«Nos acostumbramos a ver a las mujeres como apoyo de los hombres, jamás como protagonistas de gestas propias»Por Michelle Roche Rodríguez
Arropados por las noches de finales del año 1983 y principios de 1984, en plena dictadura de Augusto Pinochet, los cinco miembros del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) salieron a escribir en las paredes de Santiago de Chile una palabra y un símbolo que habría de dar al pequeño grupo fundado en 1979 un lugar destacado entre las vanguardias latinoamericanas del siglo XX. Se trataba de un «NO» sucedido de un signo «+». Al poco tiempo, las personas se apropiaron de los grafitis y añadieron palabras e imágenes, en las cuales se leían mensajes en contra del gobierno, como «NO + dictadura», «NO + tortura» o «NO + desaparecidos»; hubo incluso una enorme pintada en la cual a ese «NO +» se le acompañó con la figura de un revólver. De esa manera se cumplía el objetivo fundacional del CADA: llevar el arte a la calle para que la gente se lo apropiara. Y con creces.
Como tatuajes en la piel de la ciudad, las pintadas medían el hartazgo de los chilenos con la dictadura. Carlos Granés en su ensayo Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina (2022) saca conjeturas sobre el alcance de esta iniciativa. Escribe que ese «NO +» perduró en la memoria de los ciudadanos seis años, hasta entrar como consigna en la campaña del plebiscito de 1989 que sacó a Pinochet del gobierno. Aquella fue la cuarta y última acción del grupo integrado por los artistas visuales Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells, el poeta Raúl Zurita y la narradora Diamela Eltit, cuya obra amasada a contrapelo de la historia reciente de Chile es el tema de esta entrevista.
«Vivíamos en el contexto de una dictadura, amanecíamos y dormíamos en ese contexto; esa vida estaba internalizada en cada uno de los chilenos. Sabíamos cómo caminar, cómo movernos, cómo reírnos. Cualquier intento por sintetizar ese tiempo es injusto porque fue un contexto amplio e invasivo. Por eso nunca he usado la palabra “dictadura” en una novela», dice la autora, a través de videoconferencia, desde su casa en Santiago, donde vive la mayor parte del año, pues desde hace más de tres décadas pasa un cuatrimestre en Estados Unidos para dar clases. En el pasado ha estado de visita como escritora o profesora invitada en las universidades de Cambridge, Berkley, Columbia, Standford, John Hopkins, Virginia y Pittsburg; en la actualidad es Distinguished Global Professor del Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York.
Si bien el mejor articulado, CADA era otro grupo vanguardista de los ochenta entre los que intentaban abrir un espacio para la democracia en Chile. En Fracturas de la memoria (2004), la crítica chilena Nelly Richard incluye a este colectivo en la denominación «Escena Avanzada», una suerte de generación integrada vagamente por agrupaciones de artistas provenientes de distintas disciplinas cuyo objetivo era reformular las mecánicas de producción creativa borrando las fronteras entre los géneros de la literatura, las artes plásticas y el performance, en el anquilosado encuadre militarista del pinochetismo. Lo que esas vanguardias dejaban por fuera era el aporte social de las mujeres. «Todavía no me enfrentaba de manera traumática a la discriminación, porque mi tiempo de ese tiempo apuntaba a cambiar los paradigmas políticos para romper las desigualdades sociales», recuerda Eltit en El ojo en la mira (2021), una colección de ensayos que describen su relación con la literatura y se estructuran como una biografía hecha de lecturas. «Nuestra política se sostenía en cuestionar y mantener una rebeldía permanente frente a los anestesiados mandatos sociales», escribe refiriéndose a CADA sin nombrar al colectivo explícitamente en el libro. El ojo en la mira se suma a otras colecciones de ensayos sobre literatura, arte y política publicados por la autora entre los años 2000 y 2016: Emergencias, Signos vitales y Réplicas.
Pero la discriminación no tardaría en llegar. En 1983, un periódico publicó una crítica demoledora de su primera novela, Lumpérica, en donde narra desde el punto de vista de L. Iluminada, una indigente, las actuaciones nocturnas —o «ejercicios de experimentación» bajo un cartel luminoso— de los marginados de Santiago. La novela transcurre en una plaza pública, y las actuaciones de los personajes son grabadas con una cámara de video. No existe una trama precisa, pues se privilegian las sensaciones durante los performances en un tejido urbano que tiende a desintegrase. El vínculo de Lumpérica con las actuaciones de CADA es evidente, razón por la cual la crítica contemporánea tiende a leerla como una respuesta estética de la autora a las estrategias biopolíticas del régimen neoliberal de Pinochet.
