Antonio Gamoneda
La pobreza
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020
400 páginas, 22.50 €
En 2009, Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) publicó Un armario lleno de sombra, la primera entrega de sus memorias, que se extendía desde sus más tempranos recuerdos hasta los catorce años, cuando se incorpora como recadero (y meritorio) al Banco Mercantil, luego Español de Crédito, y abandona la infancia. La pobreza continúa ahora el relato autobiográfico desde esa encrucijada, e inspirándose en un mismo motivo: si en Un armario lleno de sombra la evocación se despertaba al abrir un armario que atesoraba prendas y objetos de su madre, en La pobreza surge con la apertura de un arca arrinconada en el desván. Antes, no obstante, de adentrarse en la narración autobiográfica, que ocupa la segunda y más extensa parte del volumen, y que da título al libro, Gamoneda dedica una primera sección, «La escritura», a la reflexión metaliteraria. De hecho, esta larga meditación no se ceñirá a esta sección, sino que se extenderá, sincopada, líquidamente, a toda la obra. Pero en «La escritura», Gamoneda escruta con particular énfasis a los recovecos del proceso creativo y, en concreto, el surgimiento y materialización de la palabra poética, una de sus preocupaciones primordiales, de la que dio cuenta en un clarividente ensayo, El cuerpo de los símbolos, publicado en 1997. Y algunas ideas fundamentales vuelven ahora a ser afirmadas: la poesía es palabra instantánea y pensamiento impensado; suscitada por un impulso musical —rítmico—, es sensible antes que inteligible, o inteligible bajo condiciones de sensibilidad; y no es literatura, ni un género literario, sino realidad: «La poesía es una realidad por sí misma y en sí misma, […] generación sucesiva de un lenguaje transfigurado en su origen; un lenguaje otro, […] [cuyas palabras tienen] un valor que no está entre los pactados para el lenguaje […] de la comunicación habitual, sea esta interpersonal, informativa o literaria; las llevan a significaciones propias, imposibles en los lenguajes convencionales».
A la seguridad de estas convicciones, Gamoneda superpone una constante interrogación. Gamoneda duda, y la duda cimienta La pobreza. Así lo sostiene el autor: «La contextura de este libro […] es la que puede tener un texto construido para interrogar y dudar […]. Un tratamiento quizá coherente con su finalidad, también interrogativa y dudosa». La incertidumbre se extiende a la naturaleza toda del volumen: abundan las expresiones de cansancio y las sospechas de contradicción. Gamoneda llega a preguntarse alguna vez si está dormido o despierto, si escribe dormido o despierto. Las dudas sobre la escritura se corresponden con las de la identidad y las del yo anciano, que pierde gafas, padece pruritos agudos y dolores raros, y olvida cosas. La ignorancia, el no saber, es el fundamento, acaso involuntario, de la vida y de la poesía: «Me he apuntado, con torpeza y tardanza, al “no saber” […], a un “no saber” que no pasa de descuido del saber», escribe el poeta. El bucle metaliterario hace que en otro lugar sospeche que estas vacilaciones y merodeos cansan al lector: «Podrá parecer que quiero impacientar o fatigar a quien pueda leerme. No tengo esa voluntad, pero hasta a mí me lo parece». El cansancio y la duda aquejan al desarrollo, a la construcción de La pobreza, pero no a su finalidad, que Gamoneda enuncia así: «La razón de este escrito es levantar mi pasado, encontrarme en él, pensarme, entenderme en mis hechos y conocer algo que olvido o desconozco, un vacío o una pérdida que me daña».
Las memorias empiezan propiamente en la segunda parte, «La pobreza», que contiene una narración fragmentaria, enemiga del patrón cronológico. Gamoneda salta de un momento a otro, de una escena a otra, sin otra razón que los zigzagueos del recuerdo y el propio impulso de la escritura. Cada escena, confiesa su autor, se ha consignado en una ficha, y eso es La pobreza: una sucesión de relatos, o de viñetas, quirúrgicamente precisas, muy plásticas, desbordantes de viveza, pero que a veces Gamoneda degrada a anécdotas, por las que llega incluso a disculparse. Su conciencia lingüística y estética lo mantiene sujeto al descorazonador convencimiento de que lo que se escribe es siempre un artificio y lo vuelve incansablemente crítico con la naturaleza y la repercusión de lo dicho. La escritura de la propia vida se mezcla indisociablemente con la conciencia del escribir: con la reflexión sobre ese desamparado decir.
