Ya en 1952, siendo apenas un joven aprendiz de periodista en El Heraldo de Barranquilla, García Márquez dio a la linotipia un artículo esclarecedor en el enfoque de este trabajo, titulado «Los piratas se volvieron locos». En él rastrea el magisterio de John Hawkins con su pariente Francis Drake, al que tuvo de pupilo privilegiado en las artes de marear y las enseñanzas a golpe de timón de los distintos tipos de asalto, en alta mar o en la costa. También habla de La Dragontea, escrita por Lope de Vega para ridiculizar la gesta de los corsarios ingleses, recreando, con verdadero mimo periodístico, el talento extraordinario del gran polígrafo colombiano Germán Arciniegas, quien había publicado un libro de referencia inexcusable para el sorprendente mundo de los piratas, como es su Biografía del Caribe (1945). Por la repercusión que tendrá más tarde en su propia obra quiero destacar las referencias que hace al capítulo «La reina de Inglaterra y sus cuarenta ladrones», dando buena cuenta de las fechorías de la familia Hawkins, de Francis Drake y del insigne Walter Raleigh. García Márquez destacaba del ensayista colombiano la facilidad con que Arciniegas podía tratar a los «personajes más inaccesibles y remotos», su maestría para «ponernos en camino de hacer las paces con los viejos e intrépidos bandoleros del mar», intuyendo, de alguna manera, las raíces mismas de lo que será, con el paso del tiempo, su concepción del realismo mágico.
En las páginas de Cien años de soledad encontramos un auténtico desfile de viajeros medievales y renacentistas, de piratas y corsarios, de aventureros y exploradores que se mueven intensamente por este mundo recién descubierto para la narrativa, cada uno de ellos con una intención y una proyección literaria que excede las pretensiones de este artículo y acaban convirtiendo la novela en un hermoso homenaje a esas «crónicas de navegantes» tan importantes en su formación (Camacho Delgado, 2009).
Lugar destacado merece el personaje de Francis Drake, no sólo por ser el protagonista de los asaltos piráticos más crueles vividos en las costas colombianas en el último cuarto del siglo xvi, que le valieron el apodo del Dragón, sino también por haber sido el responsable del segundo viaje de circunnavegación terráquea, cincuenta y cinco años más tarde del realizado por Magallanes y Elcano, del que fue testigo privilegiado Antonio Pigafetta. Este segundo periplo alrededor del mundo (1577-1580) fue también descrito por uno de los cronistas de la expedición de Drake, el capellán Francis Fletcher (Damm, 70 y ss.), aunque con mucha menos fantasía y menor talento literario que el demostrado por el noble italiano. García Márquez lo utiliza, además, para apuntalar la estructura circular de la novela, ya que Drake está presente en la fundación mítica de Macondo, siendo el principal móvil para que la bisabuela de Úrsula Iguarán, aterrorizada por los piratas de sus sueños, abandone Riohacha y se establezca en un punto indeterminado de la sierra de Santa Marta. Volvemos a saber de él cuando Úrsula, harta de las locuras de su marido, «saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha» (93), como responsable primero en la fundación mítica de Macondo. Más tarde vuelve a aparecer cuando José Arcadio Buendía busca una salida al mundo para Macondo, descartando la senda impenetrable de la sierra, donde Francis Drake «se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel» (81). No obstante, lo que confiere verdadera circularidad a la novela es su última aparición, cuando Aureliano Babilonia descifra los pergaminos de Melquíades y descubre todas las verdades ocultas en los laberintos de la sangre, incluido su parentesco con Amaranta Úrsula, y las razones últimas de la fundación mítica de Macondo, ya que «Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe» (492).
El otro gran personaje relacionado con el mundo del corso es sir Walter Raleigh, el corsario soñador y poeta, incansable doradista, caballero de exquisitos modales y cultura refinada, amante predilecto de la reina Isabel i de Inglaterra, la reina virgen, en cuyo honor fundó el estado de Virginia, dejando para la posteridad una de las crónicas más hermosas sobre el Nuevo Mundo, conocida como el Discovery. Formado en la Universidad de Oxford, Raleigh es un enamorado de la cultura clásica, lector apasionado de los textos latinos y griegos, a los que hace continua referencia en sus escritos. Fue considerado en su momento como uno de los poetas más importantes de la época isabelina, profundamente vinculado a la música y al arte en general, cultivó, además, con notable éxito el género historiográfico con su Historia del mundo. Es evidente que el perfil de Raleigh es mucho más atractivo que el de un mero salteador de navíos y costas, razón por la que aparece con un tratamiento privilegiado en la narrativa de García Márquez. De hecho, la imagen que ha transmitido de él procede de su cuento «El ahogado más hermoso del mundo», en donde aparece caracterizado «con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales», imagen poderosa de fuerte aliento fílmico, que viene a completar otra más romántica en la que Raleigh se dedica a componer canciones nostálgicas sobre mundos arcádicos e imposibles con su viejo acordeón, con el que recorre parte del Amazonas a la búsqueda de las colinas doradas de Manoa.
No es casual que Raleigh aparezca en Cien años de soledad vinculado a un juglar, Francisco el Hombre, «un anciano trotamundos de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio […]. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos» (127). Este personaje singular «cantaba las noticias con su vieja voz descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló sir Walter Raleigh en la Guayana», situando al personaje y el tiempo mítico de Macondo en una de las expediciones más importantes realizadas tras el mito de El Dorado, en esta ocasión de la mano de un corsario. Úrsula reclama algún tipo de información sobre su hijo por dos razones fundamentales: en primer lugar porque Francisco el Hombre es otro de los personajes errantes en el tiempo y en el espacio que pululan por Cien años de soledad y que de alguna manera está vinculado al intrépido José Arcadio; en segundo lugar, porque ambos personajes pudieron compartir la expedición organizada por sir Walter Raleigh en busca de las colinas doradas de Manoa (1595), tal y como aparece recogida en su Discovery, verdadero botín historiográfico y literario, en donde Raleigh dijo haber visto pueblos matusalénicos, riquezas inimaginables y tesoros fabulosos custodiados por pueblos acéfalos (ewaipanomas). Todo ello en medio de una naturaleza febril y exultante, una naturaleza pródiga y feraz, que recuerda a la Arcadia clásica, pero también a la Edad de Oro, y que es, en cierto sentido, la versión corsaria de la Utopía (1516) de su compatriota Tomás Moro.
Siglos antes de que García Márquez hubiera creado el portentoso mundo de Macondo, sir Walter Raleigh había concebido un paraíso de felicidad absoluta para el inquieto hombre del Renacimiento, un mundo feliz sin enfermedades, sin odios, sin guerras, sin quebrantos, en el que el hombre vivía en armonía con el mundo natural. El viajero incansable que es Raleigh (homo viator) descubre en este confín perdido del mundo al hombre que vive anclado en la naturaleza, viviendo generosamente de sus recursos (homo faber) y no necesita adueñarse del oro que se hace visible por todas partes. Además, en ese territorio mítico creado por el corsario-poeta, Manoa fue localizado en algún punto indeterminado entre Colombia, Venezuela y la Guayana, como una premonición del espacio que iba a ocupar el Macondo de García Márquez.
A los personajes históricos de Drake y Raleigh les acompaña uno ficticio, el que mejor representa el espíritu de la aventura en los momentos de mayor intensidad mítica en Cien años de soledad: José Arcadio, el primogénito de los Buendía.