POR JOSÉ MANUEL CAMACHO DELGADO
La portada de la primera edición de Cien años de soledad, publicada por la editorial Sudamericana (Buenos Aires, 1967), resultó tan impactante como premonitoria: un barco en medio de la selva, aunando en una misma secuencia plástica el mundo marinero y el espacio selvático, escenarios privilegiados en la gran epopeya del Nuevo Mundo. Poco o muy poco ha trascendido de aquellos días en que se estaba elaborando el libro, en medio de una gran expectación, pero lo cierto es que unos meses más tarde, cuando el éxito de Cien años de soledad había alcanzado niveles hiperbólicos y sin precedentes, y la avalancha de lectores de todos los rincones del planeta se había convertido en un nuevo asunto del realismo mágico, el escritor cataquero, asediado por los mil compromisos periodísticos y las inevitables entrevistas promocionales, contestaba lo siguiente a las preguntas de Armando Durán:

«En mi caso personal, no tengo autores favoritos sino libros que me gustan más que otros, y éstos no son los mismos todos los días; además no me gustan porque los crea mejores sino por razones muy diversas y siempre difíciles de precisar. Esta tarde, por ejemplo, haría la lista siguiente: Edipo rey, de Sófocles; Amadís de Gaula y Lazarillo de Tormes; Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; Primer viaje en torno del globo, de Pigafetta; Tarzán de los monos, de Borrought [sic], y dos o tres más. No sé lo que esta lista pueda significar para los críticos, pero esta tarde es honrada, aunque probablemente no lo sea mañana. Por cierto, que desde hace años no puedo soportar a Faulkner, y las novelas, en general, me aburren. Hace varios años que sólo me interesan las crónicas de navegantes» (Durán, 26).

En medio de un bosque bibliográfico donde se recogen entrevistas de toda condición y forma, donde son frecuentes las preguntas repetidas, los comentarios reiterados, cierto tono impertinente sobre las influencias literarias que acaban restándole méritos propios al mismísimo escritor, la entrevista de Armando Durán puede ser considerada modélica porque, como dice García Márquez, «esta tarde es honrada», y esta «honradez» le permite expresar, sin tapujos, el hartazgo que le producen las constantes recurrencias a Faulkner, como si él no hubiera creado su propio topos mítico más allá de la alargada sombra de Yoknapatawpha, o la fascinanción que le producen obras que engarzan tradiciones literarias fundamentales que van del mundo clásico a la novela de aventuras. No deja de sorprender, a modo de provocación, que diga que «las novelas, en general, me aburren» en el contexto en que su propia obra lo ha situado de golpe en el parnaso de las glorias literarias del siglo. Sin embargo, lo que parece verdaderamente esclarecedor es la sentencia con que cierra la respuesta: «Hace varios años que sólo me interesan las crónicas de navegantes».

Es evidente que la obra garcimarquiana ha sido estudiada e interpretada desde todos los ángulos posibles, filtrando al detalle cualquier información mítica, folclórica, histórica o literaria, para asombro de unos lectores que vieron cómo aquel escritor nacido en un pueblo remoto de Colombia, hijo de un telegrafista, era capaz de utilizar técnicas, estrategias y procedimientos narrativos de una complejidad extrema, presentados con la facilidad y sencillez características de los grandes contadores de cuentos de la tradición oral, como escribió Ricardo Gullón en uno de los estudios pioneros: García Márquez o el olvidado arte de contar (1970). No obstante, en medio de la vorágine bibliográfica hay un filón interpretativo que ha sido poco estudiado y que tiene que ver con los personajes, mitos y arquetipos procedentes del ámbito marinero.

García Márquez se ha definido siempre como un escritor costeño, un narrador del Caribe, que necesita el calor y la humedad como marcas identitarias, que ha sabido retratar como nadie las espesuras inquietantes de la selva, los campos sembrados de bananos, el calor asfixiante y las lluvias torrenciales, o los personajes que parecen sobrevivir en el sopor de la siesta y que dormitan de una novela a otra. Ese mundo tan presente en sus primeras novelas se expande y amplía cuando certificamos en la biografía del escritor la presencia de localidades como Cartagena de Indias, Santa Marta o Barranquilla, que aportan visualmente el mar de fondo, con sus ristras de náufragos, las murallas atornilladas a la costa con sus cañones oxidados para aviso de piratas y otros maleantes del filibusterismo y toda la mitología marinera donde no faltan los buques fantasma, las islas abarrotadas de cocoteros que esconden tesoros fabulosos con su mapa de postín, los ahogados de belleza rutilante y condición mesiánica o las criaturas más espantosas procedentes de las oscuridades abisales del océano.