Eltit se refiere a la seca recepción de su primera novela a través del ejemplo de una reseña en un periódico donde se aludía a la falta de claridad en Lumpérica y se acusaba a su autora de leer teoría. Y, sí. Eltit no lo niega. Es lectora de teoría y de teoría feminista en particular. Virginia Woolf y Simone de Beauvoir, por supuesto. Luce Irigaray es su académica favorita de la escuela francesa; Elaine Showalter y Nancy Fraser, lo son también, pero de la escuela estadounidense. Leyó con interés la novela-manifiesto de Las guerrilleras de la filósofa francesa Monique Wittig. Y se declara lectora de la española Amelia Valcárcel, así como de la socióloga chilena Julieta Kirkwood, entre otras. Sus lecturas han sido las propias de una intelectual que entraba a la profesión de la literatura desde la condición femenina en el último cuarto del siglo pasado, cuando la noción de écriture feminine había saltado de la academia francesa a universidades por todo el continente americano. El detalle es que ella lo hacía desde Chile, un país detenido en una dictadura militar.
He puesto la mirada, por un lado, en los espacios reducidos y, por el otro lado, en las formas necesarias para construir cada relato. Como lectora, desde el principio me interesaron autores cuyas obras eran desacatos a los centros, como James Joyce y Juan Rulfo. Leyéndolos a ellos, me sentí legitimada para escribir desde una imaginación que no se fundara en los centros
En Chile todavía se demoraría más de una década, pero en el resto de Occidente, la tercera ola del feminismo había llegado a su pleno apogeo, después de que las dos primeras olas conquistaran los derechos a la educación y al sufragio. Nuevas batallas se libraban en América Latina para lograr derechos sexuales y reproductivos, pero la moral católica imbricada en la raigambre de sus sociedades representaba un escollo difícil de superar. En Chile, el Decreto Amunátegui de 1877 había autorizado a las mujeres a cursar estudios universitarios, pero debieron esperar casi sesenta años para participar en una elección municipal y otros tres lustros más para votar por un presidente. La agenda sexual era especialmente difícil de gestionar visto que en ese país el divorcio entró plenamente en vigor ya en el siglo XXI, en el año 2004. Incluso durante la dictadura, Eltit fue pieza central de esta lucha. El 17 de agosto de 1987, cuatro años después de la conmoción urbana del «No +», se celebró el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, el cual rompió dos tipos de silencio: el silencio histórico de las mujeres, por un lado, y, por el otro, el de quienes escribían en plena dictadura militar. Una de las organizadoras fue la autora, a quien le habían adjudicado en 1985 la Beca Guggenheim. Trabajó con otras intelectuales hoy imprescindibles de la escena chilena, como las poetas Carmen Berenguer, Eliana Ortega y las académicas Lucía Guerra y la ya citada Richard. Hasta la década de los años ochenta, Eltit había sido una lectora ingenua o, al menos, despreocupada sobre los asuntos del género. «Aunque tenía una cierta claridad sobre mis derechos, no me había interrogado de manera intensa acerca de la asimetría de género», explica en El ojo en la mira: «Y desde luego no sabía que iba a integrarme al espacio literario y cultural poblado de un machismo encubierto o manifiesto que todavía, después de tanto tiempo, me resulta asombroso».
Sin embargo, el aporte intelectual de Eltit a la causa feminista no se limita a la academia. En la década de los años noventa publicó dos libros que dan cuenta de los avances políticos de las mujeres en su país: Elena Caffarena: El derecho a voz, el derecho a voto y Crónica del sufragio femenino en Chile. Caffarena fue una abogada, jurista y política fundamental en la lucha de la clase obrera chilena y, en particular, de las mujeres. De esa manera intentaba buscarse a sí misma una posición dentro del mundo, como escritora y como mujer. En El ojo en la mira, Eltit se refiere a la importancia de haber conocido y haber escrito un libro sobre Caffrena en estos términos: «Su inteligencia y perspicacia reafirmaron mi certeza de que las mujeres que escribíamos teníamos que trabajar en la protección de la memoria, en resguardar y a la vez relevar las figuras que se volcaron a los primeros gestos y gestas». Eltit hizo de la lucha por la igualdad de los géneros la columna vertebral de su literatura. Lo primero que llama la atención del compendio de su obra literaria es su compromiso político, el cual no se limita a sus acciones durante la dictadura pinochetista y ni si quiera a su país; sino que ha sumido también la causa política universal de la conciencia y el cuerpo femenino en el espacio público.
