Podía haber cerrado la puerta, sabiendo, como se sabe, que yo ni la he de cerrar, ni la he de abrir; esa puerta de mi condena seguirá así, como la han dejado.
MARÍA ZAMBRANO, La tumba de Antígona
He ahí mi puerta, la puerta de no partir.
VIRGILIO PIÑERA, Electra Garrigó
1
El sábado 23 de octubre de 1948, en la sala de la escuela Valdés Rodríguez en El Vedado, La Habana, tuvo lugar el estreno de la pieza teatral de Virgilio Piñera Electra Garrigó. La obra había sido escrita siete años antes, lo cual significaba un verdadero récord entre escritura y puesta en escena para un país donde las cosas de la cultura marchaban a ritmo de retreta municipal. A su modo, aquel estreno significó un éxito rotundo, es decir, un fracaso que en rigor expresaba un éxito. A aquel estreno, el crítico Rine Leal lo llegó a calificar, con frase que hizo época, como «nuestra modesta batalla de Hernani». Casi como en el estreno de la obra de Victor Hugo, un siglo antes en la Comédie-Française, la obra de Piñera despertó grandes pasiones a favor y en contra y, algo aún más importante, marcó un antes y un después en el teatro cubano. En carta a José Rodríguez Feo (1991, p. 130) y con cierta malevolencia inevitable en él, en ellos, José Lezama Lima comenta: «La crítica, idiota y burguesa, le ha sido tremendamente hostil, cosa que a él le habrá agradado y hecho soñar en las protestas, chiflidos y zanahorias lanzadas a los románticos, a los existencialistas y a todos los que desean un pequeño y sabroso escandalito». El carácter fundacional, la extraordinaria dimensión dramática de Electra Garrigó para el teatro cubano es ahora fácil de advertir. Sin embargo, salvo sutiles excepciones, y, acaso como era de esperar, los críticos de la época no tuvieron la mirada oportuna para descubrir qué significaba la propuesta de Piñera, cuánto revelaba un texto como aquel a la hora de desbrozar caminos dramáticos. Y así fue cómo, luego de dos noches de función, las críticas no se hicieron esperar. Un estomatólogo, periodista y diplomático asturiano refugiado en Cuba, dramaturgo sin éxito él mismo, llamado Luis Amado-Blanco, fue el más agresivo. En un ataque aparecido en el periódico Información el lunes 25 de octubre escribió:
En el hacer teatral, Electra Garrigó es una patente muestra de hasta dónde los poetas concéntricos, los poetas herméticos, están incapacitados para decir un mensaje de manera absoluta (sic). Su trabajo, su premio, es darnos ese ligero soplo que a veces los conmueve; su palabra llena de recóndita intención, pero coja de pensamiento; su pensamiento labrado en profundidad, pero desarticulado de otros pensamientos consecuentes. En esto radica su gloria, y nada más ni nada menos que en esto. Y esto, todo esto, absolutamente todo, es antiteatral (sic) hasta el máximo, incapaz de saltar las candilejas y de abrazar, temblante (sic), al público atento. Querer substituir la flecha, el disparo certero de la flecha, por desplantes de arco o por movimientos inusitados, es acudir al juego y al rejuego de lo novedoso, y eso estaba bien allá por los heroicos años del novecientos veinte, y no por este del cuarenta y ocho, abrumado de negras certezas (Amado Blanco, 2020).
Cierto, hubo críticas menos desafortunadas. En un texto aparecido en Noticias de Hoy, la poeta y profesora Mirta Aguirre alababa la pieza, aunque no dejaba de destacar los versos de la «Guantanamera» –en este caso, cantada por la repentista Radeunda Lima–, sustituta del coro, que para ella eran «verdaderos ripios». No se percató, pocos se percataron –quizá no se percatan aún– de la intención de Piñera, de su voluntad de banalizar, de mal escribir las décimas, como una prueba más de algo que se proponía en la obra: iluminar nuestro lado insustancial, la improvisada manera de aproximarnos a la cultura, en un país donde el chillido de una gallina anuncia el Ángelus –«País mío, tan joven, no sabes definir. […] ¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar! /¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar! / Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro…» (Piñera, 2009)–. Es justo tener el cuidado de saber que Electra Garrigó y La isla en peso se escribieron muy próximas en el tiempo, en la misma circunstancia, con idéntica obsesión, en medio del insomnio que provoca saber que, en una isla, «el agua rodea como un cáncer». Hubo, por supuesto, otras críticas más o menos favorables. No obstante, el texto transcendental, perdurable, de cuantos provocó el estreno de Electra Garrigó fue un ensayo aparecido en la revista Prometeo, ese mismo año de 1948. Lo firmaba una mujer que había asistido al estreno, una malagueña exiliada que había hecho de La Habana, Cuba, y de San Juan, Puerto Rico, las catacumbas de su centro espiritual. Con su hermoso nombre de poeta y de filósofa, María Zambrano se hizo cada vez más imprescindible.
