«Pero más que una metáfora, una analogía domina el libro: habla de contar/escuchar sin perder de vista la infancia, periodo en que se escucha sin prejuicio, sin temor a mostrar disgusto, impaciencia o emoción. Lo que Martín Gaite quiere decirnos es que contar una historia es un juego, ha de tomarse con esa seriedad con que se juega, y además, el acto de contar, idealmente, ha de devolvernos a ese estado de fascinación con que se escuchan historias cuando se es niño, antes de la llegada de la “jerga Gutenberg”»
POR ALOMA RODRÍGUEZ
«Todas las metáforas de que vengo echando mano desde el principio indican que este cuento no lo concibo como un libro, sino como un viaje», escribe Carmen Martín Gaite en el sexto de los siete prólogos con que se abre El cuento de nunca acabar (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira). Manejo la edición de Siruela, desde la portada rosa fuerte, los ojos de Martín Gaite miran con complicidad. En el prólogo, José María Guelbenzu se acuerda de los «enredados dibujos de Francisco Nieva» de la edición del sello Trieste de este libro. José Teruel, especialista en Carmen Martín Gaite y editor de las obras completas —recientemente ha preparado el volumen que reúne los cuentos de la salmantina (Todos los cuentos, Siruela, 2019), las conferencias (De viva voz, Siruela, 2023)–, o su poesía (A rachas, La Bella Varsovia, 2023), además de la correspondencia entre Martín Gaite y Juan Benet en Galaxia Gutenberg—, considera El cuento de nunca acabar la obra cumbre de Gaite. Quizá ella utilizaría la expresión «piedra de toque», con ese gusto por la palabra cargada de sentido y al mismo tiempo usada como si fuera nueva, como cuando de repente coloca «pintiparado» en el texto y es como si la palabra te diera un pellizco.
Carmen Martín Gaite anduvo con este proyecto de libro, luego viaje, nueve años. Entre tanto, murió su amigo Gustavo Fabra, a quien le dedica el volumen y quien aparece precisamente en el prólogo sexto, «La vela de foque». En el «Remate a la dedicatoria inicial», con que Martín Gaite cierra el libro, da más detalles sobre Fabra y su papel con respecto al libro, casi de «interlocutor ideal», por utilizar una de sus expresiones.
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925 – Madrid, 2000) cultivó todos los géneros: novela, relato, poesía, ensayo, conferencia; El cuento de nunca acabar puede leerse como un compendio –incompleto– de lo sabido y lo pensado sobre el arte de contar (y de amar y de mentir). La idea central del texto es que la narración es cosa de dos, el que cuenta y el que oye, y ese acto comunicativo de contar depende de la pericia de ambos. Puede leerse también como un destilado de los Cuadernos de todo, pues, en parte, es un expurgo de esas anotaciones de todo lo que hacía referencia a la narración, el amor y la mentira. Puede leerse como unas lecciones para escritores sobre el oficio, pero también sobre la manera de estar en el mundo: siempre alerta, no solo cuando se escribe, también cuando se cuenta, para no aburrir a quien escucha. El cuento de nunca acabar tiene cuatro partes: «Siete prólogos», «A campo través», «Ruptura de relaciones» y «Río revuelto». Las ilustraciones de Francisco Nieva –interlocutor de Martín Gaite– podrían componer una nueva sección, en la que se aplica la teoría en forma ilustrada en la peripecia de Miss Mady a través de diez dibujos. ¿Por qué siete prólogos? Porque sí, porque el siete es un número mágico, porque siete son también las preguntas a las que responde el «resumen concentrado de mis apuntes», escribe Martín Gaite en el séptimo prólogo. Las preguntas son: «¿Quién es el narrador? ¿A quién se dirige? ¿Por qué cuenta? ¿Dónde cuenta? ¿Cuándo cuenta? ¿Cómo cuenta? ¿Qué cuenta?». Y sigue Martín Gaite con cierta coquetería: «Siete, buen agüero. Y eso que ha salido sin preparar». Andrea Toribio sigue la pista que deja Martín Gaite –habla de que toma notas en fichas que le sobraron «cuando estudiaba asuntos del siglo XVIII»– para llegar hasta el padre Isla que en un sermón se preguntaba «¿Qué parecería un libro con siete prólogos, un tronco con siete ingertos, y un hombre con siete cabezas?». Aquí lo tiene, padre Isla.
En «A campo través» despliega sus intuiciones y reflexiones, echando mano de ejemplos y mezclando la vida con la literatura, dejando claro que para ella leer/escuchar y escribir/contar viene a ser lo mismo y, perdón por la insistencia, en tanto que acto comunicativo necesita que emisor y receptor(es) sean competentes. Hay un capítulo donde Martín Gaite, disfrazada de ignorancia –«un tal Chomsky», dice– charla con un amigo entregado a una nueva disciplina: la lingüística generativa. Cuando logra que el amigo le explique en qué consiste —«trata de beber en las fuentes mismas donde el lenguaje se engendra, o sea, en la boca y la circunstancia vivas de cada hablante»— se da cuenta de que es lo mismo que ella pretende descubrir: «Eso es el cuento de nunca acabar». Como soy de la mejor condición, la de filóloga, ando inquietísima porque tengo una intuición indemostrable. No me quito de la cabeza el artículo de Aurora Egido «Santa Teresa contra los letrados», donde Egido explica cómo Teresa de Ávila se hace un poco la tonta para no levantar suspicacias. Y pienso si no está jugando a ese juego también Martín Gaite con lo de los prólogos y hablar de asuntos de teoría narrativa no con jerga sino con ejemplos y sobre todo poniendo en práctica sus propias intuiciones. Doy con un refuerzo para mi intuición: Martín Gaite cuenta que entre medias de este proyecto inacabado por inacabable se le cuelan varias novelas y proyectos, entre ellos, la escritura de los diálogos para la serie de RTVE Teresa de Jesús en 1982.
Hasta aquí, más o menos podemos pensar que El cuento de nunca acabar es un ensayo que a veces parece un cuento en el que se usan las anécdotas, la memoria y la experiencia para ir desplegando una teoría de la narración modesta solo en apariencia. El quiebre llega en «Ruptura de relaciones», fechado en 1982, nueve años después de comenzar el proyecto, donde anuncia su determinación de abandonarlo: «No es que lo acabe, es que lo dejo. Lo dejo sin acabar. A las muchas traiciones que le he hecho no voy a añadir la de renegar del nombre que le puse en los mismos orígenes de la relación entablada». Así que estamos ante otra pantalla del mismo juego retórico, lo que sucede es que el libro ya se ha acabado pero no queremos que se termine. Se acuerda entonces de un paseo que dio con su hija, antes de comenzar con El cuento…, nueve años atrás, en que vieron un sapo y que en ese momento comprende el encuentro: «Hay cosas que solo se entienden desde la ruptura; es cuando se atan cabos, cuando ya todo se da por perdido». Un poco después anuncia cómo va a no acabar el libro-piedra de toque de su pensamiento literario: «he pensado que seguramente seleccionaré de ellos [los cuadernos Clairefontaine] varios fragmentos, con los que sería bonito componer una especie de apéndice final para este libro. Será algo parecido a lo que hace un prestidigitador cuando enseña la trampa». Y eso es «Río revuelto», un bloque hecho de fragmentos que completa lo dicho, muestra el truco a la vez que se despide poco a poco dejando que el lector husmee en el taller de escritora de Martín Gaite.
De entre las metáforas a las que recurre Martín Gaite están la de las cerezas, que se van enganchando una con otra y es imposible comer solo una, así las historias; la de la costura, se tejen relatos; la del río con su campo léxico, habla por ejemplo de lo que tiene el libro de meandro. Pero más que una metáfora, una analogía domina el libro: habla de contar/escuchar sin perder de vista la infancia, periodo en que se escucha sin prejuicio, sin temor a mostrar disgusto, impaciencia o emoción. Lo que Martín Gaite quiere decirnos es que contar una historia es un juego, ha de tomarse con esa seriedad con que se juega, y además, el acto de contar, idealmente, ha de devolvernos a ese estado de fascinación con que se escuchan historias cuando se es niño, antes de la llegada de la «jerga Gutenberg». Martín Gaite recurre a la infancia, a la de los niños que ve o a la suya, para rescatar ese espíritu de entrega, de conversación pura que es la narración en los niños. Hay dos elementos que le interesan: el primero es la frescura, una cierta pureza en el niño que escucha y en su impecabilidad; diría que Martín Gaite aspira a fascinar con sus cuentos como se fascinaba ella con El gato con botas. El segundo aspecto, y creo que más trascendental, es la necesidad intrínseca del ser humano de contar y, más importante, contarse: no vivimos si no nos contamos, «lo que más anhela el hombre es ser portador de la narración. Pero las narraciones hay que incubarlas, sea cual sea su argumento, dejarlas posar». Además, contar y construir relatos es una manera de recordar y revivir: «Seguramente por eso me acuerdo con tanto detalle de las sensaciones que he descrito, porque inventé una historia basada en ellas». Pero hay un hito en el que Martín Gaite fija el inicio del oficio: «Al interlocutor hay que buscarlo por otros pagos. O simplemente soñarlo. Lo cual significa ponerse a escribir de verdad». Eso quiere decir que entra la ficción, la construcción y una verdad que es solo literaria: «En el reino de lo literario, las únicas leyes que valen para garantizar la verdad de lo expuesto no hay que irlas a buscar fuera, sino dentro del texto plasmado como tal. […] Lo que está bien contado es verdad, y lo que está mal contado es mentira: no hay más regla que esa para aceptarlo o rebatirlo». En «Río revuelto» hay una entrada con el epígrafe «El interlocutor soñado»: «Así es como se han escrito los mejores poemas del mundo, desde la ausencia desde el interlocutor real. Inventándose uno que jamás va a responder a nuestra canción: las nubes, las olas del mar, las ciervas del monte, las flores del verde pino».
¿Y qué pasa con el amor? Pues que lo es todo para Martín Gaite, es la conversación y la literatura y es la metáfora que sirve también para ir exponiendo su teoría, es la primera relación y es lo que la narración ha de tratar de replicar.
Vuelvo al momento en que Martín Gaite dice que deja el libro: «La decisión de dejar el cuento de nunca acabar la tomé en plena siesta, mirando una mosca que se había parado sobre el retrato de mi madre que hay en la biblioteca y recorría su rostro, como demorándose. Luego voló al de mi padre y dio por él un paseo parecido. A mí las moscas siempre me han inspirado mucho. […] Luego mientras seguía mi camino, mirando las nubes moradas, me acordaba de muchas más cosas y pensaba que todas forman parte del mismo cuento, de ese que solamente la muerte quiebra. Pero no estaba triste». Lo que está diciendo es que el único cuento que contamos es el de la vida.
El cuento de nunca acabar es una reivindicación de su propia voz por la vía de la muestra y la puesta en común también con otros autores, con sus pullas y sus recados, a quienes lo fían todo al exotismo del argumento, a los intelectuales o a los que practican la narración «tanathos», «la que produce la muerte del interlocutor». Martín Gaite nos lleva de paseo por parques y jardines y nos planta frente a un río de aguas cristalinas y frescas: eso es su escritura. El cuento de nunca acabar es el relato de la construcción y emancipación de una lectora, que es lo mismo que decir, en este caso, de una escritora.