POR BLAS MATAMORO
AJUSTANDO LA PALABRA JUSTA

La palabra moderno se liga habitualmente con la idea de moda (modo, manera), que le queda cerca pero no la agota y sí, por el contrario, la limita y empobrece. La moda es efímera. Según Jean Cocteau, que tanto sabía del tema, muere joven. Estar de moda es situarse radicalmente en la actualidad, algo que por definición pasa y sigue de largo. La moda es fugaz, efímera, necesariamente provisoria, pero, por todo ello, ejerce sobre el sujeto una fascinación propia de todo lo viviente, el estar-junto-a, ser uno con el tiempo.

Ya Baudelaire advirtió –haciendo inopinado eco al Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels– que el mundo moderno era, en cuanto tal, algo pasajero cuya solidez sólo servía para disolverse en el aire, una invocación oblicua y dialéctica a lo imperecedero, lo eterno, esa invitación al viaje hacia el otro mundo, allí donde «todo es sólo orden y belleza, calma, lujo y voluptuosidad». Con Baudelaire, desde luego, nos acercamos a Rubén Darío.

Antes conviene remontarse hasta los primeros siglos de la era cristiana (v y vi), cuando aparece en latín la famosa palabra. Es sinónimo de nuevo y alude a la novedad que aporta al tiempo la llegada del Mesías. Después de ella, hay un hombre nuevo y unos tiempos nuevos (en alemán, por ejemplo, se sigue designando así la edad moderna: neue Zeit). El tiempo deja de contarse mecánicamente porque se ha alterado su calidad y se ha redefinido su deriva anterior: todo aparece encaminado al momento en que Dios Padre envía a la Tierra a Dios Hijo y se reconcilia con la pecadora criatura expulsada del Paraíso.

Esta idea de la finalidad perseguida por el tiempo y su crecimiento cualitativo, secularizada, genera las filosofías progresistas de la historia, que sustituyen al Mesías celestial y semihumano por el revolucionario. Desde luego, todo progresismo es ajeno al modernismo rubeniano, aunque la figura mesiánica puede integrarse en su peculiar santuario, según se verá.

Intentos hubo de encuadrar el modernismo en la categoría de modernidad fraguada, el siglo pasado, por pensadores inclinados a la historia social como Max Weber y Georg Simmel. El mundo moderno –fechemos: siglo xv, aparición del capitalismo de empresa– se caracteriza por una rasante racionalización de la vida. Razón, ratio, medida. La vida social puede mensurarse por medio de la técnica, suprimiendo toda trascendencia y poniendo al mando de ella a una corporación de especialistas, los gestores o administradores, los burgueses empresarios y sus empleados, expertos en utillajes capaces de suprimir la finalidad por la instrumentalidad. La vida mensurable se traduce en cálculos y estadísticas donde se definen científicamente los términos medios. El mundo se ilumina por el excelsior del preciso saber, objetivo, probado y contrastado.

Desde luego, aplicar tal modelo al modernismo es improcedente. Las cuentas no salen. En todo caso, en plan dialéctico, porque el modernismo es todo lo contrario, es radicalmente lo opuesto y sabemos que siempre lo otro define a lo uno. En efecto, el inventario rubendariano resulta ser antimoderno: está por la magia en lugar de la ciencia, lo esotérico en vez de lo exotérico, lo secreto por lo manifiesto, lo excepcional por lo normal, la minoría de los raros en vez del normativo término medio del «vulgo municipal y espeso», la aristocracia por la democracia, el impulso y lo visionario por la razón. Más bien se da lo que Octavio Paz denomina «los hijos del limo», los poetas de la modernidad que han sido claramente (u oscuramente) antimodernos. La razón –comento a Hegel– es como una planta cuyo tallo florece a la intemperie, pero cuyas raíces permanecen ocultas bajo tierra, en un espacio oscuro infranqueable a la razón misma. En todo caso –ahora comento a Rubén– el poeta es capaz de tornar razonable lo irracional por medio del lenguaje, la única herramienta que el hombre posee para entretejerse con la textura cósmica, hecha de sonido y matemática, pitagóricamente: una música.

Entonces: el poeta modernista es un explorador del limo y, acaso, un secuaz de Nietzsche cuando describe la parábola de su detestada decadencia, una caída que, por su fuerza, dada la altura desde la cual cae, se sumerge en el barro elemental y logra convertirse en profundidad. Esto explicaría la creatividad cultural de las épocas expresamente decadentes.

De esta posición antimoderna pueden surgir utopías reaccionarias, intentos de quienes definen la modernización como un garrafal error de la humanidad y proponen retornar a épocas y sistemas periclitados por la historia. Pero también pueden emerger unos críticos de la modernidad que se saben habitantes de ella y hasta admiradores del progreso civilizador –estoy invocando a Leopardi, por ejemplo y, a rachas, al mismo Baudelaire– a la vez que toman distancia para fundar, justamente, su deriva crítica. En todo caso, el limo es fecundo y en él florece hasta el mal.