2
Tal vez no cueste mucho, en estos tiempos que vivimos, imaginar, entender, revivir la década de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Por razones diversas, se diría que continuáramos en la devastación. «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales», escribió Paul Valéry en 1919. Un siglo después, otros caminos –que son el mismo–, nos han llevado a una circunstancia diversa que debe de ser semejante. En cualquier caso, los brillos oscuros de aquellos años llegan hasta nosotros. Sentimos sus consecuencias. Después de un interminable siglo xix, que acaso comenzó en 1789, Europa se sumió en el caos con el pistoletazo de Gavrilo Princip en Sarajevo. Una guerra que disolvió imperios, desestabilizó el continente, trajo más de diez millones de soldados muertos, el mismo número de civiles, veinte millones de muertos por hambre y un número incalculable de hombres y mujeres desplazados. Guerra civil en Rusia, una Revolución con la creación de un estado totalitario, la Unión Soviética, que provocó hambrunas durante Lenin y durante Stalin –el famoso Holodomor–, que mató de hambre a más de un millón de personas. Guerra civil en España; enfrentamiento ideológico llevado al extremo y que marca buena parte de su historia reciente –hasta hoy–; número elevadísimo de muertes provocadas por uno y otro bando; número elevadísimo de esos muertos vivientes que fueron (son) los exiliados. Luego, invasión alemana a Polonia, inicio de la Segunda Guerra Mundial que hizo saber de qué escandalosas atrocidades era capaz el mismo ser humano que se conmovía con Dostoievski, disfrutaba con los Ballets Rusos de Diáguilev y se enaltecía con Beethoven. Fue el descubrimiento definitivo de qué niveles de infamia podían alcanzar las lecturas de un Nietzsche tergiversado y las exaltaciones nacionalistas. El horror llevado a límites insospechados –el huevo de la serpiente–. Lejos de Europa, bebiendo de Europa, en un archipiélago de las Antillas, la situación era tal vez menos dramática aunque igualmente descorazonadora. Luego de una independencia de España, lograda con dificultad y con ayuda norteamericana, en Cuba ocurre lo que aproximadamente sobrevino en el resto de la América hispana: corrupción administrativa, guerras raciales, caudillismo… Un fracaso tras otro que han conducido a la situación cubana actual. En semejante marco histórico, parecen explicarse las dos visiones artísticas –cercanas en la pregunta, disímiles en la respuesta– de María Zambrano y Virgilio Piñera. Dos repuestas para una misma angustia. La una, aferrada a la afirmación de Dios, «la sed de Dios», el alma, la piedad; el otro, irreverente, descreído, arriesgado y obstinado en el no, entendiendo que la vida, sucesión de puros hechos, no condena ni salva porque no hay erinias, porque los dioses son no dioses y la única puerta es la forzosa puerta de no partir.
3
María Zambrano había llegado a La Habana por primera vez en 1936. Virgilio Piñera lo hizo un año después. Ella tenía treinta y dos años. Él, veinticinco. Ella llegaba de la crispada España republicana, de paso, camino a Chile, donde su esposo, Alfonso Rodríguez Aldave, había sido nombrado por la Segunda República secretario de la Embajada en Santiago. Como una especie de Eugenio de Rastignac, Piñera huía de la provincia, de la Zambrana, aquel barrio de la ciudad de Camagüey donde transcurrió su adolescencia, y se preparaba para cursar estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. Ella se dejó seducir bien pronto por las islas, Cuba y Puerto Rico, las Catacumbas, como las llamó, ese espacio de salvación, de ocultamiento y salvación, en medio del desastre europeo. Él, en cambio, sentía la desesperanza de quien salía del término municipal para llegar a la provincia. Zambrano entendía la existencia como la afirmación de un diálogo, por medio de la piedad, entre Dios y el hombre. Piñera, por el contrario, partía de la negación: no hay erinias, no hay premio, no hay castigo, la vida no condena ni salva, no hay diálogo o, en todo caso, un ruidoso, «misterioso balbuceo: ba, ba, ba, ba…». Zambrano (1992, pp. 5 y 9) cree en la trascendencia y afirma paradójicamente: «El hombre es el ser que padece su propia trascendencia». Piñera (2009) tiene la idea de los hechos, los puros hechos, y niega cualquier trascendencia: «Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, / en testimoniar. / La santidad se desinfla en una carcajada». Para Zambrano (2019, p. 62), la creación es un acto de fe: «Puro acto de fe el escribir, porque el secreto revelado no deja de serlo para quien lo comunica escribiendo». Piñera (2015, pp. 317-318), por el contrario, considera que lo importante no es «tener fe», sino «dar fe»: «El mundo se divide en dos grandes mitades, si lo miramos desde el ángulo de la personalidad: el de los que tienen fe y el de los que “dan