¿De qué forma ha condicionado el desarrollo de tu obra a lo largo de los años el hecho de haber comenzado a escribir durante la dictadura de Pinochet?
Habría escrito bajo cualquier sistema político. Estudié Literatura en la universidad, así que mi camino ya estaba trazado por allí. Además he dado clases toda mi vida. Ya antes de 1973, cuando llegó Pinochet al poder, yo había comenzado a escribir sobre una plaza, pero cuando publiqué Lumpérica diez años después del golpe, ya no era el libro tal como lo había diseñado al principio. Aunque, como signo total, la dictadura reprimiera algunos lenguajes y afectara a las escrituras de ese tiempo, no generó el acto de la escritura en mí, porque mi trabajo era encontrar el lenguaje y articular una poética. Las limitaciones se manifiestan de otra manera. En aquella época había una oficina de censura que dependía del Ministerio del Interior. Todos los manuscritos tenían que pasar por allí, pues para que las librerías vendieran los títulos debían tener un comprobante del ministerio. Publiqué la novela con una editorial dedicada a las Ciencias Sociales que había abierto un pequeño resquicio para la narrativa y, como ellos querían vender en librerías, enviamos la obra al censor. Este la aceptó. La Universidad de Princeton compró mis archivos, así que allá está el documento firmado por el viceministro de Interiores en donde se autorizó la publicación de mi novela. Parece delirante que un cargo tan importante se dedique a permitir o no que se publiquen libros, pero esos eran los tiempos. Por mi parte, si bien escribí con un censor al lado, nunca escribí para el censor.
Las acciones culturales que se realizan en tiempos de dictadura adquieren dimensiones especiales. Además de los performances realizados por el CADA, durante los años ochenta publicaste tres novelas rompedoras —Lumpérica, Por la patria (1986) y El cuarto mundo (1988)— en donde el ejercicio estético de poner en crisis la sintaxis narrativa ha sido leído por la crítica como una forma de socavar la estrecha relación entre patriarcado y militarismo. ¿Cómo se produjeron tales obras a partir de esa doble necesidad estética tanto como ética?
La decisión de trabajar así ha sido una constante en mi obra. He puesto la mirada, por un lado, en los espacios reducidos y, por el otro lado, en las formas necesarias para construir cada relato. Como lectora, desde el principio me interesaron autores cuyas obras eran desacatos a los centros, como James Joyce y Juan Rulfo. Leyéndolos a ellos, me sentí legitimada para escribir desde una imaginación que no se fundara en los centros. Como vivía en un sistema de gobierno que había marginado la cultura, el mercado editorial estaba obturado, lo cual, al no haber una voz consumidora que pidiera tal o cual producto, permitía diversidad de escrituras. Encontré un camino propicio a partir de la escritura de Lumpérica. No llegué a pensar que la novela sería difícil de leer porque en Chile existe una tradición de vanguardias muy prestigiosas. Sin embargo, me topé con la marginación del «no se entiende». Yo había encontrado una ruta con la letra a la cual no iba a renunciar y no podía satisfacer a los lectores haciendo un ejercicio literario que me fuera adverso. Pienso que el problema era más bien mi imaginario: que esa escritura de vanguardia era la escritura de una mujer y no de un hombre.
El lenguaje es el asunto fundamental de tus obras y en las entrevistas vuelves una y otra vez sobre las posibilidades estéticas de esta herramienta. En una entrevista con Yanire Márquez Etxabe y Ethel Barja publicada en 2015 en la revista Letras femeninas conversaron sobre sobre cómo el Siglo de Oro Español y el barroco literario han influido en tus búsquedas estéticas, lo que ellas llamaron tu estilo «neo-vanguardista» pasado por el barroco. ¿Desde dónde trazas tal influencia?
Me interesa el barroco debido a sus operaciones cifradas con el lenguaje. La primera vez que leí el poema Las soledades de Luis de Góngora me pareció de difícil comprensión. Más tarde entendí que allí la escritura logra consolidar un texto en el cual se notan dos aspectos de la situación de España en esa época. Me refiero, por un lado, a la muerte del catolicismo como religión monolítica debido al avance de los protestantismos por el continente europeo y, por el otro lado, a la ruptura que estaba sufriendo el unívoco universo cultural de ese país después de su encuentro con América. El poema Las soledades ensalza de todas las maneras posibles el catolicismo y la cultura española, al mismo tiempo que muestra las rupturas. El barroco muestra aquello que no puede mostrarse. En términos de operaciones lingüísticas esto me parece muy interesante. El lenguaje no es transparente, nunca lo ha sido; es complejo y tiene capas. Me interesa la densidad en la escritura. Pienso en las palabras casi en un sentido tridimensional, cada una contiene en su interior un mundo.
Como autora, ¿qué significó comenzar a escribir en el seno de esas vanguardias chilenas a las que acabas de describir como «prestigiosas», supongo que debido a su proyección fuera del país?
Para mí las vanguardias no eran negativas, ni las chilenas ni las venidas del extranjero. Pero sí me di cuenta de que había un problema con la recepción: las vanguardias estaban ligadas al trabajo de los escritores, y no de las escritoras. Había algo que excedía al texto allí, pero eso no me importó porque mi asunto era lo de adentro, la tarea de la escritura; me importa la producción literaria, no la recepción literaria.
¿Cuáles crees que han sido los principales cambios del feminismo desde 1987, fecha en que ayudaste a coordinar el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana?
Desde entonces he seguido participado en congresos que integran los temas de la mujer y la literatura, y seguiré participando siempre. Sin embargo, yo tengo claro que este tipo de separación reproduce el binarismo de género. El gueto de las mujeres es mucho más amplio ahora, por supuesto, pero sigue siendo un gueto; al final, la división continúa: la literatura por un lado y las mujeres en la literatura, por otro. Al dividirse de esa manera, la hegemonía de lo literario está todavía en manos de los autores, y las autoras integran una subcategoría. Las mujeres han comenzado a ganar batallas importantes en áreas tan prestigiosas como el cine; allí está el ejemplo de las actrices que estuvieron avaladas por el mercado del entretenimiento en el contexto del #MeToo, por eso, ellas influyeron en otros contextos donde el cuerpo de la mujer se politizó. El caso de movimientos asociados a colectivos de menos prestigio fue distinto. En Argentina, el movimiento #NiUnaMenos no ha podido detener los crímenes contra las mujeres, que son más frecuentes que contra los hombres. El punto aquí es si el espacio en el ámbito literario es simétrico para hombres y mujeres. Diría que no.
El barroco muestra aquello que no puede mostrarse. En términos de operaciones lingüísticas esto me parece muy interesante. El lenguaje no es transparente, nunca lo ha sido; es complejo y tiene capas. Me interesa la densidad en la escritura
Hay quienes hablan en estos tiempos de un «boom» de la literatura escrita por mujeres.
Sí, se habla hoy día de un «boom» de las mujeres, pero resulta que el «boom» fue una categoría creada para los hombres el siglo pasado, así que esa palabra vuelve a dividirnos ahora. En lugar de interesarnos por un «boom» de las escrituras, nos interesamos por un boom de hombres o de mujeres, así no se puede llegar a la democratización del espacio literario. Tendríamos que llegar al momento cuando la propuesta de la escritura sea el centro y allí confluyan mujeres y hombres. Ese es un horizonte en el sentido igualitario, donde lo importante sean las poéticas y las estéticas. A veces leo las entrevistas que hacen a ciertos escritores y cuando les preguntan qué están leyendo o cuáles han sido sus influencias literarias nunca citan a escritoras; no creo que sean malas personas, simplemente creo que su imaginario está invadido. Por eso creo que el boom de las mujeres es una ficción. Mientras no exista una democratización de las escrituras se mantendrá la asimetría en el espacio literario. No basta ser escritora para tener una escritura; tampoco basta con ser hombre, por supuesto. Lo que importa es el proyecto de escritura, qué recoge, hacia dónde apunta. Está también el tema de la sororidad. Seguiré colaborando por todas las iniciativas llevadas a cabo por mujeres, porque está muy bien que nos leamos, pero también debemos generar oposiciones críticas a lo leído, de ser necesario. No basta ser mujer, de la misma manera que no basta ser hombre. Las escritoras tampoco podemos apoyar cuestiones distintas a nuestro parecer; eso reproduce un comportamiento materno. Es necesario romper el criterio maternal porque este reproduce el paternalismo del patriarcado para el género femenino.
