Auguste Villiers de L’Isle Adam
Axel
Traducción de Manuel Serrat Crespo
WunderKammer, Girona, 2018
204 páginas, 21.50 €
Axel, el poema dramático de Auguste Villiers de L’Isle Adam (1838-1889) se publicó póstumamente en 1890, el mismo año, por cierto, en el que Oscar Wilde publicaba El retrato de Dorian Gray, esa novela de terror gótica, de temática faustiana, que guarda con Axel una suave semejanza de ambientación. Era la obra más densa del autor, a la que se había dedicado los últimos años de su vida con tenacidad y en la que eclosiona su negativo idealismo. El conde Axel de Auersperg se convertiría rápidamente en un mito, y en modelo para los héroes simbolistas. Y es que hay algo poderoso, fascinante, en esa suerte de libro iniciático que Yeats leyó «lenta y laboriosamente como se lee un libro sagrado», de ambientación gótico-romántica, en donde dos personajes, Axel y Sara, gravitan hacia un encuentro excelso y terrible. Sara aparece silenciosa, insondable y temible en el primer acto, ubicado en un monasterio de religiosas trinitarias del antiguo Flandes francés, en el momento de ir a ser admitida como monja. Tras las torrenciales, elaboradas y barrocas palabras de la abadesa del convento y del solemne arcediano, ella dice una única palabra que burla con simple y poderoso efectismo la riqueza y la elaboración de los discursos que la preceden: «No». Por otra parte, el conde Axel, dueño de «una admirable belleza viril», quien habita un recóndito castillo en lo más profundo de la Selva Negra donde se ha consagrado al estudio de la filosofía hermética de los alquimistas, es iniciado por un adepto de la secta de los rosacruces en la revelación de los misterios últimos. También él, en la tercera parte del drama, cuando su maestro Janus le ofrezca el conocimiento de las ciencias ocultas, responderá: «No». Los dos personajes confluyen el uno hacia al otro y hacia las catacumbas del castillo mismo, que sepulta, él también, su propio secreto: un tesoro del ejército de Napoleón que el padre de Axel protegió a costa de su vida y su reputación. La unión de la fuerza negativa de ambos personajes, el deseo de no hacer, apartarse, renunciar, no retener ni vivir los hace sujetos libres, quizá, o envenenados por «una horrible enfermedad de nuestra cultura que florecerá, años más tarde, en la terrible fuerza de negación y de muerte que asolará Europa», en palabras de Andrés Ibáñez quien prologa esta edición. La obra, ambiciosa, plantea una estética y una altiva ética de renuncia. En sus cuatro actos: el mundo religioso, el mundo trágico, el mundo oculto y el mundo pasional, se cierne una subversiva concepción del mundo.
Un año después de la publicación de la obra, en Marsella fallecía, en 1891, Arthur Rimbaud, quien ya en 1873 escribía: «Lo más prudente es dejar este continente, donde la locura ronda…». Entre los diecisiete y los diecinueve años había concebido una literatura que alumbraría el simbolismo, del que Auguste Villiers de L’Isle Adam sería adalid. Encarnó, quizá como ningún otro, al poeta vidente. Mostró el vértigo del siglo por venir. Luego calló, despreció sus escritos. Calificó su obra de «absurda» y «repugnante». Quemó todos los ejemplares de Une saison en enfer, ese agudo delirio que llamó, antes de su título definitivo, «libro pagano, libro negro», y procedió a llevar a cabo la resolución que había anunciado en la obra que había destruido. Negar en él las huellas de la civilización occidental, desheredarse de su bautismo, negar la escritura («basta de palabras») y renacer como «el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito —¡el Sabio supremo!