fe…”. Los primeros, por su condición de creyentes, no pueden dar fe de esta fe (la limitación para esto es su fe misma), que sería dar cuenta de la marcha del mundo. Los segundos no podrían tenerla porque precisamente solo sirven para dar fe de esa marcha del mundo. Los primeros reciben el nombre de seres humanos; los segundos, el de artistas». Sin embargo, este modo radical de entender la relación del hombre con el mundo, con Dios y con el resto de los hombres es en el fondo –y casi en la forma– dos modos diferentes de practicar una misma honestidad, una ética que nace de una raíz análoga. A diferencia del resto de los poetas de Orígenes, María Zambrano sí fue capaz de percatarse del extraño vaso comunicante. Apegados a la cotidianidad de la vida habanera, sentados en la caverna platónica de la vida habanera, los poetas católicos de Orígenes –salvo excepciones; Lezama Lima sabía bien, ¡por supuesto que muy bien!, a quién tenía delante, a quién veía y leía– solo pudieron descubrir el reflejo maligno de Piñera que se reflejaba en las paredes. Zambrano, por el contrario, que venía de cruzadas mucho más trágicas, y no se sentía en condiciones de detenerse en cominerías más o menos poéticas, más o menos literarias –o, mejor dicho, extraliterarias– fue capaz de «ver más allá». En un texto dedicado a la relación entre Zambrano y Piñera, ha escrito Jorge Luis Arcos (2009, p. 186): «Tuvo siempre María la sabiduría de la piedad, que es la de saber tratar con lo otro, lo diferente que, a la postre, nos completa». Y tiene razón. Porque ya antes de ser una mujer en viaje, antes de apropiarse de la sabiduría de la errancia, María Zambrano tenía la capacidad de distinguir el todo que queda del todo que pasa y la certeza de que había otro, un prójimo, que podía tener razón o, en última instancia, merecía la comprensión y la escucha. O que acaso mostraba razones atendibles. Ya sabemos que todo el que no duda y rechaza las razones del otro se cree en posesión de la verdad absoluta. Lo cierto es que María Zambrano era una mujer de una inteligencia tan sutil que no podía permitirse la atrocidad de la intransigencia, y dio prueba de una profunda agudeza y de una gran capacidad de entender que lo ajeno no era exactamente lo ajeno. Supuso en Cuba su patria prenatal. Fue una revelación, algo a lo que da forma en aquel famoso y hermoso texto aparecido en el número veinte de la revista Orígenes, «La Cuba secreta» (1948), donde declaró un origen anterior al origen a partir de un libro que a ella le pareció un despertar: una antología de poetas que le reveló a Cuba, la isla como «sustancia visible ya». El libro, Diez poetas cubanos (1937-1948), fue una compilación de Cintio Vitier para ediciones Orígenes y a Zambrano le produjo «un raro vislumbre», el de «una tierra dormida que despierta a la conciencia». Analizó allí a los poetas antologados, y los párrafos que dedicó a Piñera son altamente reveladores. Es evidente, ya Piñera había iniciado su abandono de la tutela de Lezama Lima. Piñera se había convertido ya en la «oveja negra» de Orígenes, en «la oscura cabeza negadora». Piñera se había desligado de la aceptación origenista y había tomado el camino de la negación. Era un «hombre rebelde, un hombre que dice que no». Piñera, el negador, se convirtió, como es fácil deducir, en un hombre que afirmó desde otro lugar. El no entraña otra afirmación. A partir de la publicación de Las furias en 1941 se descubrió meridianamente claro que Piñera traía en mente «la patada de elefante». Así lo hacía explícito en su «Terribilia meditans», los editoriales con los que abre los dos únicos números de su revista Poeta (1942): «Dejémonos ya de frases, de lemas, de exlibris, de prólogos, de manifiestos… Destruyámosles porque están hechos de lo hecho, de lo acabado, repujado o cincelado; de lo que se encaja u obliga. Gran necesidad de la patada de elefante a ese cristal hecho para el anhélito de los ángeles. Después de la patada, la reconstrucción del cristal, gránulo a gránulo, proclamará que solo es posible la cordura por la demencia o la suma por la división» (Piñera, 2015, p. 81). En disconformidad con el resto de poetas de Orígenes, enfrentándose a intelectuales como Jorge Mañach (et alii), María Zambrano se situó en el camino de la comprensión. No importa si desde el lado opuesto –si es que existe un tal lado opuesto en un espacio como el de la sensibilidad de esta mujer–. Bien mirado, a nuestros ojos de hoy, el fragmento que Zambrano le dedica a Virgilio Piñera en «La Cuba secreta» es quizá el más sucintamente elogioso. No se la ve en esos párrafos, como en el caso de los otros poetas, apoyándose en la poesía para entender la poesía. Piñera la hace olvidarse de Orfeo, de los «órdenes angélicos», del «acudir de alas», de «las oscuras cavernas del sentido», de «los estados de gracia». Como ella descubre: