No es música ni canto la poesía de Virgilio Piñera. Y no por otro motivo que por decidida voluntad. Todo poeta –todo el que intente crear– puede practicar el ascesis indispensable por dos modos, o bien en su intimidad personal o en su poesía. Virgilio Piñera es de los últimos. […] Ha querido que el poeta esté por su ausencia, que es la más persistente manera de estar. Y así tiene su poesía mucho de confesión al revés, en que retrayéndose el poeta presenta a las cosas sueltas, diríamos, declinando su responsabilidad. Poesía de alguien que es cuestión para sí mismo, sometido a crítica, ante sí, en la raíz de su existencia (Zambrano, 1948).
Y, de inmediato, cree Zambrano descubrir la mirada «novelesca» del Piñera poeta. Novelesca, la llama, en la medida en que hace desaparecer el sujeto. Como era de esperar, no piensa tanto en Flaubert como en Faulkner. La figura de Faulkner aparece por una razón que sospecho remite a lo que poco a poco Zambrano ha podido vislumbrar en relación con la novela y el hombre contemporáneo: la negación del hombre contemporáneo y su renuncia a la conciliación de lo sagrado. Al «hacer desaparecer el sujeto», el Piñera poeta se acerca al novelista. Gracias a la desaparición del sujeto –algo que aproximadamente es posible identificar con la mirada que sale del yo y se ocupa de abrir la ventana hacia el «afuera», lo que está «más allá», con sus «hábitos y sus maneras»–, puede el novelista entrar en el alma de los sucesos y las cosas. El detalle interesante es que de inmediato agrega que en Cervantes y Flaubert esa indiferencia es el «último y más sutil grado del amor», mientras que en Faulkner es simplemente indiferencia. ¿Esa falta de amor significa para Zambrano la ausencia de Dios? «La poesía de Piñera por su actitud roza la novela de un Faulkner, de Kafka, en las que el mundo, dejado a su albedrío, se convierte en máquina. Mas rompiendo con el musgo la indiferencia de la piedra, brota en la poesía de Virgilio Piñera una realidad de la vida diaria, y entonces, cuando parece más novela, es también más poesía, como en el logrado –perfecto– poema “Vida de Flora”» (Zambrano, 1948). La relación de Piñera con Kafka es apreciable. Mucho más notable resulta que Zambrano subraye la analogía de la poesía de Piñera con la narrativa de Faulkner. ¿Semejanza en lo grotesco? ¿Será que, al fin y al cabo, Cuba, la cultura cubana, se encuentra geográfica y espiritualmente tan próxima al Bible Belt? ¿Querrá Zambrano destacar que la «indiferencia hacia el sujeto», como decide ella llamar a ese rasgo novelístico que implica la observación minuciosa de la «pequeñez» de las cosas, es al fin y al cabo ausencia de amor, de Amor? Es extraño, me resulta extraño, que no se percatara de cuánto «amor» se esconde en la «indiferencia» de Faulkner. Recuerdo ahora el párrafo de un hombre brillante, lúcido como Lionel Trilling (1956, p. 47): «[…] Nadie quiere a las personas por su esencia, por sus almas, sino porque tienen un cuerpo determinado, o ingenio, o idioma: ciertas relaciones específicas con las cosas y con las demás personas. Y también las queremos por una continuidad de existencia que descontamos en ellas: las queremos porque están en nuestro mundo».