—, pues llega a lo desconocido». Rimbaud buscó trabajo en Egipto, en Abisinia, en todos los puertos del mar Rojo. Halló empleo en Adén, en una casa francesa importadora de café que pronto le destina a Harar, donde acabaría por llevar una factoría de su propiedad, donde traficaría con azúcar, arroz, armas y esclavos. Buscó ser superviviente en la perdida brutalidad del Oriente, medrar, conseguir la prosperidad económica —lenguaje que la madre entendía— que le había sido negada en Francia. Había abandonado el estudio y las letras en la cúspide de su genio por la acción pura, la civilización por lo primitivo, lo excelso por lo práctico. «Fue el primer europeo que penetró en el territorio de Ogadain», señala Edmund Wilson en su ensayo «Axel y Rimbaud» incluido en la antología dedicada al simbolismo El castillo de Axel. Wilson nos habla de Rimbaud y de Axel como dos caminos, dos posibilidades: «si se sigue al primero, el camino de Axel, uno se encierra dentro del propio mundo privado, cultiva sus fantasías privadas, estimula las manías privadas y al fin prefiere las más absurdas quimeras a las realidades contemporáneas más asombrosas, dando por realidades sus quimeras. Si se elige la del segundo, el camino de Rimbaud, se intenta dejar atrás el siglo xx, para hallar mejor vida en algún país donde los métodos manufactureros y las instituciones democráticas modernas no ofrecen ningún problema al artista simplemente porque todavía no han llegado».
¿Qué buscaba Rimbaud en su persecución del Este? «Yo no he sido nunca de este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy un bruto: os equivocáis…». Cuando en la carta que le envió al poeta Demeny le dijo «Je est un autre», estaba afirmando no su dualidad, sino su otredad. El elemento trágico de esta arriesgada apuesta por hallarse es que Rimbaud estuvo muy lejos de encontrar lo que perseguía. Mientras Rimbaud se fue rompiendo en su huida, enfermo y tambaleante, en Francia Verlaine había conservado sus poemas, se habían publicado y se leían con asombro en París. Especialmente en los círculos de la nueva escuela simbolista en la cual Rimbaud ya tenía el estatus de figura legendaria. El final ya lo sabemos, la enfermedad, el obligado regreso a Francia. La pérdida de la pierna. La muerte a los treinta y siete años. Un final que nos duele por la humillación del gran rebelde, por su obligada sumisión a lo prosaico y grotesco de la vida. El héroe de las letras y de la negación, preso, aún joven, de sus limitaciones de salud, doblegado por las consecuencias de su temeridad y por los azares de la vida misma.
André Gide objetaba a la escuela simbolista «su falta de curiosidad por la vida». Los simbolistas fueron «pesimistas, renunciantes, resignados». Se arrojaron al refugio de la poesía como única escapatoria de la horrible realidad. Sin duda, el caso de Villiers. Axel teme la desilusión, el desencanto, busca sólo lo excelso y, con el orgullo como motor, tiene la fuerza para llevar a cabo la negación. No quiere verse arrastrado por la vida, ni ser privado de sí mismo por las penalidades, por el tiempo o por los apegos. Mientras vive, es dueño excelso de sí, es soberbio, inmenso. Rimbaud, tras hallarse en la cumbre de sí mismo como iluminado, como vidente, da un paso por detrás de sí, se renuncia, deja de ser la medida de su universo, se arroja al mundo desconocido con la voracidad de la huida y se somete al azar, al peligro, a la amenaza, desprovisto de moral, actuando bajo el código del superviviente. Se entrega a la fuerza de lo desconocido para iniciar una búsqueda que, si bien fracasa, tiene una épica de la caída.
Lo que no parece plantearse Rimbaud es si vale la pena vivir. El eje del planteamiento de Axel es, en cambio, precisamente ése. Axel es cerebral, prefiere la idea y la perfección. Rimbaud tiene la potencialidad de Axel, su capacidad de elevarse, de llegar a cimas de refinamiento y visión intelectual y estética, pero es animal. No es heredero de su bautismo, pero lo es de su instinto. A su brutal y criminal manera se hace frágil, se hace presa del mundo. Auguste Villiers de L’isle parece haber temido en la concepción de su idealismo el destino de un Rimbaud (que no llegó a conocer del todo pues falleció dos años antes) y le ha buscado solución, él que también conoció la caída desde su origen aristocrático a los abismos de la miseria. Negarse a caer, cayendo del todo.
