José Arcadio es de una riqueza literaria e histórica extraordinaria, aunando en su condición de viajero, en el tiempo y en el espacio, tradiciones literarias, históricas, míticas y apuntes biográficos del propio García Márquez. En cierto sentido él es la aportación pirática más personal a Cien años de soledad, siguiendo la estela de la novela de aventuras, cuyo esplendor arranca a finales del siglo xviii y lo hace trazando a un personaje complejo y riquísimo en su configuración narrativa, con la potencia y las dimensiones de los míticos gigantes de la Patagonia, la fuerza de Hércules, Sansón o Maciste, con las trazas aventureras de Simbad el Marino y con la rebeldía y la temeridad de Jonás antes de ser engullido por la ballena en las aguas veterotestamentarias. Recordemos que el personaje desaparece de Macondo en los primeros momentos de su engranaje mítico, huyendo detrás de los gitanos tras haber dejado embarazada a Pilar Ternera. Años más tarde, reaparece de forma misteriosa, convertido en un auténtico gigante, completamente tatuado, con una fuerza descomunal y con los hábitos marineros que lo marginan dentro del propio Macondo:
«Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretada esclava de cobre de los niños en cruz. […] Era José Arcadio […]. Hablaba el español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde había estado, y contestó: “Por ahí” […]. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no tenía un milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos de los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en países remotos. Había naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Japón, alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de Víctor Hughes, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por las cucarachas de mar, y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe» (165-168).
El texto es de una riqueza extraordinaria. Enrolado en una «tripulación de marineros apátridas», es decir, sin patria, y por tanto vinculados a la piratería y al corso, José Arcadio regresa a su pueblo completamente tatuado, de arriba abajo, por delante y por detrás, incluida su «masculinidad inverosímil», lo que trae a la memoria otros ejemplos memorables como The Ilustrated Man de Ray Bradbury, Queequeg, el inolvidable arponero polinesio en Moby Dick, de Herman Melville, o el mulato Cipriano en La isla desierta de Roberto Arlt. Como sabemos por los numerosos estudios sobre el tatuaje, la práctica de estos en el mundo marinero dependía de la jerarquía en el barco, de las millas marinas recorridas y de los lugares por los que se hubiera transitado, convirtiendo a muchos marineros y piratas en auténticos murales vivientes (García Alix). Por ello, es importante destacar que el sentido hiperbólico de este pasaje no radica tanto en los tatuajes que cubren su enorme cuerpo como en el hecho de haberle dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, lo que parece, además, un homenaje a uno de los temas que más ha fascinado a García Márquez a lo largo del tiempo, como es el viaje de circunnavegación terráquea, lo que permite socavar y aniquilar las formas tradicionales del conocimiento. Ello explicaría su predilección por la crónica de Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo, a la que cita como ejemplo en numerosas ocasiones, incluido su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura. Tampoco es casual que este particular héroe macondino regresara hablando «un español cruzado con jerga de marineros», una lengua koiné o esperanto marinero, tan habitual en las embarcaciones en las que convivían nacionalidades lingüísticas bien diferenciadas. Pero lo que más puede sorprender en clave mágicorrealista es el recuento de sus aventuras por esos mares del mundo por los que ha navegado, acumulando experiencias que remiten a épocas y a momentos épicos y míticos de largo alcance. Así, por ejemplo, el episodio de canibalismo en el mar del Japón («tenía un sabor granuloso y dulce») remite a las terribles hambrunas de la conquista y colonización del mundo americano, mientras que la lucha que mantiene José Arcadio con el dragón de mar posee una clara pulsión teológica y hagiográfica, que trae a la memoria el enfrentamiento de san Jorge contra el dragón maligno en la antigua Capadocia. El descubrimiento del «casco, las hebillas y las armas de un cruzado» en el vientre de este animal fabuloso invita a una lectura medievalizante de la secuencia, en contraste con las ideas ilustradas que Alejo Carpentier esbozó en su novela El siglo de las luces, protagonizada, entre otros, por el corsario Víctor Hugues, y que García Márquez convierte en un homenaje al holandés errante, Willem van der Decken, la versión marinera del Judío Errante, perdido para siempre el rumbo en el mar atemporal y quimérico de Cien años de soledad.
Quiero finalizar este recorrido pirático y aventurero con uno de los personajes que mejor representa esta condición de doble viajero, en el tiempo y en el espacio: el gitano Melquíades. Pocos pueblos como el suyo represenan el nomadismo, la trashumancia, la vida errante, marcada por la aventura en cualquier rincón del mundo. Aparece por Macondo en los tiempos de la fundación, llevando consigo todo tipo de prodigios, inventos y cachivaches que provocan el delirio de los macondinos. Encuentran el pueblo gracias al canto de los pájaros («turpiales, canarios, azulejos y petirrojos»), como lo hacían los antiguos navegantes antes de que se introdujera la brújula y otros instrumentos náuticos en los sistemas de navegación; su intensidad entonces era tan fuerte que la propia Úrsula, en un episodio con resonancias homéricas, tiene que taponarse «los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad». Es Melquíades quien enseña a José Arcadio el uso del imán para la detección de metales, espoleando así la pulsión doradista del fundador de Macondo, quien se lanza a la quimera de encontrar todo tipo de lingotes de oro con los que empedrar las casas del pueblo. Otros regalos de Melquíades, como «un catalejo y una lupa mayor que un tambor», permiten a José Arcadio Buendía soñar con el mundo científico y enunciar algunas de sus ideas más inquietantes e incomprensibles para sus vecinos: «La ciencia ha eliminado las distancias» o «La tierra es redonda como una naranja».
