POR LUIS MÉNDEZ SALINAS

2004. Palabras que florecen

Estoy en el taller de mi padre. Es una joyería que lleva mi nombre, repleta de objetos diminutos y curiosos. Hago lo básico, lo que haría cualquiera antes de iniciarse en los secretos de la orfebrería: barro el lugar, sacudo cada una de sus incontables superficies, pulo las joyas, las limpio minuciosamente, les saco brillo. A cambio, mi padre ofrece una paga simbólica que –él y yo lo sabemos– nunca llegará. En los ratos libres, que son muchos y largos, afortunadamente, leo. 

Estas son mis últimas vacaciones antes de entrar a la universidad. Cada año, al terminar las clases, leo por mi gusto y gana, por placer. El libro que sostengo entre mis manos se llama El ángel literario (Anagrama, 2004) y está firmado por Eduardo Halfon. No sé cómo llegó a mis manos. Habla de esos sujetos que escriben las historias que leo. Habla de escribir, del primer impulso, de la incertidumbre que se instala de pronto en una vida común y corriente, y la pone de cabeza. Un pequeño duende gris visita a un niño y le ayuda a descubrir el mundo. Un tipo que vuelve de reportear en la guerra se enfrenta a la pérdida de todos sus manuscritos. Otro fabula historias mientras ve girar su ropa en una lavandería pública. Los nombres se suceden, y para mí el libro se convierte en una especie de guía telefónica que me lanza a la librería para buscar las historias que escribieron esos nombres: Carver, Nabokov, Hemingway, Hesse, Bolaño, Monterroso, Castellanos Moya. 

La escritura como eje, como centro que atrae incontestablemente vidas concretas hacia sí. Yo tengo 18 años y siento exactamente esas mismas pulsiones. De ahí que un libro que las explora me interese de inmediato. Sin saberlo, entro en las páginas de El ángel literario para conocer gente que ha abierto caminos que intuyo recorrer en el futuro. El mismo Eduardo registra su experiencia –los relatos sucesivos de tres líneas, un párrafo, media página que compartía con Ernesto Loukota; el taller literario de dos personas que sostuvo con Oswaldo Salazar– y leer su libro es una forma de conocerlo a él: quizá no al sujeto que aparece en la solapa, pero sí a ese personaje, a ese hombre de papel que indaga sobre los orígenes de la escritura, sobre cómo se siembran las palabras en la vida, y sobre cómo florecen.

2009. Conectar de nuevo

He pasado los últimos cinco años de mi vida estudiando arqueología y trabajando en proyectos de investigación. Leo ficción de vez en cuando, pero sobre todo leo poesía. Tengo una gaveta llena de cuadernos viejos y una carpeta en el escritorio de mi computadora con textos que escribí hace más de tres años, luego de leer con hambre a Tzara, Artaud, Zurita y Maquieira. Textos raros, que surgieron de un impulso que no logro comprender y que ahora duermen mientras yo pongo la vista en otro lado.

Desde hace tiempo no participo en las lecturas que se organizan en los bares, y no veo a los escritores con los que compartí años atrás. Estoy desconectado. Pero la terquedad generosa de Carmen Lucía Alvarado me trae de vuelta y todo vuelve a encenderse para mí: la escritura, la lectura, la conversación, el gozo de construir la vida y los afectos alrededor de los libros. Y en ese momento llega a mis manos un viejo ejemplar de Esto no es una pipa, Saturno (Alfaguara, 2003). 

Esto no es una pipa narra la historia de Carlos Valenti, “el más grande pintor de Guatemala”, en palabras de Carlos Mérida, personaje de Eduardo en la novela y, para mí, el más grande pintor de Guatemala. El libro me deslumbra de inmediato: por sus páginas transcurre la voz de los personajes más relevantes de la cultura guatemalteca de inicios del siglo XX. Cada capítulo es una voz diferente, amarrada de manera sutil a los cuadros que pintó Valenti antes de matarse debido la inminencia de perder la vista a los 23 años. Un libro trágico, preciso, demoledor. Sin saber muy bien cómo ni por qué, atravieso de nuevo un momento clave de mi vida –algo así como un nuevo inicio en la literatura– con páginas de Halfon entre las manos.

2017. Lo íntimo que se desborda

Me caen bien los tipos que sonríen con los ojos, y Philippe Hunziker es uno de ellos. Me lo encuentro en un pasillo de la mejor librería del país, SOPHOS, ese lugar –ahora también editorial– que tantos encuentros nos ha prodigado. De una caja extrae un libro pequeñito de pasta beige. Catorce años después de su primera edición, aparece de nuevo Esto no es una pipa, recobrando su título original: Pan y cerveza, eso que Dickens recomienda a quienes están a punto de suicidarse para alejarlos –al menos por un tiempo– de su proyecto. Leo de nuevo la magnífica historia de Valenti. ¿Qué me sigue interesando de ese libro? ¿Qué significa regresar a la Guatemala de inicios del siglo XX para seguir el periplo de una pareja de artistas que salen de su país atraídos por la fuerza de gravedad de la escena parisina para formarse, para alimentarse y alimentar simultáneamente a esa ciudad que convocó creadores de todo el planeta, a esa ciudad-puente en donde Asturias y Cardoza –figuras fundamentales de la literatura moderna en Guatemala– fueron a encontrarse con el país esquivo, con el país-envoltorio que aparentemente habían dejado atrás? No me queda claro, pero intuyo que en este libro Halfon está buscando una raíz, un espejo, un cable a tierra, un lugar desde el cual nombrar. 

Y esa búsqueda se concreta en una estrategia radicalmente distinta a la que aparecerá, por ejemplo, en libros como Mañana nunca lo hablamos (Pre-Textos, 2011), que registra la memoria de un niño que experimenta la guerra en los barrios privilegiados de la Ciudad de Guatemala. En sus páginas la búsqueda es personal, y se extenderá a la historia familiar en buena parte de la obra posterior de Halfon, articulando un proyecto literario en el que cada libro funciona como un capítulo sucesivo dentro de una historia que se desarrolla y se despliega, hasta abarcar casi dos décadas de escritura frenética que da cuenta de una necesidad íntima que se desborda y se comparte: ir en búsqueda de una identidad. Buscar una identidad es construirla. Y construirla es inventarla. ¿Qué es un hombre, si no una ficción? ¿Qué es una ficción, si no libertad, voluntad creadora? ¿Dónde está la frontera entre el Eduardo que escribe y el Eduardo que aparece en sus libros? Poco importa. De eso se trata la literatura: borrar, diluir las fronteras. La ficción se alimenta de la memoria y de la vida, pero es algo fundamentalmente distinto de la memoria y la vida.

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