Margarita Leoz
Flores fuera de estación
Seix Barral (España), 2019
221 páginas
POR GABRIELA YBARRA

Al final de la novela El Gatopardo hay un pasaje en el que el príncipe de Salina, ya anciano y moribundo, hace balance de su vida y rememora los momentos en los que fue feliz. Lampedusa describe los recuerdos de plenitud de su protagonista como «diminutas briznas de oro». Las vivencias en las que se refugia el príncipe mientras espera a la muerte incluyen: las semanas anteriores y posteriores a su boda, el nacimiento de su primer hijo, algunas conversaciones en las que sintió conexión espiritual con su interlocutor y muchas horas contemplando las estrellas. En mitad de una existencia que considera en su mayoría gris, algunos recuerdos brillan y le reconfortan. He tenido muy presente este fragmento de El Gatopardo al leer los cinco excelentes relatos de Flores fuera de estación de la autora navarra Margarita Leoz (Pamplona, 1980) en los que a menudo surge la pregunta de cuáles son los recuerdos, las personas y los espacios en los que nos refugiamos para sobrevivir. 

Margarita Leoz es autora del poemario El telar de Penélope (Calambur, 2008) y del libro de relatos Segunda residencia (Tropo Editores, 2011). Han pasado ocho años desde su última publicación, un periodo relativamente largo para el mundo de productividad acelerada en el que vivimos. Escribir buena literatura a menudo requiere tiempo, pero en este caso, la escritura pausada también encaja con el espíritu del libro: todos los protagonistas de los relatos se rebelan en algún momento contra la velocidad y contra la vida práctica. Las historias de Leoz recuerdan en extensión (cada una tiene entre cuarenta y cincuenta páginas), ritmo y profundidad psicológica a las de Alice Munro y Marcos Giralt Torrente. El estilo está trabajado, pero nunca pierde la naturalidad. La autora consigue meternos con maestría en la cotidianidad de sus personajes, y nos emociona, porque es fácil identificarse con sus conflictos: problemas familiares, rupturas amorosas, maternidad, espacios perdidos.

En Flores fuera de estación el presente es el lugar sobre el que los personajes proyectan su pasado. A veces parece que los protagonistas de las historias viven en el tiempo detenido de los fantasmas. «El pasado no es solo una memoria inmaterial, una proyección mental intangible; el pasado es denso, respira, se mueve hacia nosotros», dice Miguel Ángel Hernández en la cita que abre el libro. En los relatos que vienen a continuación, los ecos de otras épocas llegan con distancia y tristeza, como la voz de Sarah, que parece que habla desde «detrás de las paredes de un acuario», cuando le anuncia a la protagonista de Bulbos que su exnovio ha muerto. 

En Bulbos, el primer relato del libro, la protagonista viaja con su novio a la ciudad europea en la que se ha suicidado un antiguo amante. Allí ella reconoce los espacios, pero todo lo demás ha cambiado porque una parte de quiénes somos y de las ciudades que habitamos desaparecen con las personas que vamos perdiendo a lo largo de nuestra vida. «Durante unos minutos no pienso en nada, ni en el porqué de ese viaje ni en Edgar, a quien no sé con seguridad si quise, cuya muerte no sé si en realidad lamento o solo me recuerda a mí en otra época, otra yo que ha llegado a término, que ha desaparecido».

En Diez salones, catorce dormitorios, un hombre incapaz de trabajar y de comprometerse con su novia se refugia en la antigua tienda de muebles de sus padres. En los tiempos de IKEA, las habitaciones modulares del almacén resultan ridículas. «Aquel lugar estaba envuelto en un vaho antiguo, pasado de moda, propio de las dependencias de un teatro que representase funciones ambientadas en exclusiva en los setenta y ochenta». Al protagonista le gusta vivir allí, en un lugar fuera del tiempo, en donde casi todo lo que le rodea es inútil, y es posible vivir sin responsabilidades. El pasado casi siempre está presente en la memoria de los protagonistas, pero cuando éste se materializa en un objeto, está fuera de lugar: ya sea el caso de la tienda de muebles o de una antigua corbata burdeos.

Piedras al mar es quizás el relato que más me ha emocionado de todos, aunque no hay altibajos en este conjunto de historias. Una mujer va con su hija a visitar a su padre con alzhéimer a una residencia de ancianos. El hombre tiene un único recuerdo: Antonia. «Antonia era el nombre de mi madre. Era el único nombre que aún le habitaba». Es descorazonador pensar que ni siquiera nuestros recuerdos son para siempre. Pero es también en esta volatilidad y provisionalidad en donde los personajes a veces consiguen ser felices. Después de abandonar el geriátrico, madre e hija visitan la casa de un exnovio de la madre y el chalet en el que ella vivió de niña. A pesar de lo diferente de los pasajes, la autora consigue que no nos perdamos en la historia: los recuerdos se hilan a través de los espacios. La construcción de las atmósferas es fabulosa, sobre todo en la casa del exnovio donde los muertos parecen convivir con los vivos. 

La maternidad es un tema que está presente en varias de las historias del libro. Hay mujeres que ven el embarazo como el final de su vida: «Cuando tengas hijos, considérate muerta», dice uno de los personajes de Bulbos. «La inminente maternidad se aprestaba a cubrir con una alfombra enmohecida su futuro», dice la autora al hablar sobre una de las dos mujeres embarazadas que aparecen en Una nueva luz. En contraposición a quienes ven cómo su vida se acaba al ser madre, hay otras mujeres que parecen dejarse atrapar por el misterio de engendrar y ver crecer a un niño. En Una nueva luz vemos que adaptarse al tiempo de la crianza supone también romper con las convenciones sociales. 

En Flores fuera de estación, el último relato del libro, un hombre que acaba de divorciarse visita a sus padres en el hotel de costa en el que viven durante el invierno. El hombre mira con admiración, nostalgia y cierta envidia la relación que sus padres han construido a lo largo de los años. «Quiero a mis padres, pero a menudo percibo una división invisible entre nosotros; me hacen sentir que pertenezco a un planeta distinto, a una raza ajena, la de los que no conocen el amor. Y a eso se resume todo». Sin embargo, en este cuento encontramos lugar para la esperanza. Al final de la historia, «en un día apacible, caluroso, estival, como una flor caprichosa brotando fuera de estación», existe la posibilidad de que el protagonista atrape una de esas diminutas briznas de oro en las que refugiarse en el futuro. 

No exagero si digo que Flores fuera de estación es uno de los mejores libros de relatos publicado en nuestro país en los últimos años. La prosa es elegante, las reflexiones profundas, el estilo impecable. Se lee de un tirón, pero deja poso. Hay desosiego, pero también humor. Es un libro emocionante, porque es imposible leerlo sin hacer un balance personal de recuerdos.