Francisco Fuster
Aire de familia. Historia íntima de los Baroja
Cátedra, Madrid, 2018
200 páginas, 18.00 € (ebook 15.98 €)
Esta historia comienza con Serafín Baroja y Carmen Nessi, padres de Darío, que sólo vivió veinticuatro años; del pintor y escritor Ricardo; de Pío, novelista prolífico y centro de este cuadro familiar; de César, que murió con meses, y, por último, de Carmen (autora de unas memorias tan reivindicativas como reveladoras), casada con Rafael Caro Raggio, editor y padre de Julio Caro y de Pío Caro, además de dos hijos más que murieron con muy pocos años. Del matrimonio del memorialista y documentalista Pío Caro con Josefina Jaureguialzo nacieron Carmen y Pío, ambos dedicados en buena medida a la memoria familiar. Los Baroja es el antropónimo usado tempranamente por el periodista Salaverría y que, luego, sería el título de las notables memorias (1997) del antropólogo Julio Caro. Hay familia de músicos, como los Bach, de científicos o poetas, y otras mixtas, como los Baroja, que fueron escritores y pintores. Son varias las características comunes a sus miembros, según el análisis de Francisco Fuster: la tendencia a la melancolía y la nostalgia, y a la memoria, aunque creo que exagera en este aspecto al definir de «océano del yo» las obras completas de Pío Baroja. Quizás eso no se pueda aplicar ni al egotista Stendhal ni al prolífico Trapiello, autor de unas quince mil páginas de diario, no sin personajes e interés, en las que siempre está presente. Don Pío dedicó muchos cientos de páginas a su vida personal y familiar en Desde la última vuelta del camino; su hermana Carmen trató de ponerlos a todos en su sitio en Recuerdos de una mujer de la generación del 98 (1998), donde ajusta las cuentas al machismo familiar, comenzando por el principio, la abuela Carmen Nessi, un personaje tan seco como tenaz. Pío Caro, que murió en Churriana (Málaga), hace un par de años, fue también autor de varios libros de memorias tanto familiares como personales, sin duda, valiosos. Todos han sido lectores, desde el abuelo Serafín, ingeniero de minas del Estado, que fue, asimismo, escritor y hombre, al parecer, divertido, cordial, y, salvo Pío Caro, fueron un poco raros, vale decir: peculiares, lo que los hace susceptibles de una novela familiar. El mismo Julio Caro lo confirma: «Mi familia materna, compuesta por mis dos abuelos, mi madre y mis dos tíos, se salía escandalosamente de las normas».
De alguna manera, pareciera que había algún sueño no sé si soterrado, implícito en sus empresas de formar parte de la historia decisoria nacional. Don Pío quiso en varias ocasiones ser diputado y su hermano Ricardo hizo una denodada defensa de la República, que le costó, literalmente, un ojo, algo que arruinó, de paso, su carrera pictórica, aunque no del todo. Esperaban algo central en su relación con España, eso se desprende un poco de algunos momentos de este librito de Fuster, por eso dice Julio Caro en sus memorias: «Vivir un poco al margen en España y sin vínculo con el exterior; tal fue el destino de mi familia y mi mismo destino». ¿En quién está pensando? Ricardo Baroja es un personaje menor, pero fue un artista que expuso, que publicó sus libros, que se comprometió políticamente. Baroja tuvo gente que lo quiso (como Azorín, Antonio Machado, Marañón u Ortega y Gasset, y otra que lo malquería: Valle-Inclán, entre otros). Don Pío se perfila como un liberal al estilo del xix, no exento de tolerancia, nada intrigante, una mentalidad europea, agnóstico y defensor de la ciencia. Pese a que tuvo algunas veleidades y juicios políticos duros, y fue germanófilo durante la Segunda Guerra Mundial, en realidad, fue antiideológico y, tras la Guerra Civil, como su sobrino Julio, no estuvo en ningún bando. Era tan escéptico como misógino y misántropo, si bien apreciaba las actitudes concretas y valoraba la rectitud y claridad de las acciones. Lo cierto, en relación a los Baroja, es que les gustaba meterse en casa y ponerse a hacer labores, en las viviendas de Madrid (en Argüelles desde 1899 hasta la guerra, después, junto al Retiro) o en el caserón fronterizo de Itzea, en Vera de Bidasoa, comprado por don Pío en 1912, en el que fueron alojando una valiosa biblioteca que Julio Caro fue ampliando hasta su muerte. Desde ese hogar y alrededor de la gran chimenea escribían novelas, pintaban, indagaban en la brujería y en cosas demenciales, como decía Josep Pla del conspirador Aviraneta, en ese endiablado siglo xix, de donde venían.