Axel es más prudente en su suicidio que Rimbaud en su huida. «¿Vivir? ¡No ¡Nuestra existencia está colmada y su copa se desborda! ¡Qué reloj de arena contará las horas de esta noche? ¿El futuro? Sara, cree en esta palabra: acabamos de agotarlo. Todas las realidades, mañana, ¿qué serían en comparación con espejismos como los que acabamos de vivir?». El héroe de Villiers no suscita nuestra compasión, lo tiene todo y lo desdeña. Rimbaud se arroja, a costa de sí, a ser lo que la urgencia del dinero, el hambre o la enfermedad lo empujaron a ser. Aunque este a costa de sí es engañoso puesto que ya nos había anunciado Rimbaud en su poesía que ese yo era una quimera, no tenía realidad en él salvo para negarse y reinventarse. Axel tiene orgullo de sí, Rimbaud desprecia su entorno y la influencia del mismo sobre su primitiva naturaleza. Axel es dueño de sí mismo, digno, casto, incontaminado y bello. Elige su muerte y niega para sí la humillación. Rimbaud, con su pierna amputada, siguió soñando con el este hasta su muerte en el hospital de Marsella. El elemento trágico de la vida de Rimbaud es feroz. Nos conmueve su renuncia, su derrota y aun así la suerte de victoria por haber ido más lejos de sí mismo, sin piedad para sí, y tampoco para los otros. Las incógnitas abiertas de su poesía y de su renuncia impiden dejar de tenerlo presente. También él es un mito que alumbra a los que le suceden, empezando por Axel y continuando por la senda abierta de los surrealistas. Nos dice algo que no acaba de ser dicho.
¿Y el personaje de Sara? Es la gran fabuladora de la narración: «Dime, caro amado, ¿quieres venir hacia esos países por donde pasan las caravanas, a la sombra de las palmeras de Cachemira o de Mysore? ¿Quieres venir a Bengala y elegir, entre los bazares, rosas, telas y muchachas de Armenia, blancas como el pelaje de los armiños? ¿Quieres levantar ejércitos y sublevar el norte de Irán, como un joven Ciaxares? ¿O si aparejáramos, más bien hacia Ceilán, donde están los blancos elefantes de bermejas torres, los aras de fuego en el follaje y soleadas mansiones donde cae la lluvia de los surtidores en los patios de mármol? […]». La extensa catarata de imaginario de un Oriente ideal —tan propio del simbolismo de la época y de la de los románticos— constituye, quizá, unas de las páginas más bellas del libro, suntuosas, ricas y excesivas. Pronunciadas por Sara, hermosa, joven, opulentamente rica por el hallazgo del tesoro, enamorada y correspondida por Axel, son una incitación poderosa, un espejismo subyugante. Ella cree en su quimera y por ello la fuerza de su renuncia es mayor, incluso, que la de Axel, quien ve en el reverso de la ensoñación la prosaica realidad. Sara, la primera renunciante del drama, cierra la última renuncia, tras aceptar resignada la decisión de Axel de poner fin a todo ese mundo de posibilidades ilusorias, aunque habiendo sido la causante de despertar en Axel un mundo de emociones que una vez vividas en su plenitud desea adormecer. «Belladonna, the lady of the rocks, the lady of the situations», dice Madame Sosostris echando las cartas del Tarot en The Waste Land de T. S. Eliot. La amenaza oculta en la bella donna, en la dicha, recorre poemas de subjetiva afinidad.
Todo se desmorona en un instante en esta obra en el cenit de su belleza, tragedia diamantina, cuento de cristal.