Ignacio Aldecoa
Cuentos completos
Prólogo de Josefina R. Aldecoa
Alfaguara/Penguin Random House, Barcelona, 2018
777 páginas, 24.90 €
Los Cuentos completos de Ignacio Aldecoa (1925-1969) son la tercera recopilación de sus relatos, tras las de Alicia Bleiberg en 1971 y la prologada y anotada por su viuda, Josefina R. Aldecoa, en 1995. Parece que ahora son definitivamente completos. Es un mamotreto: setenta y nueve narraciones, escritas entre 1948 y 1969, y repartidas en setecientas cuarenta páginas, más el prólogo publicado en 1995. Pero es también un acontecimiento editorial: una de esas operaciones que, sistemáticas, panorámicas, enriquecen la literatura de un país. Aunque lo que para mí constituye un acontecimiento editorial quizá no lo sea para muchos. De momento, no he tenido noticia de recepción crítica alguna: ni reseñas, ni comentarios, ni artículos, ni nada. (Los periódicos, en general, se dedican ahora a otras cosas, como publicar poemas de los —y, sobre todo, las— jóvenes poetas digitales y youtubers que no hace mucho habrían abochornado a cualquier persona letrada, o entrevistas a lamentables maestros de esta generación lamentable). Y es una pena, porque Aldecoa ha sido —y sigue siendo, tal como está el patio— uno de los mejores narradores en español —de uno y otro lado del océano— del siglo xx.
Para nuestra satisfacción, escribió mucho. A los relatos que incluye esta edición —algunos, muy largos, son casi nouvelles— se suma una destacada obra novelística, con títulos memorables como Gran Sol, Parte de una historia o Con el viento solano, que recuerdo haber leído, siendo adolescente, con la fascinación de quien se ve arrastrado al pedregal erizado de aristas, pero también aterciopelado de flores, de una palabra veraz y fulgurante. Aún sorprende más que una producción tan numerosa fuese escrita por alguien que murió a los cuarenta y cuatro años. Aldecoa fue otro, en aquellos terribles años, que se fue mucho antes de lo imaginable, como Luis Martín Santos o José Luis Hidalgo.
Muchas cosas llaman la atención de Cuentos completos. En primer lugar, su condición coral, su naturaleza de obra multitudinaria, pero encajada, a la vez, en una horma reconocible y coherente. En este sentido, como asamblea de las múltiples voces de la lengua, es también una obra épica. Los relatos de Aldecoa conforman un vívido fresco de la España aldeana y tenebrosa de la segunda posguerra, de aquella España en la que, como decía otro escritor añorado, Manuel Vázquez Montalbán, a todo el mundo parecían olerle los pies. Sus protagonistas son, casi sin excepción, personas del pueblo, del pueblo más bajo: de lo que antes (ahora ya no sé) se llamaba proletariado, y hasta lumpenproletariado. Por las páginas de Cuentos completos desfilan los que trajinan la chatarra, los que cazan víboras y ratas en las cloacas para sacarse unos duros, los que viven en chabolas, los peones y los jornaleros, las criadas y las mujeres a las que pegan los maridos, los borrachines, los pícaros, los holgazanes, los enfermos del pecho o de revenido —como se llamaba entonces al cáncer—, los estudiantes alojados en pensiones que no pagan a sus caseros, los que aspiran a conseguir trabajo en la ciudad, los campesinos sin apenas campo que labrar, los vendedores de cualquier cosa, los aprendices de cualquier cosa, las cerilleras y las modistas, los marineros zarandeados por las tormentas y la poca pesca, las solteronas y las viudas, los niños que se despellejan las rodillas en las calles de los pueblos, los que viajan en tercera clase, los soldados que no tienen ni para viajar en tercera clase, los fogoneros que alimentan al tren, los boxeadores de barrio —como el inolvidable Young Sánchez—, los cómicos de la legua y los faranduleros del tres al cuarto, los guardias civiles, los subalternos de los ayuntamientos, los gitanos, los artistillas fracasados, los dueños de figones, los novios que no pueden casarse porque no tienen dinero o el permiso de sus padres, los herbolarios y los curanderos, los poceros y los camioneros, los albañiles que se matan en la obra, los cobradores de tranvía, los que madrugan, los que no tienen donde ser enterrados; en suma, los pobres y desventurados, que en la España del medio siglo eran casi todos. A muchos los rodean otros personajes, mejor situados en el escalafón social, que los explotan, engañan o evitan: pequeños burgueses, menestrales, funcionarios. Y a todos los oprimen, como un miasma desdichado, las ideas que supura una sociedad en la que imperan la estulticia nacionalcatólica, el hambre y el instinto de supervivencia.
Ignacio Aldecoa se sitúa, pues, en aquella literatura denominada social que pretendió denunciar la vida lúgubre, asordinada, en la que el franquismo y la miseria habían sumido a los españoles. Su forma de denunciarla no era otra que reflejarla: Aldecoa fue un espejo más en el camino, un espejo punzante y sanguíneo, como lo fueron otros realistas mesoseculares: Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Jesús Fernández Santos, Luis Romero o Jesús López Pacheco, excelentes escritores hoy bastante dejados de la mano de Dios. Para Aldecoa, nos recuerda Josefina, las mejores universidades fueron las tabernas (aunque seguramente también habría estado de acuerdo con Faulkner, que opinaba que eran las casas de putas).