Cuerpo textual, cuerpo de mujer
Lo segundo que llama la atención del compendio de la obra literaria de Eltit es su indiferencia por los dictámenes del mercado, la convicción de que escribe literatura teniendo en mente a una lectora fundamental: ella misma, a quien siempre quiere mantenerse fiel. «Tengo la plena claridad de que estoy parada literariamente en un territorio minoritario o quizás ultraminoritario», apunta en El ojo en la mira. Porque lo complejo y experimental de su estilo literario en Lumpérica se extendió a sus obras posteriores.
Según contó la autora a Julio Ortega fue Por la patria la novela que la convirtió en escritora. La entrevista con el crítico literario peruano se publicó en la revista La Torre bajo el título «Resistencia y sujeto femenino», en el año 1990. Por la patria presenta de nuevo la perspectiva de un sujeto femenino marginado, mestizo y revolucionario, cuyo nombre se alterna entre «Coya» y «Coa», y a través del cual reinterpreta por medio de la subversión de los discursos del patriarcado la historia reciente de Chile, en especial después de 1973, el año del golpe de Pinochet. Los policías matan al padre de Coya (Coa) durante una redada en su barrio pobre, y a ella la llevan presa con su madre. Los hechos se narran (y se confunden) desde la perspectiva de Coya (Coa) en un fluir de la consciencia que a veces narra, reflexiona o se comunica con el lenguaje mismo de sus torturadores. Las mujeres que están presas con Coya (Coa) son las destinatarias de ese hablar en el cual se mezclan ficción e historia y que aparece en forma de diálogos, manifiestos, fichas, cartas y documentos oficiales, textos a través de los cuales se puede reflexionar sobre la fragilidad de la memoria, y en especial de la memoria colectiva.
Además de Lumpérica, la novela más conocida de Eltit y de mejor recepción crítica hasta la fecha es El cuarto mundo, recientemente editado en España por Periférica, igual que Jamás el fuego nunca (2007) y Sumar (2018). El punto de partida de El cuarto mundo es el discurso desde el vientre materno de unos gemelos cuyas subjetividades se convierten en el eje para narrar la vida de una familia migrante sudamericana. Más allá del paralelismo evidente que se establece entre el vientre materno, la casa familiar y el país de adopción —lo cual ya de por sí rompe la tríada más tradicional de vientre/hogar/nación—, la novela permite pensar en el límite de la construcción de los géneros al proponer el travestismo del hermano, cuando la hermana se refiere a él. «Mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió de virgen», así comienza la segunda parte de la novela, cuyo título es «Tengo la mano terriblemente agarrotada».
La fraternidad de los gemelos frente al poder castrador del padre (alegoría del poder patriarcal y del militar) puede leerse también como la fraternidad de naciones sudamericanas frente al imperialismo de Estados Unidos, el país preferido de los inmigrantes de la región. Se trata de una estrategia crucial en la literatura de Eltit, por medio de la cual los protagonistas permiten cuestionar desde su intimidad a las estructuras sociales y a los mitos impuestos por el patriarcado. Este es el caso de las novelas producidas durante la década de la transición: Vaca sagrada, Los vigilantes y Los trabajadores de la muerte. La primera es la historia de una mujer dividida entre dos amantes, a través de los cuales se relaciona con la interioridad de otras dos mujeres; las otras dos obras cuestionan a la pareja heteronormativa, una a través del discurso de una madre que rechaza las críticas que el padre de sus hijos hace sobre su crianza y, la otra, al actualizar la tragedia de Medea en la sociedad chilena contemporánea.
Para la década de los años noventa, cuando escribió los libros antes citados sobre el sufragio femenino y comenzó a dar clases fuera de Chile, Eltit ya había publicado ocho obras y, según Julio Ortega, se había convertido en la principal autora chilena trabajando dentro de su país. Los años de la transición ya habían comenzado, y según los recuerda Nelly Richard en Fracturas de la memoria estuvieron caracterizados «por la ritualización del consenso político y el desate neoliberal de las fuerzas modernizadoras». Como antes habían desafiado al militarismo, las novelas de la autora ahora comenzaron a cuestionar la domesticación de las subjetividades y el discurso oficial que superponía el pragmatismo democrático del neoliberalismo a la gestión de los traumas de la dictadura.
