1998

Es el año de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (1953-2003), quien de su residencia juvenil en el país supo nutrirse durante su breve y brillante carrera literaria. Por lo que dice de la Ciudad de México a principios de los años setenta, por la manera en que conserva aquel español mexicano (el de mi infancia), por el viaje adánico al norte de México (de donde saldrán simultáneamente varios de los principales narradores mexicanos, como Daniel Sada, Julián Herbert, Carlos Velásquez y Yuri Herrera, precedidos por Jesús Gardea) que los poetas visceralistas emprenden en la búsqueda de un avatar de la Diosa Blanca, Los detectives salvajes es, acaso, con Bajo el volcán (1947), de Malcolm Lowry; Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, una de las grandes novelas universales escritas en México. Mexicano por convicción y hombre de mil patrias como lo es todo gran escritor, a Bolaño México le alcanzó como epicentro de 2666 (2004), donde los feminicidios de Ciudad Juárez no sólo se convierten en herida sangrante del planeta, sino en premonición de los horrores sufridos por el país durante las aún inconclusas guerras narcas iniciadas en 2006.

 

1999

Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada (1953-2011), la última gran novela mexicana del siglo xx, apareció ese año. Invención lingüística colosal y recreación métrica (en prosa) del habla del norte del país, esta novela enorme y extravagante espera lectores, dedicada como está al microcosmos del fraude electoral, la herida política nacional por excelencia, en un pequeño pueblo.

 

2001

Otro extranjero, en este caso de larga residencia en México, Fernando Vallejo (1942), publica una obra de carácter celineano sobre la violencia colombiana, El desbarrancadero, pero no la histórica «violencia colombiana», exactamente. Se sirve el narrador, también de origen colombiano como Mutis y García Márquez, de una variante de Castor y Pólux para el retrato desfalleciente de una pareja de hermanos homosexuales. Un libro desgarrador que ganó la última versión del Premio Rómulo Gallegos antes de que el chavismo se decidiese a secuestrar uno de los últimos espacios de libertad intelectual en Venezuela. Vallejo donó el monto del premio a los perros de Caracas, a través de una sociedad protectora de animales.

 

2002

Extraño personaje proveniente de la contracultura y de sus moralismos y a la vez un hombre de una honda formación filosófica, además de sabio en cuanto a las drogas, Guillermo Fadanelli (1960) publicó ese año Lodo, una de sus mejores novelas. A la vez nietzscheano y crítico del nietzscheanismo, dibuja Fadanelli en el profesor Benito Torrentera un personaje superfluo a la rusa que no deja de acompañarme y atormentarme, lo cual es poco común en la literatura local. También en 2002 se publicó La cresta de Ilión, de Cristina Rivera Garza (1964), una de las voces más combativas en cuanto a la causa posmoderna, por llamarla de alguna manera. Libros buenos y libros malos transidos de ansiedad profesoral a la californiana corroboran que, a diferencia de muchos de sus camaradas adictos a la teoría literaria y sus nuevos avatares, Rivera Garza —poesía, novela, ensayo, textos misceláneos— predica con el ejemplo. La cresta de Ilión, más tradicional, «inventa» una escritora realmente existente —Ámparo Dávila (1928), cuentista en la órbita de Juan José Arreola y Julio Cortázar— y le propone, a sus lectores, otra vida, a quien (Dávila) la idea, por cierto, no le hizo mucha gracia, según me dijo. Pero a Marcel Schwob le hubiera encantado el libro. En tanto, el erudito Jorge Aguilar Mora (1946) dio a la luz Los secretos de la aurora, resultado de su pasión decimonónica y apenas su tercera novela en una carrera literaria que incluye poesía y ensayo, caracterizada por la contestación permanente, a veces equívoca, a veces no, de los valores consagrados en nuestra república de las letras.

 

2003

La pluma de Álvaro Uribe (1953), educada en Borges y a veces, por ello, adocenada, publicó ese año su mejor novela y uno de los retratos más convincentes sobre el drama vulgar y universal de la clase media que he leído: El taller del tiempo. Un libro sobre la falla moral de la cual todos provenimos, obra de un novelista de los de antes, los lectores de Roger Martin du Gard. No ha cesado Uribe de publicar, como lo muestran novelas como Expediente del atentado (2007), sobre el Porfiriato, y Morir más de una vez (2011), donde la juventud del héroe en París se cruza con la experiencia del cáncer.

