Andrés Barba | Carmen Cáceres
Un año con los ojos cerrados. Retrato involuntario de una pareja dormida
Papeles Mínimos
90 páginas
«Se dice dormir juntos, pero no es cierto», asegura Patricia, interpretada por Jean Seberg, en Al final de la escapada (Godard, 1968). Poco importa con quién compartamos la cama, soñar es un acto solitario que implica un viaje por nuestro subconsciente, una experiencia sensorial rodeada por la bruma del misterio. Esa evasión enigmática es uno de los temas que vertebran Un año con los ojos cerrados. Retrato involuntario de una pareja dormida, publicado por Papeles Mínimos, una obra onírica que compila los sueños de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba, y que arranca con dos textos introductorios, uno más reflexivo y otro más confesional, de esta pareja de escritores.
Desde septiembre de 2014 y hasta agosto de 2015, Barba y Cáceres jugaron a enviarse postales con sus sueños. El objetivo, según cuentan en este artefacto literario que también recoge varias postales collages intervenidas por Cáceres, no era tanto desentrañar los posibles traumas, sino conocerse a través de sus relatos oníricos: cuando empezaron con este pasatiempo epistolar, hacía dos años que el autor de República luminosa y la ensayista de Al borde de la boca se habían encontrado en Buenos Aires (donde vivía Cáceres), y hacía poco que se habían mudado a Madrid, por lo que ansiaban obtener cualquier detalle que desentrañara el carácter del otro: «Este libro podría correr el riesgo de convertirse en el relato no pedido e insidioso de un sueño ajeno, si no fuera porque es también (o lo es por encima de todo) la historia de dos personas que intentan conocerse a través de sus sueños», confiesa Barba en Abrir los ojos bajo el agua, texto que precede el diario de sueños. Esta aventura íntima sobre la complicidad de dos amantes que comparten profesión es asimismo un retrato interior que explora las posibilidades de la pareja como tándem; la cita que lo inaugura es de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, otro monstruo de dos cabezas llamado pareja que también firmó un libro conjunto, Los que aman odian.
La masa ensoñadora que nos legan es un material arqueológico en el que no solo reconocemos a los soñadores, sino a la humanidad, porque como escribió Shakespeare, «estamos hechos de la misma materia que los sueños». Junto a las obsesiones personales –los guardapolvos y la casa de infancia de Cáceres; los bebés y los festivales literarios de Andrés–, conviven temas universales como la muerte, los celos o el miedo al fracaso. No es difícil identificarse con su imaginería, como si en nosotros operara una catarsis redentora. Una extraña sensación de familiaridad nos envuelve, ¿cómo asegurar que sus sueños no son los nuestros si los hemos olvidado? Soñamos solos, pero ¿acaso no es soñar un acto colectivo? Según el hinduismo, no solo nosotros, sino el universo entero vive en el sueño de Brahma o como apunta, de la mano de Jung, Cáceres en su ensayo introductorio, Conjetura para una protección de los sueños, los elementos del sueño son arquetipos que representan «la manifestación simbólica de patrones universales: la masa atávica de nuestro inconsciente colectivo». Estos arcanos mundos del subconsciente abren la puerta hacia el infinito ya que son «un estado en el que es posible realizar viajes hacia otros planos de la conciencia», como asegura Cáceres cuando cita El arte de ensoñar de Carlos Castaneda.
Decía Borges que los sueños son creación literaria, fabulamos cuando soñamos y cuando relatamos lo experimentado con los ojos cerrados. Como la energía que alumbra el arte, su estructura es caótica, somos nosotros los que ordenamos sus retazos imponiéndoles un orden cronológico. Es decir, el soñador es un escritor y un editor –una especie de Dios, si atendemos a La consolación de la filosofía de Boecio–, capaz de ver todas las acciones del sueño en un solo instante eterno, unos dones que quedan patentes en Un año con los ojos cerrados, un experimento que tiene mucho de manual de instrucciones. Aparte de imponerse escribir en postales de 10 x 15 cm –asusta pensar que el formato funcionaría en Instagram– y mandársela al otro a casa, esta pareja aprendió a pescar sueños, «la manera más efectiva […] era mantener la `mirada´ fija en ese vacío, no abrir los ojos al despertar y concentrarme en ese hueco. […], la vaga imagen se convertía en un sedal. Bastaba entonces tirar […]. Del otro lado, como una criatura magnífica, se sentía la presencia de un ser de otro mundo: el sueño», escribe Barba. Cáceres se hace eco de ese entrenamiento, de esa «habilidad que se ejercita», inspirándose en otras culturas: los egipcios, griegos y romanos precristianos construyeron «sanatorios o templos» para explorar su dinámica onírica que consideraban «un espacio de comunicación con los dioses»; el budismo propone entrenarse para convertirse en durmientes lúcidos a través del yoga nidra, «un estado de relajación en el que la conciencia permanece alerta […], en el que el sujeto […] entra en contacto con el infinito a través de la inacción».