Un ejemplo de las nuevas estrategias discursiva es la pareja que protagoniza Jamás el fuego nunca. Desde un plano a temporal y a través del punto de vista de la mujer se relata allí cómo ella y el hombre que la acompaña afrontaron la pérdida de un hijo, así como la obligación de replegarse en sí mismos durante los años más duros de la dictadura (época a la que Eltit nunca nombra sino a través de subterfugios). Para la autora, lo que vino después de la dictadura fue tan castrador como el régimen militar; recuerda que durante los años de Pinochet muchos artistas vivieron el «insilio», o exilio interior; un sentimiento que les hacía sentirse como desterrados dentro de su propio país. Eltit lamenta que una vez terminada la dictadura, la violencia de las armas se sustituyera por la del libre mercado. Y de nuevo, el sentimiento era el de estar y no estar en Chile. Este es el sentimiento que recorre Jamás el fuego nunca, su obra más melancólica.
La entrada del siglo XXI consagró a Eltit como autora de obras de exploración de los márgenes culturales, sociales o políticos, en las cuales la forma narrativa libre trasciende el movimiento vanguardista de la centuria pasada con procedimientos que desnaturalizan los imaginarios de género al mismo tiempo que rompen la unidad de sentido que la crítica feminista identifica con la dominación masculina. A partir de ese momento, los críticos —y principalmente las críticas—comenzaron a comprender mejor el radicalismo de sus novelas, como puede comprobarse a partir del incremento de ensayos académicos que sobre sus obras se han publicado en universidades de Estados Unidos y América Latina. Desde entonces, la autora ha ganado importantes galardones dentro y fuera de su país, como el premio José Nuez Martín; el Manuel Montt (2004), el Iberoamericano de Narrativa José Donoso (2010); luego vino el Altazor (2015) por Fuerzas especiales; el Municipal de Santiago (2017) por la recopilación de ensayos Réplicas; el Internacional al Mérito Literario Andrés Sabella (2018); el Nacional de Literatura de Chile (2018) y el José María Arguedas (2020). En 2021 ganó dos importantes reconocimientos internacionales por su trayectoria: el FIL de Literatura en Lenguas Romances, que otorga la Feria del Libro de Guadalajara, y el Carlos Fuentes a la Creación Literaria, concedido por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México.
Los últimos veinte años también han sido los de la exploración de los personajes femeninos como alegorías del colectivo —es decir, como representación del pueblo— al mismo tiempo en que explora al sujeto colectivo como personaje. Un ejemplo del primer caso es Impuesto a la carne (2010) y del segundo, las novelas Mano de obra (2002), Fuerzas especiales (2013) y Sumar.
Impuesto a la carne narra la historia de una madre y una hija encerradas en un hospital psiquiátrico desde el punto de vista de la segunda. Ambas tienen doscientos años, el mismo tiempo que tiene la nación chilena de formada, después de su emancipación de España. La novela explora la condición femenina poscolonial y la marginación que ha sufrido la mujer en la historia de Chile (y Latinoamérica, en general). Igual que la pareja hija/madre es una alegoría del pueblo, los médicos lo son del poder arbitrario. «El médico director se llama Ismael, tiene un nombre antiguo, completamente bíblico, un nombre que en otras circunstancias habría resultado grotesco pero que funciona para él y su cargo nacional (o patriótico)», escribe Eltit. Madre e hija se mueven a través del hospital, bajo los designios de los médicos, igual que hacen los ciudadanos en el espacio público, acciones que obligan a leer los cuerpos de las protagonistas como alegoría del colectivo, sino del pueblo chileno, al menos del género femenino. Esta novela se publicó en plena época de las conmemoraciones por la Independencia de Chile.