4
Como casi siempre sucede, el ensayo aparecido en la revista Prometeo a propósito del estreno de Electra Garrigó revela mucho sobre Virgilio Piñera, pero bastante más sobre María Zambrano. Ella, desde bien pronto, tenía obsesión por Antígona y su delirio. El texto se abre con una afirmación indiscutible: «La tragedia griega tiene la virtud de ser algo así como el eje cristalino en torno al cual los occidentales seguimos haciendo girar nuestros conflictos» (Zambrano, 2009). Sin embargo, no parece absurdo reconocer que la carga de la presencia de Dios se haya sustituido por otras cargas igualmente intolerables. Y aun sin Dios, o con un Dios cambiante, incierto, aun con diferente temor y temblor, en medio de la orfandad y el desamparo, el hombre de Occidente vuelve una y otra vez a la tragedia griega, acaso como un modo de tantear una y otra vez los nuevos conflictos y sus posibles explicaciones. Nuevos conflictos que, no obstante, parecen ser los conflictos eternos. Zambrano se pregunta por qué esa recurrencia porfiada. Y cuando se responde es para sospechar que tal vez por la propia condición de «pasividad» de los propios conflictos, para resolver que «a la tragedia de los tiempos actuales parece faltarle el sujeto, el quien o el alguien que la vive y padece, tragedia desasida, abstracta y que, por ello, no conduce a la libertad» (Zambrano, 2009). Es así como inicia su análisis sobre Electra Garrigó: entendiendo que esa Electra no es en rigor un personaje, sino un vacío. Electra Garrigó es «ese helado cristal de la persona», respondería Piñera. O como esta Electra –la que conoce la cantidad exacta de los nombres, la que procede fríamente con hechos, la que no dejará huella ni el rastro más poético, porque no compone elegías ni ve pasar a los amantes– grita de manera rotunda, teatral: «¡Yo soy la indivinidad, abridme paso!» (Piñera, 1960, p. 54). Y Zambrano (2009) responde: «En la tragedia clásica el crimen venía a ser la última explicación, el desentrañarse del conflicto entrañable que solo por la sangre hallaba su salida. El poeta trágico recogía el crimen y lo transformaba en tragedia extrayéndole su sentido. En esta Electra, encontramos el crimen sin más, convertido, para apurar su falta de sentido, en un “hecho, un puro hecho”». Y de inmediato, y porque no puede evitarlo, apostrofa al propio Piñera: «Pero… ¿y si los electrones no fueran ciegos, poeta? ¿Si en su vibración se generara ya eso que llamamos conciencia? ¿Si en ellos estuviese esa aspiración a la luz o la sede de la luz misma? ¿Por qué no sentir en los electrones una aspiración a la vida íntima y personal, a la vida que pasando por su oscura cárcel humana llega a hacerse luminosa, en vez de ver en la persona una conciencia que se deshace en pura y ciega vibración?» (Zambrano, 2009). En este punto, Zambrano y Piñera se sitúan en las antípodas. A diferencia de los críticos que respondieron al estreno de Electra Garrigó con descalificaciones –«No plantea un tema cubano», obra «vulgar sobre una niña maleducada», obra «sin pensamiento directriz», obra «coja de pensamiento», etcétera–, María Zambrano la comprende extraordinariamente bien y va al centro del problema, a la «pura negatividad, de “eclipse de Dios”», y le recuerda a Piñera lo que cerca de veinte años después repetirá George Steiner en La muerte de la tragedia: «La negatividad, el eclipse de Dios cubre con su sombra el aire todo de esta tragedia actual, pero bastaría al poeta caer en la cuenta de que ni siquiera la tragedia existe, cuando no existe Dios» (Zambrano, 2009).
5
La tumba de Antígona apareció de manera definitiva en la editorial Siglo XXI, México, en 1967. Su gran estreno se produjo veinticinco años después, en el Teatro Romano de Mérida, bajo la dirección de Alfredo Castellón y con la actriz Victoria Vera en el papel principal. Aunque Zambrano había muerto el año anterior, conocía el proyecto de Castellón y confiaba en la versión del zaragozano. Antes, en 1983, se habían representado algunos fragmentos en el Convento de los Padres Dominicos de Almagro. Un año después, tiene lugar otra puesta en escena por el Teatro-Estudio de Málaga, bajo la dirección de Juan Hurtado. En su excelente edición de La tumba de Antígona y otros textos sobre el personaje trágico, Virginia Trueba Mira da nota de estas puestas en escena y habla del testimonio de Miguel Romero Esteo, publicado en la revista El Público el 17 de febrero de 1985, a partir de la versión malagueña de Hurtado, que había sido recibida por la crítica especializada con un estruendoso silencio. La obsesión de Zambrano con el personaje de Antígona venía, como ya he dicho, de lejos. Aquel mismo año 1948 del estreno de Electra Garrigó, María Zambrano había publicado en la revista Orígenes un ensayo breve titulado «Delirio de Antígona». La palabra delirio parece designar una experiencia límite, una proximidad al abismo –palabra de Rilke, de Lezama Lima, de la propia Zambrano–. Como afirma Virginia Trueba Mira (2015, p. 38): «El delirio deviene, pues, lenguaje nacido del más hondo sentir ante el abismo de la existencia. Grito primordial que al articularse encuentra, no obstante, el sentido, pues lo individual entonces se universaliza». Y la propia Zambrano (1967, p. 240) nos habla de la muchacha, Antígona:
No tuvo tiempo de detenerse en sí misma; despertada de su sueño de niña por el horror del crimen paterno, entró en la plenitud de la conciencia. Pero nunca la volvió sobre sí. Por eso el conflicto trágico la encontró virgen, y su virginidad de mujer se adecuaba perfectamente con su conciencia lúcida. […] No; Antígona, la piadosa, nada sabía de sí misma, ni siquiera que podía matarse; esa rápida acción le era extraña y antes de llegar a ella –en el supuesto de que fuera su adecuado final– tenía que entrar en una larga galería de gemidos y ser presa de innumerables delirios; su alma tenía que revelarse y aun rebelarse. Su vida no vivida había de despertar. Ella tuvo que vivir en el delirio lo que no vivió en el tiempo que nos está concedido a los mortales.
