Juan Carlos Chirinos
Los cielos de curumo
La Huerta Grande, Madrid, 2019
192 páginas, 19.00 €
Desde hace un tiempo la literatura venezolana, que antes pasaba por cuentagotas dentro de la producción editorial, es muy visible para el lector español de hoy día, hasta el punto de que en pocas semanas hemos visto aparecer en las librerías españolas novedades amplias debidas a autores venezolanos: desde luego la edición de los cuentos de Ednodio Quintero, Cuentos salvajes, uno de los grandes hacedores de relatos de la literatura actual en español, la obra última de Antonio López Ortega, pero también la de autores más jóvenes como Alberto Barrera Tyszka, de quien se ha publicado Mujeres que matan; Karina Sainz Borgo, con La hija de la española; Igor Barreto, con El muro de Mandelstam, un libro de poesía que ha pasado de ser casi un libro inexistente, había una edición testimonial en su país de origen de ciento cincuenta ejemplares, a estar considerado como una de las grandes novedades de este año en la producción poética en español, al ser publicado en una edición española con la incorporación de dos poemas inéditos, un libro que trata la pobreza, el límite como experiencia vital, lo que el autor llama «las zonas intermedias de la realidad», es decir, los intersticios de amor, ternura y solidaridad que se cuelan en un mundo opaco y violento, el mestizaje de géneros literarios y la muerte, en una especie de paralelismo entre el destino del poeta ruso en una tierra, la suya, que le fue ajena y la del escritor venezolano, al que le quiere suceder lo mismo en una suerte de correlato fingido pero que sirve como telón de fondo para crear una metáfora terrible de la situación actual de Venezuela; una novela de género negro, como no podía ser menos, Dos espías en Caracas, de Moisés Naím; amén de Ana Teresa Torres o Juan Carlos Méndez Guedez, afincado en España desde hace años y de quien se han publicado novelas de cierta envergadura, como Los maletines, El baile de madame Kalalú o La ola detenida. Ni que decir tiene que la situación política de Venezuela ha contribuido en gran manera a ese surgimiento de autores venezolanos en ediciones españolas y que sin ello la cosa hubiera sido más ardua, pero también es cierto que esa situación terrible ha permitido que el público español conociera a unos autores de valía literaria indiscutible. Como en el caso que nos ocupa. Juan Carlos Chirinos (Valera, Trujillo, Venezuela, 1957), afincado en España desde 1997, en que llegó a Salamanca para realizar el doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana, es uno de los escritores venezolanos que más ha publicado entre nosotros, con una obra que alcanza ya los doce títulos entre un variado abanico de géneros que abarca desde la novela y el cuento al ensayo, el teatro, el cine o el periodismo, aparte de la biografía, que es género que le apasiona y donde ha dado cuerpo a figuras tan dispares como el general Miranda; el conquistador y vislumbrador de otros mundos, Alejandro Magno; Olimpia, madre de Alejandro y a quien Chirinos otorga cuatro nombres y Albert Einstein, a quien le supone un epistolario revelador. De entre sus obras más destacadas, cabría citar Nochebosque, una curiosa novela que me recordaba, cuando la leí, a los hallazgos afortunados del Henry James de Otra vuelta de tuerca pero trasladados a una explosión de los sentidos cuando Paula Sorky tiene que cuidar de Osip, un niño de once años y éste, con vampírico deseo, se va apoderando del alma de la joven; La manzana de Nietzsche, una miscelánea de relatos de varia intención donde surgen curiosidades inquietantes a través de anécdotas raras y atrevidas, como el uso de la primera máquina de escribir, pronto abandonada, por el autor de Así hablaba Zaratustra; y, en el género del ensayo, Venezuela, biografía de un suicidio, que es una magnífica introducción para que el lector español entienda, explicando los antecedentes, las consecuencias de un país que es ahora objeto de interés mundial. Chirinos no quiso hacer una historia de Venezuela al uso sino que, al modo de lo que para Unamuno significaba el concepto de intrahistoria, realizó un análisis personal, y obligadamente subjetivo, del tema. En el libro hallamos intuiciones definitivas para entender procesos muy modernos y hasta ahora inéditos en los análisis que se realizaban sobre la historia reciente de un país, como el que Hugo Chávez sea calificado como producto de la televisión basura, con su alto nivel obligado de psicopatía, el que Nicolás Maduro sea analizado desde la perspectiva del resentido al que esa maldad inherente se le amplifica debido a su ignorancia y, desde luego, y ésta es quizá la parte del libro más dada a ser teorizada con fortuna, la constatación de que los populismos no son nuevos en el devenir de su país, sino que se dieron desde el nacimiento mismo de la nación y que parece consustancial al destino de la gran mayoría de los países americanos de habla hispana.