La pobreza cuenta la vida de Antonio Gamoneda desde que cumplió catorce años hasta la actualidad. Pero esa narración es también, inevitablemente, la del país —y la ciudad— en los que ha tenido que vivir, esto es, un lugar, durante el franquismo, sórdido, oprimido por un nacionalcatolicismo hediondo, devorado por las estrecheces, la injusticia y la mezquindad. Gamoneda describe, con una indignación apenas mitigada por los años, sus tareas de botones en el banco, desde cargar carbón (y levantarse a las cuatro de la mañana en invierno para encender la calefacción) hasta llenar tinteros y afilar raspadores o distribuir la correspondencia, más las que asumió después, según ascendía en el banco, y también a sus oprobiosos o simplemente desventurados jefes y compañeros de trabajo. El banco recuerda a la oficina siniestra, con su tropel de gerifaltes, pelotas, pícaros y vagos. Algunos trabajadores echan la siesta en el trabajo y otros dan clases de contabilidad sin saber nada de contabilidad. Hay quien traspasa fondos de las cuentas del banco a su propia cuenta o hace trampas en el cobro de letras y quien se presenta a una reunión con empresarios con la bragueta cubierta de fideos. Prevalece el miedo: se teme al superior, al interventor, a las inspecciones de Madrid, al despido, a la denuncia del compañero, a hacer algo mal visto, a que alguien se vaya de la lengua, al hambre. «Las circunstancias del trabajo —escribe Gamoneda— eran ásperas y alienantes, […] los empleados escribíamos rápidos y silenciosos, percibiendo una vigilancia y una amenaza latentes —de traslado, de congelación en la categoría, de instrucción de expediente—, que la amenaza era inseparable y se perfeccionaba con la enemistad y la actitud competitiva entre compañeros, y que la empresa cultivaba esta actitud […] creando envidias y dificultando [la] solidaridad». No obstante, en la mayoría de ocasiones, Gamoneda no formula un reproche moral explícito: el reproche se extrae de la mera pintura de la situación, con sus bajezas y sus lodos: con su atormentada humanidad. Gamoneda expone hechos pequeños, a veces nimios, pero crudos e inmediatos, y deja que seamos nosotros quienes los enjuiciemos. La crítica de ese banco que es símbolo de la empresa franquista —y de la dictadura franquista— se extiende a la España y al capitalismo actuales, a los que Gamoneda considera depositarios de las mismas estructuras, los mismos intereses y la misma infelicidad que representaba el Banesto en la posguerra. Frente a la inicua perduración de la desigualdad y la injusticia, el poeta propone una revolución incruenta, pragmática, en la que predominen las «estrategias de abstención»: anticonsumista.
En La pobreza destacan, junto con el relato bancario y la reseña de la sociedad provinciana y sobrecogida del franquismo, algunos hechos a los que el autor otorga una importancia principal en su vida. Señalo tres: la excursión a Camarmeña y la senda de Caín, en el Cares, donde lo detienen unos guardias civiles que buscan a los últimos maquis de la comarca, en 1949; su colaboración con el Partido Comunista en León, fruto tanto del compromiso ético como de cierta inercia resistente, aunque siempre trompicada, poco militante y hasta algo apesadumbrada; y su relación con ciertas personas, como su amigo Jorge Pedrero, obrero del vidrio, pintor y suicida, en quien se inspira el poemario El vigilante de la nieve, y de cuya inteligencia dice lo mismo que de la poesía: «Los resultados del pensamiento de Jorge no creaban extrañeza: se correspondían con certidumbres sensibles». El relato de Pedrero alcanza una gran altura emocional. Como también lo hacen los momentos dedicados a la vergüenza, otro sentimiento descollante en su autobiografía: la vergüenza que sintió una vez después de abofetear a Jorge, o la que había sentido en la niñez —narrada en Un armario de sombra y contenida, antes, en un poema de Blues castellano— al torturar, con otro zagal, a una perrilla indefensa.