Es tan evidente esta aportación marinera al ámbito de su narrativa que resulta sorprendente el vacío interpretativo sobre estos asuntos que, como hemos dicho, están en esa primera cubierta de Cien años de soledad, a pesar de que dos pioneros en la crítica garciamarquiana, como Iris Mª Zavala y Emir Rodríguez Monegal, pusieron el dedo crítico sobre la presencia de personajes históricos como Francis Drake o sir Walter Raleigh, procedentes del mundo de la piratería y el corso. Rodríguez Monegal lo interpretó en un sentido lúdico, casi como un juego metahistórico, al que llamó «divertido anacronismo». Algo más tarde, la escritora Iris Mª Zavala analizó la figura de Francis Drake como un elemento clave que hacía de Cien años de soledad la última y, quizá, la más bella de las crónicas de Indias. En su monumental obra Gabriel García Márquez. Historia de un deicidio, Vargas Llosa llamó la atención sobre la importancia que adquiría la «localidad marinera» en muchos de los cuentos y relatos que habían nacido como variaciones de Cien años de soledad. Pero fue Michael Palencia-Roth, uno de los grandes especialistas en el Nobel cataquero, quien en 1983 puso el foco interpretativo sobre esta visibilidad del mundo marinero en la narrativa garcimarquiana:

«El mar -que había cobrado importancia por primera vez en la ficción de García Márquez en “El mar del tiempo perdido”- figura como localidad de la acción en cinco de los seis cuentos discutidos en este capítulo. Inclusive en el último cuento de la colección, el de la cándida Eréndida, se nota la presencia del mar, ya que las aventuras de Eréndida terminan en la playa. En El otoño del patriarca el mar llega a ser una obsesión constante del personaje principal» (Palencia-Roth, 136).

Más allá de estas intuiciones críticas, lo cierto es que este universo marinero y sus conexiones con la literatura de aventuras está presente en el engranaje mítico de Cien años de soledad y forma parte de los mecanismos reguladores del mundo mágico de Macondo. En realidad no son dos, sino tres los piratas que aparecen en la novela, cada uno de ellos con una intención histórico-literaria y un sentido estético muy particular. El cruel y temerario Francis Drake (más tarde nombrado caballero) comparte ficción y espacio narrativo con el corsario-poeta e historiador sir Walter Raleigh y el ilustrado Víctor Hugues, éste último en homenaje a El siglo de las luces de Alejo Carpentier. De alguna manera García Márquez representa todos los momentos de la piratería a través de una secuencia que arranca a finales del siglo xvi, con los ataques brutales de Francis Drake a las costas del virreinato de Nueva Granda, sigue con los sueños utópicos y doradistas de Raleigh en pleno siglo xvii y culmina con Víctor Hugues, representante de la Ilustración, quien viajó hasta el Nuevo Mundo portando en su bergantín la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y la temible guillotina para hacerlos cumplir. A estos tres personajes ficcionalizados en su novela, García Márquez añadió uno de su propia cosecha, el intrépido José Arcadio, el hijo pródigo capaz de dar sesenta y cinco vueltas al mundo enrolado en una «tripulación de marineros apátridas» y regresar, completamente tatuado, de los pies a la cabeza, hablando «un español cruzado con jerga de marineros», tras haber presenciado y vivido aventuras que suponen un viaje a través del túnel del tiempo.

Ahora bien, ¿de dónde le viene a García Márquez esta fascinación por lo que él llama «crónicas de navegantes»? Es evidente que la preocupación por estos temas se remonta a sus lecturas infantiles y juveniles, en sintonía perfecta con los otros miembros del boom de la narrativa hispanoamericana, en cuyos pupitres no faltaron las novelas de clásicos como Herman Melville, Robert L. Stevenson, Emilio Salgari, Jack London, Julio Verne, Jonathan Swift o Daniel Defoe, novelas clásicas de la epopeya marinera, a las que habría que sumar, con el paso de los años, textos de gran calado historiográfico (y literario) a los que volvió una y otra vez, como el Diario de Cristóbal Colón, los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el Libro de las maravillas de Marco Polo, El carnero de Juan Rodríguez Freyle, el Libro de las Maravillas del Mundo de Jehan de Mandeville, El primer viaje alrededor del mundo de Antonio Pigafetta, el Diario de Francis Fletcher, compañero de Drake, los Infortunios de Alonso Ramírez de Sigüenza y Góngora o el Discovery de Raleigh. Esa primera información literaria y cronística debió ser completada con el impacto visual de los pueblos de la costa colombiana, con su escenografía colonial a prueba de asaltos piráticos, con enormes murallas horadadas por la sal y los cañonazos inmisericordes de los lobos de mar, la artillería oxidada apuntando siempre al horizonte y las huellas imborrables de más de tres siglos de ataques ininterrumpidos.