Algo acerca de Aire de familia como artefacto: no trata de ser un libro completo, agotador de su tema, sino recoger lo esencial que se sabe sobre la vida de los Baroja, aunque esto conlleve hablar de vez en cuando de la exterioridad a la casa. Es muy difícil delimitar dónde empieza y termina la vida familiar. Bien, ahí están, circunscritos a sus relaciones, aunque sospecho que hay más cosas que decir, más cuentas que echar. También algo de imaginación al respecto. Es verdad que eso no es lo que se ha propuesto Fuster y, por lo tanto, no debemos demandárselo. ¿De qué vivían y, a veces, malvivían? Del negocio familiar de las panaderías y, luego, sostenidos en parte por la industria novelera de don Pío, algo que, si bien aquí no se apunta, tardó en producir dividendos, tal vez tras la primera guerra y, sin duda, ya no paró, hasta el punto de que, ya en la vejez, don Pío tenía, de manera descuida en un cajón, una verdadera fortuna. Fue un grupo de tendencias austeras, abierto a las ideas y cerrado a las costumbres. Don Pío, que fue viajero y conoció algo de mundo, no se casó nunca y, si tuvo algún contacto sexual, fue en su primera juventud, fugaz y prostibulario. Por su parte, su hermano Ricardo se casó a los cuarenta y ocho años y su sobrino Julio murió soltero, habiendo tenido una novia con la que rompió tras el fallecimiento de su madre. Con esa experiencia quedó asqueado y, posteriormente, con los años, indiferente a toda relación de este orden.
La figura del tío (1872-1956) es la más compleja. Buena persona, en opinión de algunos, tenía algo de niño tímido e indefenso (Giménez Caballero dixit); la bondad en persona, en opinión de Antonio Machado. No exento de violencia, lo era sólo en algunos momentos de sus monólogos (según Josep Pla) o en sus escritos. No era un castizo, sino alguien que atendió a las costumbres y modos del mundo español y los reflejó de manera directa: a veces, acertando con genialidad; otras, con falta de astucia. Silencioso y locuaz como escritor, un solitario poblado de personajes. No un ensimismado, porque tuvo siempre una gran curiosidad. Su madre, Carmen Nessi, que falleció en 1935, lo trató toda su vida como a un niño pequeño. Estudió Medicina (aunque dejó de ejercerla pronto, se ocupó de la salud de su familia) y, quizás, el personaje donde más se retrató fue en Andrés Hurtado, de El árbol de la ciencia. Introvertido, austero, maniático de sus costumbres y horarios, fue un trabajador incansable. También fue puritano y pudoroso en relación a toda intimidad. En cuanto al género femenino, estuvo alguna vez enamoriscado y la mujer que más lo conmovió fue una joven de Azcoitia, criada de una familia aristocrática, a quien conoció en un viaje de tren. Hablaron y cantaron y, después, ella se apeó en su estación y el joven Pío quedó desolado. Toda la vida recordó ese breve encuentro. En realidad, nunca tuvo una gran pasión, algo que le durara. Al final de sus días fue perdiendo la memoria a causa de la arteriosclerosis. Ver quién fue llevaría mucho estudio y muchas páginas, pero citemos, al menos, esta enumeración de características, tal como lo vio González-Ruano: «En una sólida insolidaridad, en su civilizado salvajismo, en su tierno y a la vez cruel desdén para todo lo que quizá ama, en su cazurrería abierta, en la vigente y exigente paradoja continua de su enorme personalidad».
