POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
1992

Durante ese año, que fue el de los polémicos festejos del V Centenario del descubrimiento de América, apareció En la alcoba de un mundo, de Pedro Ángel Palou (1966), anunciando dos fenómenos distintos. Por tratarse de una novela dedicada al poeta nocturno Xavier Villaurrutia, combinaba con la de su amigo Jorge Volpi (1968), quien intentaba lo mismo con el crítico Jorge Cuesta, ambos destacados artífices de la revista Contemporáneos (1929-1931), en A pesar del oscuro silencio. Con ese par de novelas, Volpi y Palou empezaban lo que entonces entendí como una toma de conciencia: nacía la literatura de la literatura mexicana. Pero Volpi, sobre todo, eligió otro camino, el de una forma semicomercial de narrativa destinada a glosar temas históricos, en general relacionados con la tragedia del siglo xx (bomba nuclear, nazismo, holocausto, gulag) o tan sólo con la historia mexicana, dejándolos en condiciones de ser digeridos por una clase media universitaria lectora pero escasamente refinada, ajena a la lectura de historiografía contemporánea y perezosa a la hora de afrontar novelas complejas, que atrajo a otros escritores mexicanos de esa generación, quienes conformaron el crack. La operación tuvo éxito hasta que la crisis española de 2008 anuló a la Península como destino comercial de los novelistas latinoamericanos (quienes triangulan: sin pasar por Madrid o Barcelona esas franquicias impiden que los novelistas latinoamericanos, desidiosos, se lean entre sí). Estalló esa otra burbuja, la de la industria editorial peninsular, arropada por dinero trasnacional, premios literarios a granel y destinada a un público, el español, menos cultivado que el de los vecinos países europeos y capaz, por ello, de tragarse la monserga difundida por el crack de que eran los primeros mexicanos atreviéndose a escribir de otra cosa que no fuera el mole de guajolote, el águila y la serpiente. El «realismo nazi» del crack, como fue llamado humorísticamente, pues venía a sustituir al anticuado «realismo mágico». Este exotismo invertido no sólo resultó mentiroso —no fui el único crítico en reunir una larga tradición mexicana de prosistas con tema cosmopolita—, sino de escaso valor estético. Y en el frente interno había, pese a todo, que defender a estos novelistas de las acusaciones pendencieras de nacionalistas y patrioteros. Cumplidos los veinte años del crack, el saludo resulta deprimente. Salvo alguna otra novela de Volpi (El fin de la locura, 2003) sobre las aventuras (en su mejor cuerda, la irónica) de un intelectual mexicano en el mayo francés de 1968 y algunos cuentos del precozmente fallecido Ignacio Padilla (1968-2016), de lo demás se puede prescindir.

 

1993

Ese año aparece La mano derecha, de Pablo Soler Frost (1966), quien, alérgico a la publicidad, se anticipó más de una década, con mayor libertad de imaginación al crack, escribiendo sobre las batallas submarinas de la Gran Guerra, arremedando las antiguas novelas etiópicas, u otra sobre la expulsión de los jesuitas en 1767, convirtiéndose en uno de los más interesantes y menos atendidos de los narradores mexicanos. También en ese mismo año, Ana García Bergua (1960), talento cómico y esmerada en la reconstrucción histórica (cine mexicano de la llamada «edad de oro», la isla Clipperton, el espiritismo finisecular, los años sesenta y su liberación sexual), pues viene de la escenografía, debutó con El umbral. Travels and Adventures, del género fantástico-romántico, un homenaje a su hermano suicida, Jordi García Bergua (1957-1979), autor a su vez de Karpus Minthej (1981), una de las más delicadas novelas decadentistas mexicanas que pudo publicarse en el otro fin de siglo. Pero mis esfuerzos por abrirle un lugar en el gusto público, tanto a Soler Frost como a los García Bergua, no han tenido el resultado que hubiese yo deseado tras tantas campañas. Mayor suerte tuvo un gran poeta (Álvaro Mutis, 1923-2013), quien culminó su carrera escribiendo novelas y relatos como Tríptico de mar y tierra, aparecido ese año. Este bogotano afincado en México (y por nombrarlo a él, a Gabriel García Márquez, a Fernando Vallejo y a Roberto Bolaño como escritores a su manera mexicanos he sido acusado de pretender suplantar a la autoridad migratoria) escribió la maravillosa, a la vez pútrida y adolescente, saga de Maqroll el Gaviero, que, aunque no exenta de pifias de autor primerizo, ejerció una arrebatada influencia poética y sobre la narrativa. 1993 fue el año, finalmente, del rescate de Jardín secreto, obra póstuma del novelista fantástico Francisco Tario (1911-1977), «príncipe de los raros» mexicanos, como lo ha llamado Luigi Amara.