Pensar y repensar el país, de una u otra manera, aunque la forma parezca a veces tendente a cierta extravagancia que pide a gritos atemperarse mediante la metáfora cuando no la querencia a lo alegórico, con lo que esta tendencia tiene ya de ser pronunciada y comprendida por y para unos pocos, es lo común en esta narrativa venezolana que nos viene ahora a rachas tempestuosas. Juan Carlos Chirinos acaba de publicar una nueva novela, Los cielos de curumo, donde esa tendencia metafórica, por otro lado muy presente en su obra, adquiere una rara madurez literaria hasta el punto de que hay un cambio de yo narrativo que se justifica plenamente al final de la novela. No es fácil encontrar ejemplos de cambios del yo narrativo en que sea indispensable tamaño ajuste. Desde luego, está ese cambio de genial intuición en Madame Bovary, de Flaubert, ya en la página dos de la novela, pero es una excepción. Chirinos lo ha realizado al final de la misma y lo piensa así ya que: «He vuelto a mi primera persona porque lo ocurrido ya no tendrá vuelta atrás; no habrá otra ocasión para tomar las decisiones correctas. El mundo nunca se ha desarrollado así, Celestia. No se estrena todos los días, como un cuaderno nuevo. Sólo se puede esperar y presenciar, esperar y presenciar, como hago yo desde hace eones, desde las alturas, dando vueltas y vueltas sobre las cabezas d ella gente. El encuentro con la maldad no se borrará de tu hoja de vida, y la solución no es otro “quiebre mental”. Y tan bonito que había comenzado todo». Hay que darse cuenta de que ése yo es el de un curumo, que en lengua caribe se refiere al zamuro, el ave más abundante de la zona alrededor de Caracas hasta el punto de que en el municipio de la Miranda caraqueña hay una urbanización llamada «Cumbres de curumo», que es un buitre negro de aspecto algo desaliñado y plumas desparejas que en otras partes de la América de habla española se llaman zopilotes, en México, o gallinazos, como en el Perú. En la novela de Chirinos el curumo es metáfora de la querencia de sed de justicia, en cierta manera. De ahí que, recuperado ya el yo narrativo en primera persona lo primero que piense es en la destrucción: «¿Muertas o no muertas? —murmuré planeando por encima de la montaña que chorreaba su barro generoso sobre el rostro de Caracas, destruyendo edificios, avenidas, ranchos, galpones, centros comerciales, escuelas, hospitales y casas desvencijadas. Qué rica carroña la que me comeré mañana». El libro es abundante en sensaciones, cómo no, oculares, pero también auditivas y táctiles, ya que al autor le va como anillo al dedo la descripción sensorial, que a veces borda.
Este animal giróvago, que traza círculos en danza casi infinita, parece llevar en su presencia lo inquietante, pues donde está hay muerte. Por otro lado, narrar en segunda persona es propio del discurso moral, acusador, presente en pasajes bíblicos y de feliz resolución en los discursos ciceronianos. En Los cielos de curumo abunda esta modalidad y es capaz de combinar tiempos narrativos con feliz resolución, lo que nos dice mucho del dominio de las técnicas literarias del autor. Pero ello, con ser esencial en la narración, hasta el punto de que la explica otorgándola varios puntos de vista, considero que no es lo que más destacaría de la misma. Dije líneas antes que Juan Carlos Chirinos es proclive a ser abundante en sensaciones y este libro es, en el fondo, una sinfonía de ellas mismas, pero entre estas sensaciones habría que anotar sobremanera el inusitado fraseo sobre erotismo, e inusitado porque en español no es fácil poseer un estilo literario erótico que no destaque del ritmo usual de la novela sino que sea parte integrante de ella: normalmente la cosa chirría por el lado procaz o por el lado cursi, empleando para ello incluso terminología médica cuando no su correspondiente en latín. De ahí los esfuerzos felices del famoso capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar, describiendo una fellatio con palabras inventadas pero que todo el mundo entendía y que elevaba el tono del capítulo a cotas de sensualidad extremada, y extremado humor, asimismo. Pues bien, hay en esta novela abundantes páginas dedicadas a abundantes escenas eróticas resueltas con extremado buen hacer y ello hasta el punto de que se adaptan al ritmo narrativo de manera sobresaliente, es decir, que no se nota, lo que en este ámbito es un logro.
En esta novela, Juan Carlos Chirinos nos hace planear por Caracas mediante la mirada de un curumo que aguarda darse su fiestón en el esperado apocalipsis, cuando las laderas que circundan la ciudad se derrumben después de un diluvio y amenacen con tragarse el valle definitivamente, en un atisbo desesperado de regeneración. Pero el libro poco o nada tiene que ver con discursos y sí con historias muy concretas narrando la suerte de cinco amigas, y así, entre las vidas cruzadas de Osiris, Paula, Iannis, Celestia y Bárbara, asistimos a la descripción de la tierra baldía donde la corrupción, la desidia, la miseria y la delación campan por sus respetos. En un momento de la novela se cita a Carl Gustav Jung y la cita es importante porque, en cierta manera, determina la forma de mirar el país: «No era tan sólo un lugar en el mapa, sino el mundo de Dios, ordenado y lleno de misterioso sentido. Esto parecía que los hombres lo ignoraban y ya los animales habían perdido en cierto modo este sentido». Dar sentido a esa bidimensionalidad que oprime y sustituirla por el mundo del sueño, para destruir lo que el autor llama «el envenenamiento mental», es lo que realiza esta novela y esa irrealidad descrita es un logro narrativo en tanto en cuanto potencia aquello que se quiere destacar, el grado de corrupción, de envenenamiento de una sociedad que camina hacia su destrucción moral y que se expresa mediante la metáfora de la anegación por el barro.
De ahí los dos modos de descripción narrativa que se complementan en esta hermosa novela, el que se describe desde la relación de los seres frente a frente, donde se pierde la perspectiva y se gana en sensaciones físicas, y la relación que el curumo establece volando, viendo el conjunto de las cosas, los seres y sus conductas, pero donde esa sensación física propia de lo cercano no lo quiere porque, además, le es negado.