En cuanto a Ricardo (1871-1953), fue un hombre atractivo y amable. Hombre de amplia cultura y ateo, estuvo tocado por una gran curiosidad intelectual. Fue algo mundano y, en palabras de su sobrino Julio, «un niño grande». Era escéptico, como su hermano Pío, y, sin embargo, dice Fuster, «todo lo veía desde una óptica alegre y desenfadada». Es decir, que su cabeza dudaba y su sensibilidad (si es que ambas se pueden separar claramente) afirmaba. Para su sobrino Julio, fue un hombre directo y abierto, pero el más enigmático de la familia, porque nunca se podía saber qué pensaba en los aspectos más personales. Su disponibilidad era social, de juicios, no íntima. Se casó con Carmen Monné, treinta años menor que él, una mujer burguesa aficionada a la pintura y al canto. Tras perder un ojo haciendo campaña en favor de la República, dejó de pintar durante varios años, su carácter se agrió y sufrió depresiones. Suplió, en parte, las limitaciones de su vista escribiendo, algo que ya había hecho con anterioridad como novelista. Ricardo fue, según lo retrata Fuster con vocabulario piobarojiano, «un hombre que vivió en su mundo propio y paradójico, lleno de aventuras, inventos y mixtificaciones». Antes de morir le pidió a su sobrino Julio que le leyera un fragmento de Lucrecio donde el hombre aparece liberado del temor a la muerte.
Julio Caro (1914-1995) es, junto con su tío, el escritor más conocido. Su labor como historiador, memorialista, folclorista y antropólogo es notable. No fue un hombre de ideas. Era demasiado escéptico y realista para tenerlas. Desde su infancia tuvo mala salud, problemas gástricos y falta de vigor crónico. Ya se ha dicho que nunca se casó. Fue aún más misógino que su tío, lo que ya es decir. Vestía siempre con pajarita. Al igual que su tío estuvo muy apegado a su madre, Julio lo estuvo de la suya. Fue «instintivamente reaccionario», en el sentido de preferir casi siempre el pasado. Dijo de sí: «Como ser vivo y vital sí creo que he tenido una vida de tercera clase, capada en la juventud, capada a los cuarenta años, vegetativa después». No se le puede pedir más sinceridad. En relación a su madre, Carmen Baroja (1883-1950), además de lo que sabemos por las memorias de sus hijos Julio y Pío, tenemos ese valioso libro, duro con Ricardo en cuanto a la misoginia (sin embargo, fue quien más la apoyó en su interés por la orfebrería) y, sobre todo, con su hermano Pío, con quien no coincidía ni en los gustos literarios. Se casó con Rafael Caro Raggio, pero pronto se dio cuenta de que se había equivocado, y un error continuado fue su matrimonio. Por otro lado, su marido siempre resultó un extraño en el clan de los Baroja. Volviendo al célebre novelista, pensó que había sido «un hombre que no ha tenido más preocupación en su vida que sus escritos y la manera de hacerlos». No era del todo así. Esta señora tenía opiniones tan sinceras como romas, a juzgar por las que expresa de Gómez de la Serna u Ortega y Gasset. En fin, buscó la complicidad masculina, pero no la halló y, en este sentido, no le faltó razón en denostar el mundo español que le tocó vivir.
Un dato curioso es que la familia Baroja recibía cada libro de don Pío (cierto: publicaba cada cuatro o cinco meses) sin comentarios. Ningún tipo de consideración. Supongo que no sería así en el caso de Julio. Esto expresa que, a pesar de la convivencia, estaban aislados, solos. No es que tuvieran dificultad para encontrar su lugar en España, sino también en ellos mismos. Del puritanismo y la austeridad a la indiferencia hay solamente un paso. En fin, una aproximación al mundo familiar de los Baroja y, como tal, necesitado de una investigación más exhaustiva y una visión ensayística.