 

1994

Pese a ser un annus horribilis para la historia contemporánea de México, a la novela, como suele suceder, ello le tuvo sin cuidado, siempre presta a soltar el testigo que le exige testimonio y compromiso. Por ello, de 1994, recuerdo, sobre todo, Salón de belleza, de Mario Bellatin (1960). Nacido por casualidad en la Ciudad de México, Bellatin creció en el Perú desde donde regresó a integrarse a plenitud a las letras mexicanas. Impactante narración desarrollada en el equivalente actual de un leprosario, Salón de belleza alude inevitablemente al sida y por ello no han faltado los profesores que la estudien desde la perspectiva transgenérica, pues es una honda meditación sobre la enfermedad terminal, la putrefacción del cuerpo y la muerte. Desde entonces, Bellatin no ha parado de publicar toda clase de relatos, colocados adrede en la frontera entre la escritura y el arte contemporáneo, pues el peruano-mexicano, víctima de la talidomida, luce una malformación que le permite llevar un sofisticado garfio en la mano izquierda, lo cual lo convierte, según él mismo, en una instalación ambulante. No pocos de sus libros son tomaduras de pelo donde un autor de talento, sin duda, no se cansa de alardear que con la literatura no le basta. Una narración como Flores (2001), empero, donde Bellatin reincide en la enfermedad, en este caso, investigando sobre la propia talidomida, prueban que, cuando abandona su talante frívolo, sigue siendo un narrador imprescindible. El año 1994 también demostró la obcecación de Carlos Fuentes (1928-2012) en seguir publicando novelas sin criterio, talento ni gramática, ante el horror no sólo de quienes lo admiraban, sino de aquellos que lamentábamos una vejez tan triste para quien tanto hizo por la profesión de la novela (en varios sentidos de la palabra) en México. Diana o La cazadora solitaria, sobre la actriz Jean Seberg, presunta amante del protagonista, es un libro malo, vil y narcisista. Para colmo, fue acusado de plagio. Si la obra de Fuentes hubiera terminado con Cristóbal Nonato (1987), nos hubiéramos ahorrado quince años donde cada nuevo libro suyo se convertía en la certeza de un nuevo fracaso.

 

1995

La moda de la novela dizque histórica, donde la facilidad de los hechos consumados le permite al novelista abstenerse de imaginar y hasta de investigar, acabó de instalarse en México con La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán (1960), sobre el efímero imperio de Agustín de Iturbide. En su día, la novela me gustó, pese al aire delpasiano inevitable (Noticias del imperio, sobre Maximiliano y Carlota, y de Fernando del Paso, aparecida en 1987, ha sido votado como la mejor novela de los últimos veinticinco años cumplidos en 2012), hasta que mi propia investigación biográfica sobre la época (Vida de fray Servando, 2004) me reveló lo poco que había hurgado Beltrán en ese periodo. Biografías noveladas o novelas históricas, la gran mayoría malísimas, proliferan en todos los países y México no es la excepción. En 1995 también Enrique Serna (1959) publicó una de sus primeras novelas (El miedo a los animales), una sátira fallida sobre el medio literario de la Ciudad de México, del cual el autor forma parte notoria, erigiéndose en juez de la moralidad de los pares. Importa mencionarlo porque las siguientes novelas de Serna, El seductor de la patria (1999), sobre el general Antonio López de Santa Ana, a pesar de sostener los tópicos sobre el villano favorito del siglo xix mexicano, y Ángeles del abismo (2004) no sólo son diestras reconstrucciones (la segunda, retoma la novelización de un proceso inquisitorial, como lo hicieran en el siglo antepasado Justo Sierra O’Reilly y Vicente Riva Palacio), sino obra de uno de nuestros novelistas más hábiles, en cuestiones de forma y economía. Separadas por quince años aparecieron otras dos novelas históricas mexicanas: Siglo de un día (1993), del poeta Eduardo Lizalde, sobre el año 1914 de la Revolución mexicana, y Juárez, el rostro de piedra (2008), del cuentista Eduardo Antonio Parra (1965), uno de los más enjundiosos realistas en la tónica de la antigua ley. Obra mayor fue, asimismo, la dieciochesca Rasero (1993), de Francisco Rebolledo (1950), el libro que tenía que escribir porque después ya no hubo más de interés.

 

1996

La única novela de Guillermo Sheridan (1950), uno de los prosistas esenciales del México contemporáneo y el más dotado talento satírico desde Jorge Ibargüengoitia, apareció ese año. Es El dedo de oro, una hilarante fabulación rabelesiana sobre Fidel Velázquez, el eterno cacique del sindicalismo mexicano, entonces todavía vivo. La novela nunca se reeditó. Es lástima: el humor y la novela mexicana no se llevan y el humorismo no es tomado en serio. Aquel año fue el de la muerte de Juan Vicente Melo (1932-1996), quien, autor de La obediencia nocturna (1969), legendaria, dejó un manuscrito inédito, La rueca de Onfalia (1996), última pieza del solitario melómano entre nuestros novelistas. A su fallecimiento siguió el del otro par de novelistas esenciales de la generación de la Casa de Lago, Salvador Elizondo (1932-2006) y Juan García Ponce (1932-2003): del primero se han publicado varios inéditos sobresalientes, sobre todo sus Diarios (1945-1985), primorosamente editados por su viuda Paulina Lavista, aunque, como tal, no dejara ninguna novela póstuma, como sí fue el caso de García Ponce, quien alcanzó a publicar Pasado presente (1993), relato memorioso donde el propio Elizondo —su hermano enemigo— es un personaje central. De aquella notable generación, en 1996, Sergio Pitol (1933), habiendo terminado su novelesco Tríptico del carnaval con «La vida conyugal» (1991), comenzó otra serie, crítico-memorialista, con El arte de la fuga mientras Fernando del Paso (1935) se dio el lujo de publicar una novela policiaca: Linda 67. Historia de un crimen (1995).

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