No obstante el carácter deliciosamente callejero de la literatura de Ignacio Aldecoa, su prosa aparece bañada siempre de un espíritu poético. Él, de hecho, como tantos narradores, se inició en la poesía —publicó dos poemarios: Todavía la vida, en 1947, y La vida de las algas, dos años después— y fue amigo de postistas y hasta postista él mismo. Su lirismo se evidencia en las descripciones, afiladas y sutiles, fruto de una observación minuciosa. A veces es inmediatamente reconocible («De las colmenas del otoño se vertía, en el atardecer, el color de los campos. De las colmenas del otoño se endulzaban los ojos de una vaga melancolía. El crepúsculo ponía cresta de gallo a las cimas de los montes lejanos…», leemos en «La humilde vida de Sebastián Zafra»); en otras ocasiones se transfigura en un verbo tan plástico como preciso. Así se describe, por ejemplo, a un tal Pedro Lloros, un muerto de hambre como tantos, en «Los bienaventurados»: «Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase una crecida. Le quedaban dos amigos; los otros estaban invernando en los calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas y picañadas, pantalón con ventanas en el lipardi y balcones en las rodillas roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres cubrían sus cabezas moras con minas de colador».
Ignacio Aldecoa debía de pensar, con Josep Pla, que describir es mucho más difícil que opinar. Las opiniones son como las narices: todo el mundo tiene una. Pero describir requiere paciencia, sensibilidad y oficio, cualidades que no abundan entre la gente, y ni siquiera entre los escritores. Para que cuajen en un resultado feliz, Aldecoa se vale de una mirada taladradora, de una percepción porosa, de una curiosidad inagotable y de una compasión a prueba de bombas. El fruto son crónicas palpitantes y exactas —palpitantes por exactas— que nos impregnan al instante de su fuerza, que nos permiten ver y, gracias a esa visión, entender.
Tres aspectos destacan especialmente en la obra cuentística de Aldecoa, y en toda su literatura: el vocabulario, la ironía y los diálogos. El primero luce siempre una adecuación insólita al tema tratado o al contexto en el que se desarrolla. Aldecoa conoce los lenguajes jergales —de los marineros, de los ferroviarios, de los labradores—, los dialectos, las germanías. Su conocimiento es tan vasto que muchas de las voces que emplea resultan hoy incomprensibles, al menos para mí, y hay que recurrir al diccionario para saber qué quieren decir «picañada», «lipardi» y «coipe» (y casi también «fardel con corruscos»), por no salir del fragmento transcrito. (He llegado a pensar en los traductores de Aldecoa, si es que los ha tenido o, como sería deseable, los hubiera de tener. ¿Cómo traducirían un pasaje como éste?: «—Si sale el norte a mediodía, barre las nubes y guiñará el ojo Lorenzo. —Pero el castellano no le va a dejar. ¿No oye cómo suenan las cornetas?»). Pero, además de ese conocimiento singular que le permite utilizar la palabra óptima, es decir, técnicamente idónea, para el objeto o la acción mencionados, Aldecoa posee otro, asimismo muy amplio, de los múltiples registros de la lengua. El resultado es un léxico riquísimo, que permite una adjetivación vivificadora («desmandibulada risa», «fosfórica negrura», «una mesa de billar como un catafalco») y en el que conviven arcaísmos y cultismos, neologismos y coloquialismos, y donde destaca, por encima de todo, el habla popular, con sus giros, refranes y silencios, con la que nos persuade de que el narrador no es un escritor criado a los pechos de otros escritores, sino un desheredado que expone sus esperanzas, siempre frustradas, y sus infortunios, interminables.
El habla popular se expresa, en estos Cuentos completos, en conversaciones secas, tableteantes. Los diálogos de Aldecoa están vivos, como sus personajes, y ambos, diálogos y personajes, se comunican esa viveza: se transfieren latido y verosimilitud. El diálogo, en literatura, es también muy difícil, aún más que la descripción. Pero para Aldecoa, como para Lezama Lima, sólo lo difícil es estimulante. Esa dificultad, no obstante, a él se le diluía en naturalidad: lo que cuenta, lo que dice, parece sencillo, surgido fluidamente de la contemplación: una escena de la vida diaria atrapada al vuelo, un pequeño sainete vecinal, un intríngulis doméstico, sin filosofías, y todo atravesado por cierto aire burlón —lo que antes he llamado ironía—, como si, a la vez que nos cuenta las descorazonadoras peripecias de sus criaturas, y hace que nos compadezcamos de ellas, se riera un poco de la maldad y la insignificancia que anida en todos nosotros, de las pretensiones y malandanzas a que conduce la necesidad.
Aldecoa, en fin, no se equivoca nunca, o casi nunca. A veces es laísta; a veces —y esto es más grave— a sus cuentos les falta algo de punch, como si no fueran cuentos, en realidad, sino crónicas, testimonios, escenas de un diario. Pero su prosa, enérgica, fluye siempre con suavidad, sin que la ennegrezcan metáforas exageradas, caídas de tensión, tropezones sentimentales, vocablos imprecisos, nudos sintácticos, puntuaciones vacilantes, excursos innecesarios, ambigüedades. Las acciones se suceden con ilación. Los personajes se expresan inteligiblemente. Todo está bien articulado; todo, aun lo horroroso, aun lo contradictorio, está bien dicho. Cuentos completos es un regalo para el lector que quiera asomarse a un mundo, acaso ya periclitado, pero del que somos herederos, por la ventana privilegiada de una prosa sin error.