Todavía no se ha escrito la historia de los seres humanos cuando duermen, por lo que Cáceres se pregunta si seríamos más justos si la hubiéramos registrado. «Si pudiésemos saber qué soñaba una noche cualquiera el apóstol Mateo […] o una tejedora azteca: ¿nos conoceríamos más y mejor?». No son los primeros en relatar sus sueños. También sucumbieron a su influjo, Bolaño, H. G. Wells o Nabokov, quien influido por las teorías del tiempo como entidad de múltiples direcciones del filósofo John Dunne, los consignó en 1964 y durante casi tres meses en 118 fichas de cartón. Al no encontrar patrones ni señales premonitorias, el autor de Lolita quedó frustrado. Según Gennady Barabtarlo, traductor al ruso de sus últimos libros, el proyecto de Nabokov no fue un fiasco, ya que condicionó su escritura (en especial, Ada o el ardor) y supuso incluso un presagio. En Sueños de un insomne. Experimentos con el tiempo (WunderKammer), un compendio donde se reúnen y comentan los sueños de Nabokov, Barabtarlo, señala que en un sueño, una mujer le pregunta si le gusta St-Martin, a lo que Nabokov contesta, corrigiéndola, Martin, no; Mentone (un sustituto onírico de Montreux, donde había vivido desde 1961). Curiosamente 13 años después de ese sueño, su cuerpo se incineraría en el Centro Funerario de St-Martin (Suiza). Todavía no sabemos si las fantasmagorías oníricas recogidas en Un año con los ojos cerrados encierran augurios, pero podemos conjeturar que el experimento ha sido influyente: el último libro de Barba –en fase de edición– es una novela espectral; ¿qué hay más fantasmagórico que un sueño?
Aunque Cáceres y Barba no inauguran un género, sí lo configuran con sus reglas de juego: sus textos epistolares y altamente plásticos de unas cien palabras dirigidos a un tú o a un vos recuerdan a poemas surrealistas. Símbolos universales, asociaciones inquietantes, rebuscadas sinestesias cuyo tono bascula entre lo dramático y lo cómico son el punto de partida de un formato único y un divertimento que podría, por qué no, extenderse entre parejas de durmientes de todo el mundo. Escritos en presente de indicativo, el tiempo de los sueños porque los fija en el infinito, nombran los hechos en el instante en el que suceden, como un comentarista deportivo frente al micrófono; su uso nos conmina a experimentar sus vivencias oníricas y supone una lucha contra el olvido. No solo se trunca la realidad, también los géneros y tonos –arrancan épicos como una peli de aventuras, prosiguen turbadores como un relato de ciencia ficción y se resuelven con humor. Los autores retuercen asimismo el canon: la ficción doméstica se ha relacionado tradicionalmente con la mujer, pero mientras el texto introductorio de Carmen M. Cáceres es más filosófico; el de Barba, que relata el principio de sus amores, es más confesional.
Cuanto más practican el ejercicio, más finos son en la descripción del inconsciente; los detalles y matices se enriquecen, llenándose de intensidades y colores; ¿es el músculo de la memoria?, ¿el pescador de sueños se vuelve más ducho? «Tengo 17 años, pero soy mucho más sabia, adentro tengo otra edad y lo sé», escribe Cáceres. El número dos se afianza en su actividad onírica: de la primera persona del singular a la del plural, ambos terminan protagonizando unas historias con la especular atmósfera de Borges; abundan los desdoblamientos de identidad, los doppelgänger: en un involuntario guiño a El otro, en el que el maestro argentino charla con su yo más joven, Barba describe un sueño en el que se topan con una pareja idéntica a ellos, pero de raza india.
Si al principio es fácil reconocer al autor del sueño por el estilo y el tono –más divertidos los de Barba; más sensoriales, los de Cáceres–, a medida que avanza el compendio, en aquellos sin voces argentinas, resulta cada vez más difícil acertar quién es el durmiente. ¿Es la convivencia la que los fusiona?, ¿el compartir experiencias? Sus sueños se sintonizan como suponemos lo hacen ellos en la vida. Al final, va a resultar que soñar no es una acción tan autónoma.