Occidente es muy binario. Entre las categorías de alto y de bajo, ¿a cuál se adjudica más valor?; entre lo blanco y lo negro, ¿qué se considera mejor?, y entre el hombre o la mujer, ¿quién tiene más presencia en la cultura? Todo binarismo propone un más y un menos
La noción de colectivo es más evidente en Fuerzas especiales, Mano de obra y Sumar. En la primera, una joven de un barrio marginal de Santiago se prostituye en un cibercafé, mientras los bloques de la zona son sitiados por las «fuerzas especiales» de la policía. Esa denominación, «fuerzas especiales», a la que alude el título, no se trata solo de la entidad policial que controla a la sociedad, sino al impulso extra, «especial» del que debe disponer la protagonista y los habitantes de los bloques, tan pobres como ella, para sobrevivir la prostitución y a la vida en los márgenes de la sociedad, bajo la amenaza y la represión de los organismos gubernamentales. En la segunda novela, un grupo de personajes dentro de un supermercado son sometidos a las prácticas económicas del neoliberalismo, como el consumismo desbordado y anodino de los clientes o el abuso de los supervisores; igual que los médicos en Impuesto a la carne, estos personajes representan el poder, pero ahora no se trata ya tanto del poder político, sino del poder financiero.
En la tercera novela, el ambiente es el de una marcha de vendedores ambulantes que avanzan hacia el Palacio de la Moneda, la sede del poder ejecutivo en Chile. Allí se establece un juego con la palabra «moneda», que se refiere al poder económico: los caminantes de Sumar, cuyos nombres remiten a los luchadores por los derechos de los obreros en la historia de Chile, también toman la palabra a medida que avanzan sobre las calles. «Cuando termine nuestra caminata (esta marcha fundada en el poder de su persistencia y de su longitud) vamos a acceder a la moneda porque necesitamos torcer el tiempo para disponernos a vivir», explica una mujer que toma la voz del colectivo: «Tenemos que olvidar cuánto nos hemos esforzado solo por sobrevivir. Después de nuestro arribo alcanzaremos las últimas migajas de un sustento más benigno para nosotros»
Publicada meses antes de la serie de protestas, manifestaciones masivas y disturbios que se originaron en Santiago, y luego se extendieron al resto de las regiones de Chile, la novela Sumar ha sido con frecuencia leída en el contexto del estallido social de 2019. A Eltit no le interesa esta lectura, recuerda que en su novela se hace alegoría de todas las protestas sociales de la historia del país. Pero no rechaza la protesta sino esa lectura. Falta esperar para ver cómo se desarrollan los acontecimientos en su país. Y ella sabe esperar. Durante cuarenta años, su obra ha sido una apuesta sostenida en el tiempo por establecer en su país una sociedad más justa y más democrática. Por eso, la experimentación formal que propone con cada novela, en realidad, se trata de la verbalización de la palabra «libertad».
Antes te referiste a la necesidad de la democratización del espacio literario, pero ¿cómo es posible que hombres y mujeres coexistan en el mismo ámbito literario prescindiendo de los marcadores del sexo y el género, si el cuerpo es una herramienta de la experiencia humana utilizada por las escritoras tanto como los por los escritores?
No se trata de deshacer el binarismo, sino de dejarlo sin poder. Al quitarle la carga cultural, se deshace. Occidente es muy binario. Entre las categorías de alto y de bajo, ¿a cuál se adjudica más valor?; entre lo blanco y lo negro, ¿qué se considera mejor?, y entre el hombre o la mujer, ¿quién tiene más presencia en la cultura? Todo binarismo propone un más y un menos. El pensamiento binario supone la existencia de dos polos y, en la práctica, uno siempre se superpone al otro. Para que se democratice el ámbito de la letra debe haber una interrupción del binarismo.
El tema del cuerpo y, en especial, del cuerpo femenino es una constante de tu obra, ¿qué dificultades supone fundarse en ese imaginario para trabajar el lenguaje?
En la ficción, el cuerpo de la letra lo tienes que generar tú; hacer de esa letra un cuerpo, al cual le puedes llamar «página» o «libro». Sin la escritura, sin el lenguaje, no hay novela. Hay quienes privilegian aspectos distintos al lenguaje, como la trama o los personajes, pero ninguno de esos aspectos existe sin la escritura. Incluso la ausencia del relato es escritura. A Samuel Beckett, por ejemplo, le interesaba llegar a la nada, pero para llegar allí necesitaba un cuerpo de escritura. Desde el primer día, mi gran obsesión han sido la escritura y la letra. Un tema distinto es el social. En ese ámbito, el cuerpo es una ficción porque ha sido pensado y diseñado por códigos ajenos al cuerpo mismo, que no pertenecen a la persona sino a las instituciones. Los cuerpos de la época del Renacimiento no son iguales a los del siglo XX ni a los de principios del siglo XXI, han sido esculpidos por los discursos sociales de cada época. Desde la realidad, atenerse a tales discursos es imposible, en especial para las mujeres. En el caso de ellas es mayor la violencia de los discursos de poder sobre el cuerpo. Precisamente por esto, en mis libros no me interesa construir el personaje de una mujer específica ni construir su cuerpo.
