Esta reflexión intenta argumentar las noticias anteriores, en la inteligencia de que la crónica y la crítica literaria forman parte de un mismo haz, según se aprende –y cada día más– de los ensayistas de la Escuela de Ginebra, de su perspectiva tan influida por Edmund Husserl y, a la vez, por la crítica que nunca ha excluido al autor y su época. A esta perspectiva le parecen disparatadas premisas como la «muerte del autor» o las fantasiosas deconstrucciones, propiciadoras con su relativismo de la mediocridad, que María Zambrano resolvía con un caritativo silencio.
El ensayo-reseña «La Cuba secreta» argumenta sin equívocos su modo de leer, entendida tal artesanía como definitoria de la inteligencia, deslinde clave para saber dónde debe ir cada intelectual. Así lo supo caracterizar Virginia Woolf –tan admirada por la filósofa malagueña– en sus ensayos recogidos en The Common Reader. Porque si un texto identifica parte de la influencia de María Zambrano en la cultura en Cuba es precisamente este fajo de escasas cuartillas. Resumirlo y comentarlo casi ofrece un panorama como fenómeno, en 1948, de literatura y literatos cubanos.
Resulta mucho más caracterizador, desde luego, que fotos de banquetes, falsamente remitidos a restaurantes que no existían en 1936; cuando ella, rumbo a Chile, pasa por La Habana por primera vez y dicta una conferencia sobre su maestro José Ortega y Gasset. Sencillamente porque La Bodeguita del Medio se funda en 1942, dato que hubiera sido fácil de verificar y que vale traer a colación no por la miopía al ver la foto –donde es obvio que no se trata de ese sitio que comienza siendo una humilde fonda de barrio plagada de grafitis, y que en realidad se hace atractivo turístico décadas después, tras aquella Revolución de 1959–, sino porque es un indicio de que ella usualmente se movió –a diferencia de Federico García Lorca, en su estancia cubana del 7 de marzo al 12 de junio de 1930– dentro del estrato intelectual y académico de las élites. A ninguno de sus anfitriones, encabezados por el prestigioso y pudiente José María Chacón y Calvo, se les hubiera ocurrido –aun de haber existido seis años antes– ofrecerle una cena de homenaje en La Bodeguita del Medio a María Zambrano y, con ella, a la República Española, que representaba su entonces esposo Alfonso Rodríguez Aldave, nombrado secretario en la Embajada de Santiago de Chile.
Bien se sabe que aquella cena de homenaje es recordada porque allí conoce a José Lezama Lima, de quien queda platónicamente enamorada. También se sabe –y mejor– que serán las largas estancias de ella en La Habana; sus mutuas lecturas, conversaciones e intercambios epistolares –rigurosa y amorosamente recogidos por Javier Fornieles en Correspondencia (Espuela de Plata, Sevilla, 2006)–, los que cimentan una de las más hermosas e intensas amistades entre dos intelectuales de diferentes sexos en la historia de las literaturas de habla hispana.
«La Cuba secreta» se halla entre los mejores estudios breves que ha recibido la literatura cubana en su historia. Tal afirmación puede considerarse que ya es un lugar común. Ha contribuido a la fama de los poetas allí reseñados, al grupo y revista Orígenes y desde luego que al prestigio de la autora en su papel de crítica literaria. La sensibilidad artística de María Zambrano es el ingrediente clave, aunque su generosa contención al juzgar –su «ciencia de la piedad»– añada un aderezo que edulcora –pero no demasiado, porque deja indicios de que no los sitúa al mismo nivel– el balance de los diez poetas reseñados.
La autora de El hombre y lo divino se halla en La Habana cuando escribe y publica «La Cuba secreta», aparecida en el invierno de 1948 en el número 20 de Orígenes (pp. 3-9), ampliamente reconocida como la entonces más relevante revista literaria del idioma. La revista, además de su prestigio, pagaba las colaboraciones, «detalle» que exiliados y no exiliados apreciaban sobremanera. Sobre todo aquellos que, como María Zambrano, no gozaban de una holgada situación económica. El dinero provenía, casi en su totalidad, de uno de los escasos mecenas cubanos: el crítico y traductor José Rodríguez Feo, fundador de la revista y entonces amigo de Lezama –véase la hermosa y significativa correspondencia entre ellos dos–; además de representar –junto a Virgilio Piñera– el lado ostensiblemente agnóstico y públicamente gay dentro de la publicación, como se verificará más tarde cuando funden en 1955 Ciclón, que también resultó un oasis, por ejemplo, para escritores de otras latitudes como Jorge Luis Borges y Bioy Casares. Estos datos solo son aparentemente periféricos, pues como aún no se había producido ninguna escisión fuerte dentro del grupo Orígenes, María Zambrano no realiza ninguna hazaña ecuménica, ni se aparta «valientemente» de ningún grupito, ni es una adelantada –aunque nunca manifesta prejuicio alguno– en la defensa de los gais, al elogiar a Virgilio Piñera.