Sin embargo, es el regalo de «unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación», junto con el «astrolabio, la brújula y el sextante» que le ofrece Melquíades para compensar los continuos fracasos del patriarca de Macondo, lo que nos sitúa claramente en un contexto renacentista, en los años cruciales del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, en clara referencia al poderío naval portugués y a las grandes expediciones que permitieron descubrir el cabo de las Tormentas (1497), rebautizado más tarde, por Vasco de Gama, como cabo de Buena Esperanza. Después de muchos meses de trajines con estos aparatos, José Arcadio llega a tener una representación mental de cómo es el mundo, sus mares, ríos y océanos, sin olvidar los astros y las estrellas que lo acompañan cada noche: «Tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar su gabinete» (p. 75). Con el tiempo sabemos más de este gitano extraordinario, hombre-bisagra que conecta el mundo exterior y el interior de Macondo, que hace de puente entre la civilización y el mundo mítico, y que posee poderes y habilidades insólitas para burlar a la muerte y cruzar de un lado a otro el río de la vida, dejando para el lector un testimonio extraordinario de su biografía aventurera:
«Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes» (76).
La cartografía existencial de Melquíades resulta impresionante y llena, evidentemente, de connotaciones literarias. Persia, Malasia, Alejandría, Japón, Madagascar y Sicilia como escenarios míticos de sus victorias ante los zarpazos de las pestes y epidemias, tan habituales en la narrativa de García Márquez (Camacho Delgado, 2007). Lugares tan lejanos como exóticos, riquísimos en su simbología literaria y en sus evocaciones piráticas y aventueras, habituales en la narrativa de Emilio Salgari, de Julio Verne, de Jack London o en la propia singladura de Simbad el Marino. Quiero destacar, no obstante, la referencia que hace el narrador al «naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes», topos tan real como mítico adonde fueron a parar en el imaginario popular los supervivientes de las malogradas expediciones del obispo de Plasencia, Simón de Alcazaba, del propio Sarmiento de Gamboa o de Francis Drake, quien perdió en este enclave su navío Marigold, con un número no determinado de tripulantes (Gil, pp. 258-314). Desde entonces los naufragios han venido sucediéndose sin interrupción. Por un particular mecanismo de compensación psicológica (e histórica), en este enclave marcado por la tragedia fue a instalarse uno de los mitos más vigorosos de la época colonial: la Ciudad Encantada de los Césares, versión americana y autóctona de la utopía moreana, adonde se refugiaron, según la leyenda, los «indios Césares», aquellos que acompañaron al último inca con sus once mil llamas cargadas de oro y plata (Aínsa).
Es evidente que García Márquez ha sido un escritor de larguísimo aliento, un narrador portentoso que ha concebido su mundo literario con todo tipo de referencias, micro-homenajes y toda suerte de guiños intertextuales que le permitieron pasear por la textura mágica de Cien años de soledad a todos esos referentes que lo habían acompañado desde su primera infancia en Aracataca. Personajes, motivos, argumentos, paisajes, olores y emociones que habían estado presentes en la conformación de su imaginario literario, eran rescatados de los repliegues de la memoria para formar parte de su obra maestra, confiriéndole una textura narrativa muy especial, con barcos abandonados en medio de la selva, asaltos piráticos a través de los sueños de la bisabuela de Úrsula Iguarán, las obsesiones doradistas del corsario-poeta sir Walter Raleigh, la vuelta al mundo como motivo recurrente en Pigafetta, Melquíades o José Arcadio, el corsario ilustrado Victor Hugues convertido en una versión caribeña del holandés errante, las múltiples tribulaciones y naufragios del gitano Melquíades como las de los grandes navegantes del Renacimiento, el canibalismo de José Arcadio y las hambrunas de la conquista de América, la lucha contra el dragón de mar como ejemplo de gigantomaquia mítica, la lengua koiné de los marineros apátridas, los múltiples naufragios del gitano Melquíades y sus hallazgos geográficos por medio del canto de los pájaros, la condición insular de Macondo, las continuas referencias a viajeros en el tiempo y en el espacio o el sorprendente mundo de los tatuajes convierten a Cien años de soledad, no sólo en una bellísima versión literaria de las antiguas «crónicas de navegantes», tantas veces reivindicadas por el escritor cataquero, sino también en una particular versión de la novela clásica de aventuras, metagénero responsable de que un buen puñado de jóvenes escritores hicieran posible el milagro del boom de la narrativa hispanoamericana, ahora que celebramos sus primeros cincuenta años.
Universidad de Sevilla
BIBLIOGRAFÍA
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· Camacho Delgado, José Manuel. «Sófocles, peregrino en Macondo. De los enigmas insolubles a las pestes literarias en la narrativa de García Márquez». Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas, 723, págs. 21-24, 2007.
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