2018. Preguntas fundamentales

A finales de mayo, Carmen Lucía y yo desembarcamos en la Feria del Libro de Madrid con los ocho años de trabajo de Catafixia Editorial en las maletas, y más de 100 títulos publicados hasta entonces. Este es nuestro primer contacto directo con el ámbito editorial español. Un recorrido breve por las casetas que se suceden en el Parque de El Retiro nos pone en contacto con sellos editoriales que no conocemos. Y en medio de tanta novedad aparece insistentemente el retrato de un hombre que reconocemos de inmediato: barba blanca, lentes delgados, cejas pobladas, ojos grandes y expresión seria. Es Eduardo Halfon, nuestro compatriota, que está presentando sus libros más recientes: Duelo (Libros del Asteroide, 2017), Biblioteca bizarra (Jekyll y Jill, 2018) y Oh gheto mi amor (Páginas de Espuma, 2018).

Una pregunta se impone: ¿cómo leen a Halfon fuera del país que compartimos? No lo sé de cierto, pero me parece que, en países como España, con una industria editorial potente, suele leerse con cierta prisa. Se produce tanto, que muchas veces cuesta ver el horizonte más allá de las mesas de novedades y las recomendaciones del suplemento literario semanal. Sin embargo, es indudable que hay autores y obras que se imponen y encuentran a sus lectores más allá de la novedad. Es el caso de Eduardo, quien ha sabido situar su obra –una obra que no para de crecer, no solo en volumen sino en profundidad– durante casi dos décadas en los más diversos contextos. 

Unos meses después, de vuelta en Guatemala, como parte del Consejo Asesor para las Letras del Ministerio de Cultura de mi país, asisto a la reunión en la que se otorgará el Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias”, máximo reconocimiento de las letras guatemaltecas. Este año, luego de valorar diferentes propuestas, la decisión se impone: Eduardo Halfon es el autor de una de las obras más relevantes que se han gestado en los últimos años dentro de la tradición literaria guatemalteca. Sus libros forman parte de una arquitectura, de un proyecto, de una intención y una búsqueda ininterrumpida que ha encontrado eco en el reconocimiento y el cariño de muchísimos lectores a escala mundial. En Halfon hay seriedad y compromiso con esa arquitectura capaz de erigir preguntas fundamentales entre quien escribe y quienes lo leen. 

Un país de por medio

¿Es excesivo decir que Eduardo Halfon es guatemalteco? ¿Que yo mismo lo soy? ¿Que cualquiera lo es por el simple hecho de haber nacido aquí? Sus abuelos migraron, mis padres migraron y nos sembraron en un suelo que ahora nos pertenece y al que pertenecemos. ¿Cómo se explica que una semilla que vino volando desde Líbano, desde Polonia, desde cualquier parte, eche raíces en Guatemala? La conciencia de mi país –el mismo país de Halfon– se revela entonces en la diversidad de nuestros orígenes. Mi madre vino de Nicaragua a finales de los años 70. Mi padre migró desde El Salvador a mediados de los 50. Yo nací en Guatemala. Eso me hace ver la historia como una danza maravillosa de placas tectónicas en constante movimiento. La gente está encima y se mueve también. 

Sin la Segunda Guerra Mundial, sin la Revolución Guatemalteca, sin la intervención norteamericana del 54, sin la guerra y el genocidio en los territorios mayas, quizá hoy no existirían los libros firmados por Eduardo, y yo no escribiría esta crónica de una conversación imaginaria. Algo resulta evidente: lo colectivo es una fuerza que incide en lo personal. Cada individuo es una intersección, una suma de azares, encuentros y choques.

Leo a Halfon con un país de por medio. Pero, ¿cuál es ese país? No corresponde precisamente a un mapa ni a lo que las agencias de noticias dicen sobre él. No es un paisaje, sino una comunidad. Un algo en común. Un pasado, un presente y, quizá, un futuro compartido.