 

2004

Año notabilísimo en cuanto a narrativa. Héctor Manjarrez (1945), maestro de la novela corta injustamente opacado por el torrente del argentino César Aira, publica La maldita pintura, acaso su mejor libro, una «farsa formidable», en opinión de un crítico a quien le soy del todo antipático. Crítica de la crueldad y la banalidad del arte contemporáneo, retrato del Londres contracultural y uno más de los ejemplos de buena prosa, a la vez sabrosa y magisterial, de Manjarrez, La maldita pintura es la obra que más me emociona de uno de los autores mexicanos más prolíficos y bien encaminados del siglo xxi. La más convincente de las novelas de Ana García Bergua (1960) también se publicó en 2004, Rosas negras, su reconstrucción, regocijante, del espiritismo en México a fines del siglo xix. Hugo Hiriart (1942), uno de los talentos más originales de la lengua y otro escritor a quien hacer viajar fuera de México ha sido imposible, publicó una certera novela, corta también, El actor se prepara, un tratadillo de teología moral donde uno de los principales dramaturgos mexicanos logra unir su devoción por las tablas con la novela policiaca, empeño polimorfo ya intentado, también brillantemente, con El agua grande (2002), un cuento filosófico sobre las maneras de narrar a la vez la historia de un cantor ciego a través de las cantinas de la Ciudad de México. Finalmente, Juan Villoro (1956), uno de los intelectuales más leídos de México, publicó El testigo, que es varias cosas buenas al mismo tiempo: tomarse el riesgo de apostar por la gran novela mexicana, dejarse llevar por la nostalgia de la provincia a través de Ramón López Velarde y de los saldos de sangre de la guerra cristera, testificar un regreso al México ya amenazante del año 2000 y presentar un héroe que, en su día, consideré un verdadero narodnik.

 

2006

El filósofo y ensayista Alejandro Rossi (1932-2009), autor legendario del Manual del distraído (1978), publicó ese año su única novela, obra de vejez sobre la infancia: Edén. Vida imaginada. Autor de un puñado de cuentos perfectos, a la criolla, si en Rossi se reunían a charlar los espíritus de Borges y Paz, en la novela del mexicano nacido en Florencia de madre venezolana se alían Edmundo de Amicis y Henry James.

 

2008

Entre las virtudes de las que presume la narrativa mexicana está la manera en que Álvaro Enrigue (1969) juega con la novela histórica, como en Vidas perpendiculares. Entre Orlando, de Virginia Woolf, y la filosofía de la historia de Vico, Enrigue hace de la historia una cinta de Moebius y saca provecho de cualquier debilidad de carácter para encarnar la verdad novelesca. La suya, única e intransferible. Antes de su muerte precoz, Daniel Sada entregó en esos meses otra novela notable, Casi nunca (2008), una verdadera novela erótica, de las pocas sobresalientes que he leído en español. Y la gran novedad del año, dándole un giro quevedesco al legado norteño, lingüístico y territorial de Sada, que aún no era legado sino obra en movimiento, la protagonizó Carlos Velázquez (1978) con La Biblia Vaquera.

 

2009

De la vasta obra de Carmen Boullosa (1954), no sólo prefiero sus novelas de iniciación (en los dos sentidos de la palabra), Mejor desaparece (1987) y Antes (1989), sino una obra de madurez, El complot de los románticos, donde su desenvuelta fantasía se sirve de Michael Ende y logra darle vida, nada menos, que a los casposos románticos españoles, en una reposición, ¿por qué no?, de aquella película primeriza de Polanski que en México se llamó La danza de los vampiros. Y en 2009, al fin, la «narcoliteratura» mexicana abandonó la indignación periodística y la prosa patibularia para poetizar sin culpa y con orgullo moral, con Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (1970), precedida, con una destilación del lenguaje de imposible eco rúlfico, por Trabajos del reino (2004), que pasó inadvertida hasta que México volvió a ser, otra vez, como en tiempos de Joaquín Murrieta o Chucho el Roto, simplemente, la tierra de los bandidos.

 

2010

Bárbara Jacobs (1947) cuenta en Lunas una historia onírica abundante en marginalia literaria donde un profesor de literatura hace lo contrario que el propuesto por Fadanelli en Lodo: no es la tentación del crimen, a lo Dostoyevski, sino la rutina del psicoanálisis, el potro del moderno.

 

2011

Elena Poniatowska (1932), consentida del público de izquierdas, insistió en las biografías noveladas, con Leonora, sobre su amiga la pintora surrealista y extraña (y extraordinaria) cuentista Leonora Carrington, fallecida ese mismo año a los noventa y cuatro años.

 

2012

Año de buenos libros. Valeria Luiselli (1983) continuó la saga iniciada veinte años antes por Palou y Volpi dedicando parcialmente a otro poeta de los Contemporáneos, Gilberto Owen, su primera novela Los ingrávidos. Julián Herbert (1971), poeta de formación y muy notable como tal, sorprendió con una descarnada narración autobiográfica, Canción de tumba, y de Antonio Alatorre (1922-2010), el gran filólogo mexicano, se rescató La migraña, una deliciosa evocación de juventud.

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