Ahí, en ese ensayo aparecido en Orígenes, puede rastrearse el germen de la pieza teatral La tumba de Antígona. ¿Por qué una filósofa tan cercana a la poesía se decide a escribir teatro? ¿Por qué una poeta tan cercana a la filosofía se decide a escribir teatro? Y, pensando en Piñera, ¿por qué un poeta y narrador se decide a escribir teatro? Y sucede que ambos poetas conocen el extraordinario presente del teatro. Todo, pasado, presente y futuro es presente frente a un público que aspira –a veces sin saberlo– a su ascesis. Para Zambrano (1986), «el teatro, caja de resonancia de lo más íntimo de la condición humana, necesita de la amplitud de los cielos y de la tierra tal como el hombre de carne y huesos, de dolor y esperanza, lo necesita». Para Piñera (2015, p. 302), es un proceso de desenmascaramiento: «Sé que estoy representando en la vida un papel y, al saberlo, estoy en condiciones de valorar mi acto y si lo valoro le doy un sentido moral y, al dárselo, me estoy salvando y justificando en tanto hombre. Esta religiosidad de ambos cuerpos –en sí misma una unidad existencial– opera una doble función: ese cuerpo-teatro nuestro, al despojarnos de las máscaras encajadas en nuestro cuerpo de sangre y huesos, nos convierte en «je suis un autre», que decía Rimbaud. Ya no soy más el que avanza enmascarado –larvatus prodeo, según el decir de Descartes–, sino el que avanza a cara descubierta…». Ambos, pues, coinciden en lo necesario para revelar la verdad de esa criatura que aparece en escena para expresar su palabra, su destino, su delirio. Ambos recurren al mito para entender la propia realidad. Él, su condición de isleño, el fracaso de una historia que entiende como fracaso total; ella, su vida de exiliada, de un lado a otro, sin casa, en busca de una tumba donde se pueda sepultar a la hermana, al hermano muerto: ambos parten del desgarro, de la atracción que provoca el cercano abismo. Decía José Lezama Lima, a propósito de un personaje trágico del siglo xix cubano, el poeta Juan Clemente Zenea, que se hacía preciso recorrer una gran desolación antes de alcanzar algunas claridades. Así, Zambrano y Piñera sitúan las figuras trágicas en otra dimensión histórica. Piñera (1960, pp. 67-68) hace aparecer a Electra en medio de la desesperanza de una familia cubana y en una ciudad donde «los gimnastas y los parlanchines forman la casta superior. Y no cuento –dice Orestes– las armas disimuladas bajo la ropa». Una ciudad, como responde el Pedagogo, «tan envanecida, de hazañas que nunca se realizaron, de monumentos que jamás se erigieron, de virtudes que nadie practica, el sofisma es el arma por excelencia. […] Se trata de una ciudad en la que todo el mundo quiere ser engañado» (Piñera, 1960, pp. 67-68). Zambrano, por su parte, da testimonio de otro desgarramiento: el exilio. Un desgarramiento que poco a poco se convierte en condición humana. El exilio, único destino posible. Así exclama Polinices en La tumba de Antígona: «Vengo a buscarte. Vine a buscarte, Antígona, hermana, para irnos a una tierra nueva, libre de maldición; a una tierra fragante como tú, para empezar la vida de nuevo» (Zambrano, 1967, p. 212). Con diferente luz, y con semejante iluminación. La luz enceguecedora de Electra Garrigó (1960, p. 54): «¡Atrás, fantasmas de los antiguos dioses! ¡Dioses de nada con ojos de nada! Vais a caer en el centro de esa luz, y giraréis eternamente como la parte de un todo que no se compadece nunca de sí mismo». La misma luz implacable que aparece en La isla en peso, por la que «todo un pueblo puede morir de la luz como puede morir de la peste» (Piñera, 2009). La luz de Antígona es, por el contrario, luz de vida que persigue en la muerte. No desintegra, como en Electra Garrigó. La luz de Antígona atosiga y apremia. Dos luces terribles, porque si la una deshace la materialidad de las cosas, la segunda recuerda que la vida está allá afuera y hace aún más evidente el espanto.
