Eduardo Halfon
Tarántula
Libros del Asteroide
184 páginas
POR JUAN DOMINGO AGUILAR

Una historia de miedo que no queremos ver pero sí escuchar. En esta frase podría resumirse la nueva novela del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, que publica la editorial Libros del Asteroide. Desde la cita inicial de Pizarnik, Halfon hace una declaración de intenciones, con ese Heredé de mis antepasados las ansias de huir, el autor confronta de manera directa con el problema vital que atraviesa este libro y sus personajes: ¿es posible sobrevivir a nuestra herencia?

Alrededor de esta obra orbita de manera constante ese rito que supone el paso de la niñez y la primera adolescencia a la edad adulta, utilizando como tronco central el campamento filonazi para niños judíos al que sus padres envían, sin saberlo, al protagonista y a su hermano pequeño. Desde la primera página, se generan en nuestra mente símiles entre las escenas de La chaqueta metálica de Kubrick y las que el autor describe dentro de los barracones de este campamento cuasi militar que tiene el objetivo de aprender a sobrevivir, a sobrevivir en el mundo de los adultos sería más preciso puntualizar, algo para lo que nadie nos puede preparar por muchos gritos y cornetazos que se empeñen en darnos.

Si bien es cierto que puede que haya quien afirme que la obra de Halfon parecía más fresca y afilada en libros como El Boxeador polaco, en el que la icónica figura del abuelo servía para hilvanar toda una serie de reflexiones sobre la identidad del protagonista, lo que más nos interesa resaltar, o al menos a mí en este caso, es cómo en todos y cada uno de sus libros el autor nos habla del conflicto que supone la idea de la identidad y la pertenencia, dos pilares que atraviesan los libros de Halfon -que pueden y deben leerse como piezas de un mismo engranaje novelístico o capítulos de una larga historia- como las pelotas que los niños batean en una escena de este libro atraviesan el cielo rebotando contra los helicópteros militares.

El rechazo frontal a ese mundo paterno y adulto, y a todo lo que representa, como una salida silenciosa de una fiesta, sin decir nada y sin despedirse de nadie, como si fuéramos los homenajeados en una fiesta a la que nadie nos invitó, obligados a estar ahí, en medio, cantando y bailando con los demás asistentes que cada vez nos parecen más lejanos y desconocidos, se va tornando, a medida que avanzamos, más bien en un sentimiento nostálgico mezclado con cierta comprensión, como representa tan bien esa imagen en la que el protagonista pilla fumando a su madre, que fingía haberlo dejado desde que sufrió un cáncer de mama, y terminan compartiendo los dos, sonriendo de manera cómplice, el mismo cigarrillo bajo el cielo, mirándose, sin que haga falta decir nada. Como si al llegar a cierta edad, cuando nos miráramos en el espejo, lo que viéramos no fuera nuestra cara, sino la de nuestros padres.

Hay también otro fragmento en el que el protagonista recuerda un cartel en el que aparecía escrito prohibida la entrada a perros y judíos y que no nos interesa tanto por su inscripción, como porque el autor lo utiliza como una herramienta potente para plantear de manera soterrada un debate que también está presente en el resto de su obra: ¿qué es ficción y qué no lo es? Ya que el protagonista, de adulto, llega a reconocer que no sabe si vio el cartel, si su padre se lo contó, o si directamente inventó toda la historia y la atmósfera de ese preciso momento, incluida la banda sonora de pájaros, ruedas de coches y grava del camino, para terminar afirmando que no lo sabe, pero que el rótulo existió
-de hecho existe desde el momento en que lo escribe- y que da igual si lo vio o lo imaginó, porque para un niño viene a ser lo mismo. Con la ficción ocurre lo mismo: la recordamos e imaginamos al mismo tiempo y desde el momento en que la ponemos por escrito, transformando la realidad a través de nuestra propia visión, la convertimos en algo que sucede y puede volverse más verdadero que la propia realidad.

No sé si seguirán existiendo esos campamentos, lo que sí sé es que si existiera alguno en el que Eduardo Halfon estuviera sentado en círculo frente nosotros en una fogata, para contarnos durante una larga noche, como una canción o una nana, la historia de quiénes somos, iría sin dudarlo.