Pero no sólo los sucesos o personajes más relevantes tienen sitio en La pobreza. También se dedica atención a muchos otros que, aunque de significación menor, contribuyen a dibujar un panorama claroscuro y esquinado. La pobreza es un álbum de artistas y escritores que Gamoneda ha conocido a lo largo de su larga vida, desde autores encumbrados hasta poetillas de tercera. De la obra de algunos de ellos deja muestras en el libro, acompañadas siempre por un juicio crítico que cohonesta la lucidez y la misericordia. Del repulsivo (y por fortuna olvidado) Pemán y del fatuo Vargas Llosa recuerda encuentros que condicen con esa caracterización. A Leopoldo Panero lo considera un poeta excelente, pero lo tilda de «hombre de conciencia laxa», como ya hiciera en Un armario lleno de sombra, donde recordaba su transformación de filocomunista admirador de César Vallejo en fascista aupado por el régimen a trascendentes tareas gubernativas. Al hablar de Miguel Casado —uno de sus mayores y mejores críticos—, Gamoneda menciona al «desarrendado» Manuel Álvarez Ortega, quizá el mayor de poetas españoles —junto con Valente y el propio Gamoneda— de la segunda mitad del siglo xx.
La prosa de Antonio Gamoneda funciona por buenas razones, de las que daré dos. En primer lugar, por algo tan elemental pero tan a menudo olvidado como la búsqueda incansable de una manera propia de decir; una manera reciamente castellana, pero de reciedumbre ágil, fluida: los colores violetas son «melancólicos» o los tabladillos «entregan sombra». La escritura de La pobreza es exacta, crujiente, entera, expresiva, sin languideces ni blanduras, sin cartilaginosidades. Recurre a veces a formas deliciosamente arcaicas («hacer seguir» por «reenviar una carta») y, al mismo tiempo, siempre moderno, se preocupa por empujar (o infringir) los límites narrativos. Los fogonazos poéticos, aunque embridados, recorren las páginas del libro. Y los sueños, cuya transcripción resulta siempre peligrosa, por tediosos, por ajenos a una realidad compartible, ilustran sin torpeza la duermevela, literaria y existencial, en la que el poeta dice encontrarse a veces.
Un segundo motivo que explica la felicidad del estilo de Gamoneda es el humor, esa «vena humorística estrangulada» que subyace en cuanto escribe, y a la que ya había apelado en Un armario lleno de sombra. Pero se trata de un humor contenido, sin estruendo. La pobreza está llena de «sordas ironías», un sarcasmo basal que nunca se desboca y que prevalece aun en los sucedidos más desgraciados, o quizá sobre todo en los sucedidos más desgraciados, que son muchos. Pero la comicidad muda, a veces, en esperpento, como cuando ha de amortajar, de madrugada, a don Enrique, un exricacho al que han acogido y que ha fallecido en su casa, y en la operación se lo ha de cargar a hombros. «Cuando así lo tenía —explica Gamoneda—, don Enrique empezó a rugir. Lo solté en la cama. Acerté a pensar que aquello venía del aire y de los líquidos retenidos, que expulsaba al moverle. Ultimé la mortaja».
La pobreza es, en fin, una reflexión sobre el proceso y la realidad del envejecimiento, y un testimonio de la implacabilidad de la senectud. Gamoneda ha sostenido siempre que su poesía está concebida en la perspectiva de la muerte, que no es sino el relato de su caminar hacia la muerte. Y la muerte, merodeadora, próxima, se hace presente ahora en muchas páginas del libro: Gamoneda recuerda a personajes que ha conocido o tratado, y remata su descripción con un escueto pero definitivo «ha muerto». Aquí no hay incertidumbre ni vacilación. Esa letanía es indefectible.