Y ese rayo de luz que se desliza como una sierpe –dice Antígona–, esa luz que me busca, será mi tortura mayor. No poder ni aun aquí librarme de ti, oh, luz, luz del Sol, del Sol de la Tierra. ¿No hay Sol de los muertos? Has de perseguirme hasta aquí, Sol de la Tierra, he de saber por ti si es de noche, si es de día… […] Y mientras te vea, luz del Sol, me seguiré viendo y sabré que yo, Antígona, estoy aquí todavía, al estar aquí y al estar todavía sola, sí, sola, en el silencio, en la tiniebla, perseguida aún por ese Sol de los vivos que todavía no me deja. Sola y perseguida por ti, luz de los vivos, la de mis propios ojos que solo a ti y a mí misma estarán viendo (Zambrano, 1967, pp. 176-177).
Ambos, Piñera y Zambrano, lograron sendas piezas innovadoras. La de Piñera abrió camino a la dramaturgia cubana. La de Zambrano se mantuvo y mantiene en esa zona del olvido que es propia de la frivolidad en que vivimos, a pesar de su extraordinaria teatralidad. Una teatralidad que no viene, por supuesto, por el conflicto convencional, sino cuyo drama nace de la propia palabra (estuve a punto de escribir «grito»). La palabra como fuerza dramática. Una palabra en la que también existe un inevitable silencio.
6
La errancia de María Zambrano se corresponde con el exilio interior –la muerte civil– de Virgilio Piñera. Cada uno a su modo, se convirtieron al propio tiempo en víctimas y triunfadores ante la historia. Conocieron el destierro en vida –dos modos diferentes de destierro–, y supieron cómo sobrevivir a la condena. Toda forma de exilio parece ser tan trágica como creadora. Ambos escritores tuvieron, qué duda cabe, la fuerza suficiente para transformar el horror y encontrar la provocación necesaria y la posible respuesta.
BIBLIOGRAFÍA
Amado-Blanco, Luis. «Electra Garrigó I y II», Información, 27 de octubre de 1948, La Habana (en Rialta Magazine, rialta.org, México, 2020).
Arcos, Jorge Luis. «María Zambrano y Virgilio Piñera o el diálogo de la intensidad», República de las Letras, Madrid, octubre de 2009.
Piñera, Virgilio. «Electra Garrigó», Teatro Completo, Ediciones R, La Habana, 1960.
- La isla en peso, Tusquets, Barcelona, 2009.
- Ensayos selectos (seleccionados y editados por Gema Arieta Marigó), Verbum, Madrid, 2015.
Rodríguez Feo, José. Mi correspondencia con Lezama Lima, Era, México, 1991.
Trilling, Lionel. «Sherwood Anderson», La imaginación liberal, Sudamericana, Buenos Aires, 1956.
Trueba Mira, Virginia. «Introducción», La tumba de Antígona y otros textos sobre el personaje trágico (María Zambrano), Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid, 2015.
Zambrano, María. «La Cuba secreta», Orígenes, La Habana, 1948 (en Rialta Magazine, rialta.org, México).
- La tumba de Antígona, Siglo XXI, México, 1967.
- «El origen del teatro», Diario 16, 1986, Madrid. En línea: <https://ovejasmuertas.wordpress.com/>.
- Los sueños y el tiempo, Siruela, Madrid, 1992.
- «Crítica de Electra Garrigó de Virgilio Piñera (Prometeo, La Habana, 1948)», República de las Letras, Madrid, octubre de 2009, pp. 191-194.
- «¿Por qué se escribe?», Hacia un saber sobre el alma, Alianza Editorial, Madrid, 2019.