Los modernistas, en este cruce –es decir, en el Romanticismo–, son modernos en tanto los románticos supieron llamarse a sí mismos, también, modernos. Moderno y romántico pudieron ser, en ese sentido, sinónimos. Por una parte, en oposición a la poética de los géneros del clasicismo, es decir, del ajuste previo entre lo genérico y lo formal como antecedentes preceptivos de la obra. Los románticos invierten el circuito: la obra nace en el sujeto, desde el sujeto mismo y fragua su forma, que se constituye en un sui generis. Con otras palabras: las palabras en libertad subjetiva son el poema, y la forma y el género vienen a cuento del decir poético; en él hay que hallar la norma, la excepción y la singularidad producen la conformación.

Por otro lado, el arte romántico se da en el momento histórico en que se concreta, es algo histórico, tanto que el poeta será el de su lugar, su lengua, su epónima voz popular. No se trata ya de acceder a una eternidad dada desde el tiempo mítico inmemorial, sino en la singularidad de la circunstancia. El modernista, aún en discordia con la época, está siempre en ella, frente y contra ella, es decir: es histórico y no se somete a la perennidad de una belleza dada y eterna. La sempiternidad del arte es hija del momento. Este cruce es el que reivindica Rubén, el modernista antimoderno.

En tal sentido, el modernismo puede actualizar el problema relativo a la fundación cultural latinoamericana, pues las literaturas del nuevo continente –especialmente a partir del Río de la Plata con Echeverría, Sarmiento y Alberdi– son un intento romántico, cimentado en la tarea de hacer unas letras que respondan a la independencia que van perfilando las nuevas naciones, sobre todo asumiendo la cuestión de la lengua nacional. ¿Será otra que el castellano heredado de la conquista, acaso una matización idiomática propia? La respuesta rubeniana consiste en conservar la lengua, ya arraigada en el continente, actualizándola, en buena medida, por la exploración de la lengua literaria y proponiendo una paradójica renovación modernista que la modernice, recuperando fragmentos olvidados de su arché –la cuaderna vía, el soneto barroco, la seguidilla andaluza, el verso silábico– mestizado con la moderna poesía francesa y entreverándola con vocablos de las lenguas indígenas. La empresa es organizar poéticamente la nueva tierra continental y partir a la reconquista de España, la ineludible y vieja España de la lengua imperial. El modernismo es el nuevo imperio que parte, en primer lugar, a la refundación de una capital, la ciudad cosmopolita del modernismo.

 

LA CIUDAD MODERNISTA

La búsqueda rubeniana de un centro no se dirige a remotos espacios ancestrales, a un supuesto paisaje rusoniano del origen, sino que se aquerencia en variadas ciudades, siendo la ciudad el lugar por excelencia de la modernización. La ciudad es, a la vez, enemiga y propicia, contradictoriamente el Lugar de la Empresa. Comienza en Valparaíso y Santiago de Chile, en los tiempos inaugurales de Azul…, para fijarse en la Buenos Aires finisecular, la Atenas del Plata, el París de las pampas.

La ciudad emblemática del modernismo era, desde luego, la Barcelona novecentista, pero Rubén no hablaba ni escribía en catalán, lengua muy decisiva del noucentisme. Tampoco París, donde un Rubén traducido al francés sólo podía aspirar a ser un parnasiano de suburbio. En la España del 98 iba a hallar los compañeros de calidad –Valle-Inclán, los hermanos Machado, Benavente, Villaespesa– y los adversarios de igual calidad, indispensables a la polémica: Clarín, Unamuno, Baroja. Pero antes estuvo Buenos Aires…

La capital argentina ha sufrido en los años rubenianos una transformación brusca y violentamente mestiza. En veinte años ha multiplicado por diez su población, recibiendo incesantes olas inmigratorias de variadas lenguas. Se construye, por fin, un puerto, se abren avenidas y bulevares parisienses, se arrasa todo vestigio de antigüedad criolla y colonial. La ciudad es flamante, amnésica y carente de pasado.

El modernismo, con su culto por las antiguas civilizaciones –Grecia y Roma con sus clasicismos, la Edad Media caballeresca, las cortes aristocráticas del Renacimiento italiano y de los Luises de Francia, el desfile de los héroes, los dioses, las diosas, los paladines y los grandes señores de otrora–, dota a la ciudad de un pasado apócrifo, materia sensible para la evocación modernista. Un armonioso pastiche va rellenando los vacuos espacios de la demolición iconoclasta.