente Airó, integrado por completo en la sociedad colombiana, y José Herrera Petere, destrozado por el desarraigo en Ginebra. Dejando aparte algún lugar común algo desafortunado de los prologuistas, como el de hablar de la «literatura deshumanizada y experimental» que habrían superado muchos de los exiliados para adoptar una posición «intensamente comprometida» con los problemas de su época, las páginas introductorias sitúan de forma adecuada esta antología, articulada en tres grandes bloques.
El primero de ellos, titulado «Memoria de España y de una guerra», contiene seis relatos ambientados en España, en un pasado evocado por los autores. Llama la atención la situación predominante en un medio rural, donde la guerra es más bien presentida que escenificada, como en «Mosén Anselmo», de José Ramón Arana, o «El alfar», de Paulino Masip, donde la diversión de unos señoritos, destrozando a pedradas la artesanía de un anciano, prefigura ominosamente la violencia desatada unos años después. En el cargado de simbolismo «Juan de la tierra», Juan Chabás narra la esforzada vida, desde su infancia, de un joven valenciano, a través de su educación truncada, a pesar de sus dotes, por la obligación del trabajo, primero, como labrador y, después, en la pesca de bajura, que termina con su reclutamiento durante la Guerra Civil española. En «Aventuras de tres pilluelos», de César M. Arconada, la guerra aparece de nuevo a través de la mirada infantil, en este caso, de tres huérfanos que sobreviven en el Madrid asediado, con cuya defensa se identifican tanto como sus mayores. Los dos últimos relatos de esta sección, «Cirios rojos», de Segundo Serrano Poncela, y «Esplendor de Teresa», de María Teresa León, enfrentan a sus protagonistas con la despiadada represión en la retaguardia de la zona bajo control de los sublevados. Mientras que el primero nos pone en la piel de un impresor republicano que, en la Salamanca de los primeros días del alzamiento, busca desesperadamente refugio en la casa de una mujer soltera y devota, cuyo engañoso nombre es María del Refugio, el segundo muestra el heroísmo ejemplar de la pareja formada por Teresa y Lucas, dispuestos al sacrificio antes que a delatar a los guerrilleros, verdadero mito en la narrativa de autores comunistas. Bajo la apariencia melodramática del argumento, se ocultan insondables simbolismos y deseos sacrificiales en la identificación sugerida por la homonimia entre autora y protagonista.
El segundo bloque, «Por los caminos del exilio», muestra la visión de siete narradores exiliados sobre las nuevas realidades de los países de acogida. Si en su ensayo El sol de los desterrados, Claudio Guillén oponía la visión universalista del exilio como apertura a un impulso solidario que amplía la visión del mundo del escritor con la percepción del destierro como mutilación y desarraigo del entorno natural del autor, en los primeros dos relatos seleccionados predomina la segunda, con un tono melancólico y marcado por el recuerdo que a veces se trata con humor, como hacen tanto el donostiarra Simón Otaola en «¡Esa mala hierba, el escepticismo!», protagonizado por el refugiado Prudencio Romeral, asiduo asistente a los funerales de sus compañeros de exilio en México, como el malagueño Esteban Salazar Chapela, cuyo «Destino y casualidad» narra la peripecia de un refugiado español en Inglaterra, dividido entre el amor de dos mujeres, igualmente exiliadas españolas. En ambos relatos, las sociedades de acogida aparecen apenas como trasfondo. En cambio, el resto de narraciones escogidas rebaten o al menos matizan aquella crítica de Francisco Caudet en su Hipótesis sobre el exilio republicano de 1939 (1997), donde achacaba ignorancia y desinterés de los exiliados por las sociedades latinoamericanas y por otros exilios antifascistas. Así, en «Gentes al margen», el segoviano Pablo de la Fuente relata las vidas imbricadas de los judíos austriacos refugiados en Chile, a partir de la supuesta narración que le hiciera Kurt, que ve a sus antiguos amigos y conocidos de Viena como «restos de un naufragio». En este cuento, precisamente por no mencionarse a los exiliados republicanos españoles, surge con más fuerza en el lector el paralelismo de su situación con la de los supervivientes de otros fascismos europeos. Por su parte, el guipuzcoano Martín de Ugalde, en «Un real de sueño sobre un andamio», describe las duras condiciones de trabajo, los miedos y las nostalgias de los emigrantes italianos que trabajaban construyendo los rascacielos de Caracas.