Me gusta imaginar Guatemala como un país elástico, como un país escrito al pie de cinco formidables volcanes. Uno de esos volcanes es invisible: escurridizo, flotante, ligero, pero trascendental. Su nombre es Rafael Arévalo Martínez. A su lado hay un volcán rabioso, en erupción permanente, generando siempre suelo nuevo. Es Miguel Ángel Asturias. También hay un volcán que todos los guatemaltecos conocen, todos lo han subido al menos una vez en la vida. Es el más viejo de todos: José Milla. Francisco Méndez es un volcán nocturno que dibuja su silueta negra sobre el fondo negro de la noche. Está ahí, aunque pocos lo vean. Por último, hay un volcán pequeñito, categórico, singular: Tito Monterroso, niño que ahora mismo cumple 100 años de vida en las palabras.

Al abrigo de esos volcanes se ha erigido un pueblo de escrituras que se cruzan y alimentan mutuamente. Ese pueblo fue soñado y construido por Marco Antonio Flores, quien nos enseñó a hablar de nuevo y a sentir el vértigo de las historias que pululan a nuestro alrededor; por Luis de Lión, quien conectó su escritura con la luz que emana de los textos sagrados; por José María López Valdizón, quien antes de ser asesinado por el Estado guatemalteco aprendió a hablar con la voz asombrada de los muertos que no saben que están muertos; por Carlos Navarrete, con quien aún recorremos caminos que no tienen tiempo; por Paco Pérez de Antón, guatemalteco por elección que bucea como nadie en nuestra historia; por Mario Payeras, narrador, poeta, guerrero de los bosques y los pájaros; por Luis Alfredo Arango, hombre de dos cabezas que con su sencillez aprendió a ver nuestras complejidades y contradicciones; por Dante Liano, quien con su poética del crimen ilumina la oscuridad de lo que escondemos en lo íntimo.

Ellos trazaron las calles, erigieron los muros, fundaron la aldea por la que se desplaza la memoria, la imaginación, las historias, los personajes y los deseos de la literatura guatemalteca actual. En esa aldea que nos heredaron conviven las voces de Víctor Muñoz, Oswaldo Salazar, Carol Zardetto, Francisco Goldman, Otoniel Martínez, Carlos Paniagua, Mildred Hernández, Eugenia Gallardo, Francisco Alejandro Méndez, Rodrigo Rey Rosa, Eduardo Juárez, Lorena Flores Moscoso, Denise Phé-Funchal, Eduardo Halfon, Javier Payeras, Maurice Echeverría, Ronald Flores, Carlos Meza, Rafael Romero, Rodrigo Fuentes, Vania Vargas, Arnoldo Gálvez Suárez.

La Guatemala geográfica, que aparece como un accidente en nuestras biografías, es un lugar repleto de montañas. Su ciudad capital está totalmente atravesada por barrancos. Esas formas que se imponen a nuestra cotidianidad significan distancia, y dan como resultado un territorio relativamente pequeño en el que se hablan más de 20 idiomas. ¿Cómo recorrer esa distancia y encontrarnos? Quizá abriendo un boquete en nuestra historia personal para encontrar sus giros, sus temas, sus circunstancias, y a partir de ahí construirnos dentro del papel, dentro de la memoria, dentro de la imaginación y la libertad de nuestra escritura. 

Así se da la conversación creativa en este país elástico que a falta de un nombre mejor llamamos Guatemala, así se da el diálogo entre autores y autoras de distintas generaciones que forman una colectividad, un archipiélago que hoy goza de algo que durante buena parte de nuestra historia ha sido casi siempre negado. Hoy podemos decir, por ejemplo: este es nuestro territorio y decidimos ocuparlo. Lo destruimos y volvemos a forjarlo en la escritura. Es un territorio que corresponde y no con nuestra geografía. Es un territorio de símbolos, una reunión de complicidades, un lugar repleto de hombres y mujeres de papel que inventamos mundos a la medida de nuestro deseo.

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