Vale recordar que ella fue en extremo valiente, sin concesiones, contra el franquismo. Al punto de negarse a regresar hasta la muerte del caudillo. Fue además una intelectual que siempre se opuso a los regímenes totalitarios, se tratase de una dictadura latinoamericana o de un régimen comunista. En este sentido es higiénico decir que María Zambrano recibió varias invitaciones –por supuesto que con todos los gastos pagados– para visitar la Cuba de Castro. Nunca aceptó. Y eso que algunas de las invitaciones estaban suscritas por amigos muy cercanos, como el matrimonio formado por Fina García Marruz y Cintio Vitier. Ni siquiera respondió con excusas a alguno de aquellos intentos para que «simpatizara» –mediante su presencia en la isla– con la «Revolución cubana».
Ella supo. Ella oyó los cuentos habaneros de feroces actos represivos que le hizo su amigo Calvert Casey en Roma. Ella lloró su suicidio. Ella nunca soltó una frase encomiástica a sistemas fascistas o comunistas, como talentosa discípula rebelde de su maestro José Ortega y Gasset, filósofo que no creyó en divisiones entre derechas e izquierdas, según sugirió en un texto premonitorio de la Guerra Civil que María Zambrano conocía muy bien: La rebelión de las masas. Allí el filósofo madrileño dijo: «Ser de izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral» (Ortega y Gasset, 1956, p. 30). Por supuesto que los sesgos que dibujan a la perspicaz filósofa se hallan en un sitio muy remoto de las hemiplejias morales. De ahí que no aceptó viajar a su amada Cuba después de 1959. De ahí que, en su valoración de los poetas incluidos en la antología que realizó Cintio Vitier –como en cada uno de sus textos de crítica literaria–, nunca cayó en sectarismos filosóficos, en discriminaciones, como seguidamente argumento.
«La Cuba secreta» comienza muy a su delicioso e inteligente estilo socrático con una pregunta que abre las curiosidades: «¿Cómo hablar de un secreto sin referirse a la manera cómo nos fue descubierto y, más todavía, a la manera cómo sigue permaneciéndonos secreto?». E inmediatamente nos enseña: «Pues los secretos verdaderos no consienten en ser develados, lo que constituye su máxima generosidad, ya que al dejar de ser secretos dejarían vacío ese lugar que en nuestra alma les está destinado». Y claro, viene la confesión –sus «razones del corazón»– para que sepamos, aunque no sea verdad, de qué se trata: «Porque un secreto es siempre un secreto de amor».
Bajo esta singular tonalidad amorosa se va a desenvolver la recensión. Esta es su disposición predilecta para ver lo que quiere, lo que ama. Así siempre leyó a Cuba y en este caso a diez de sus poetas. Así lo cuenta como preludio a la valoración. Pocas impresiones de extranjeros sobre nuestra isla expresan tanta intensidad emotiva. Al punto de que ella encuentra «en Cuba mi patria prenatal», que asocia a Vélez-Málaga, su pueblo natal cercano a Málaga, bajo el sol andaluz y las luces y sombras, que el también andaluz Luis Cernuda asoció con las caídas de la tarde en el malecón de La Habana.
Comienza, desde luego, con su amigo José Lezama Lima. Quizás el único poeta cubano del pasado siglo –el otro sería José Martí en el siglo xix– que merece ser considerado un «universo literario», según la escala establecida por Harold Bloom en ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Los otros poetas de la antología son «escritores sapienciales en un sentido más limitado», como diría el crítico de Shakespeare. La invención de lo humano.
La «unidad de aliento» que forma Lezama con las principales voces incluidas no significa, desde luego, que no sea el más singular. Y dentro de la poesía del idioma, donde hay que remitirse a Góngora para hallar analogías felices, correspondencias en sus poéticas, sitios de lectura donde «solo lo difícil es estimulante», como gustaba de repetirme Lezama muchas noches del Curso Délfico. Y por supuesto que María Zambrano resalta precisamente esa singularidad, manierista dentro del orbe barroco.