En cuanto a José Herrera Petere, paradigma de exiliado obsesionado con la patria perdida, su relato «El indio enigmático y solo», cuyo título podría hacer pensar en una percepción como la de Cernuda sobre los indios como enigmas indescifrables, se propone una difícil visión desde dentro. La peripecia del indio Jerónimo es una travesía por los signos de la historia de México desde su aldea a la Ciudad de México, donde le asaltan los signos de la conquista de América por los españoles. El viaje al centro de la civilización, desde sus márgenes, se traduce en una progresiva alienación de Jerónimo, que ya en el tranvía que toma en las afueras es empujado, exclusión que irá en aumento a medida que se adentre en la ciudad.
Por su parte, Clemente Airó, escritor de los más olvidados del exilio, aunque bastante reconocido en Colombia, su patria de adopción, describe en «El hechizado» la fascinación enfermiza de un refugiado español por la mulata Mercedes, y Ramón J. Sender, en «El buitre», adopta la atípica focalización de un ave carroñera que devora el cadáver de un hombre.
El último apartado del libro lleva por título «La vuelta imposible». El filósofo Adolfo Sánchez Vázquez, tan cargado de galardones mexicanos como poco leído en España, trató en su ensayo «Fin del exilio y exilio sin fin» el trauma del regreso para el desterrado político y Max Aub dedicó a éste su trilogía dramática Las vueltas. De los cuatro relatos escogidos, el primero, «La luz en la ventana», del salmantino Jesús Izcaray, se distingue por su tono militante: el protagonista, miembro del Partido Comunista Español, ha retornado de incógnito, jugándose la vida, para organizar una célula en una fábrica, pero pasea de forma temeraria bajo la ventana de la vivienda de su esposa y su hijo, a los que se priva de verse. Pese a lo doloroso de la situación, el anónimo personaje camina «ligero y leve, como si lo llevase en volandas aquella fuerza que lo empujaba», obviamente, la de la historia que debía ir en su favor. Los relatos siguientes, en cambio, presentan una imagen de amargo desencanto. En «La mujer de Fabián», el jienense Manuel Andújar presenta, desde la primera persona y desde la llegada de su protagonista a España, ese desajuste con sus compatriotas, en un estilo, como siempre, algo ampuloso: «Descubrí, y la sensación infundía extraño aplomo, que mi memoria había cambiado. Las percepciones reales no armonizaban con las imágenes —estampas, a veces— que custodié. Los desniveles de tono y de color significaban una transformación cualitativa».
Mucho más natural y auténtico es «El regreso», de Francisco Ayala, donde narra la vuelta de un exiliado gallego a Santiago, su impresión al saber que uno de sus amigos había dirigido el grupo que pretendía prenderlo para ejecutarlo y su búsqueda obsesiva del mismo, sólo para descubrir que la suerte de éste no fue mejor que la suya. Cierra la antología «El remate», de Max Aub, relato hecho de unos «diálogos entre exiliados» mucho más desesperados que los de Bertolt Brecht: el narrador, exiliado en Francia, en cuya sociedad se ha integrado, recibe la visita de Remigio, escritor exiliado en México y con muchos rasgos en común con Max Aub. El encuentro despertará los amarguísimos recuerdos de la despiadada represión en Sevilla, a la que el protagonista sobrevivió de milagro, que revive a la vez que lee el encomiástico artículo que el ABC dedica a Queipo de Llano en su fallecimiento.
Aunque es de lamentar que esta selección no referencie los libros de los que se han extraído los relatos, sin duda incita a ampliar la lectura de autores tan valiosos como poco conocidos, muchas de cuyas obras resultan inaccesibles hoy en día. Esta antología demuestra la urgencia de la reivindicación de esa otra literatura española escrita bajo otros cielos.