En tus novelas, los modelos de mujer parecen servir de alegoría en varias capas de discursos. Pienso en El cuarto mundo, en donde el universo de la familia se rompe por el adulterio de la madre y el incesto de los hijos.
Cuando escribo, me parece importante ingresar a la ficción como si no fuera la autora. Una vez adentro, todo debe seguir moviéndose como sea necesario para el texto, sin que yo lo intervenga o lo ajuste. Hace casi cuarenta años que escribí El cuarto mundo, entonces me pareció necesario jugar con el personaje del hermano y convertirlo en un sujeto trans. En aquella época eso no era algo familiar, como ahora. Él cambia de un nombre masculino a uno femenino, incluso cambia de ropa; sin embargo, todavía habla como un hombre. Me pareció importante quebrar así los rígidos estatutos del grupo familiar y entrar en su «(des) orden».
También los personajes y la familia pueden leerse como alegorías de lo social, si no ¿a qué obedece el uso de la palabra «sudaca», la noción de que la familia vive en la nación «más poderosa y famosa del mundo» o la misma alusión al tercer mundo que hace su título?
Efectivamente, «sudaca» es un término despectivo con que los españoles comenzaron a nombrar a los inmigrantes sudamericanos hace tiempo. Quise darle la vuelta en la novela, quitarle la negatividad. Si tú mismo te nombras como «sudaca», entonces, ese es tu nombre, y puedes reírte al respecto. Se trataba de jugar. Otra cosa son las alusiones a Estados Unidos y al tercer mundo, denominación que como la palabra sudaca tiene un carácter menoscabador. Me parece una clasificación geográfica clasista, en la cual se supone que los primeros mundos están signados por la productividad. Me propuse seguir de largo y proponer un «cuarto» mundo, más allá de esas clasificaciones, las cuales tenemos la responsabilidad de poner en evidencia. Para eso hay que nombrarlas primero. En la denominación cuarto mundo, incluyo las tres anteriores para cuestionar dónde estamos los latinoamericanos, porque hay personas muy trabajadoras, muy productivas que vienen de esa región.
Impuesto a la carne propone otra alegoría desde lo femenino, en donde una mujer confinada con su madre en un hospital psiquiátrico durante doscientos años aparece como signo del Chile poscolonial. ¿Cómo surgen y se van trenzando estos temas políticos con otros relacionados al cuerpo y la intimidad?
Efectivamente, la novela la escribí en un contexto en el cual el país conmemoraba los doscientos años de la independencia de España y, por lo tanto, los discursos sociales públicos, en la prensa o los medios audiovisuales estaban centrados en ese tema. Me interesaba pensar en el tiempo transcurrido después de la Independencia desde la perspectiva de las mujeres. Comencé cuestionando el lugar que ocupaban ellas en el universo más bien heroico y masculino de las guerras por la emancipación. Nos acostumbramos a verlas como apoyo de los hombres, jamás como protagonistas de gestas propias. ¿Qué había pasado con ellas en los últimos dos siglos?, me pregunté. En ese momento aparecieron frente a mí las imágenes de una madre y una hija que tenían la misma edad, doscientos años, y que estaban confinadas en un hospital. El poder médico es central, es un poder de poderes, por eso, la madre y la hija, ambas morenas, caminan dentro del hospital, entendido como un espacio de dominación masculina, y se someten a las órdenes de los médicos, hombres que deciden sobre la vida y la muerte. La pregunta sobre el papel que han jugado las mujeres en la historia sigue vigente; en ese sentido, un gesto importante dentro del libro es que la madre ingresa dentro de la hija como órgano biológico de su cuerpo. Es una madre que habla desde la hija, que no muere sino se hace organico en la siguiente generacion.