Mariana Enriquez:
La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo
Anagrama, Barcelona, 2018
192 páginas, 17.90 € (ebook 9.99 €)
Seguirle la pista a la figura de Silvina Ocampo supone —como en toda indagación biográfica— adentrarse en un laberinto. No hay líneas rectas para una personalidad esquiva y desdibujada, salpicada de anécdotas y rumores, los cuales forman parte —muchos de ellos, al menos— del tejido indemostrable de lo legendario. Las paradojas y los cabos sueltos adornan su vida de un leve misterio. Pero, además, está el monstruo tricéfalo de su laberinto, el formado por Bioy Casares, Borges y ella misma.
Cuánto engrandecen u opacan estos dos titanes literarios a Silvina aún está por determinar. Su obra, revalorizada en los últimos años, está trenzada con las influencias de ambos, aunque se distancia de ellos hacia un vértice de exquisita extrañeza. Fue una escritora de un talento de esos que podemos llamar raros, abismada hacia lo monstruoso en la infancia —le interesaba la literatura infantil, los cuentos de hadas—, barroca en su descripción de fruslerías y una hábil narradora de los caprichos de su imaginación. Por fortuna, fue lo suficientemente traviesa como para dar alas a desvaríos que acaban por ser cuentos de raros plumajes. Más libre y rebelde como cuentista que como poeta, escribió contra algo: «un defecto propio o la falla de un cuento». La escritura le supuso un pulso. Creía que uno tiene que ser su propio antídoto y convirtió el cuento en campo de batalla, en donde la escritora anda a la caza del propio veneno para neutralizarlo. Trató de cristalizar en palabras un juego de esgrima.
Si eso es algo de lo que le fue propio, hay mucho en ella de esa simbiosis tricéfala de la que hablábamos al comienzo. Llegamos a islas solitarias, pero estamos en el mundo, y el suyo fue, fundamentalmente, el que compartió con Bioy Casares, su marido desde 1940, y Borges, a quien la pareja de novios frecuentaba ya desde mediados de los años treinta. En sus libros hay ecos de ambos que resuenan estableciendo gratos parentescos. Cenaban juntos casi todas las noches, hablaban de literatura, se leían. Sobra recordar que el gran amigo de Borges era Bioy y que Silvina muchas veces no participaba de las extensas conversaciones entre ellos —ambos, por cierto, bastante misóginos—, pero llegaron a tener Borges y Silvina una amistad, podríamos decir que familiar, hecha de cotidianidad y afecto.
El matrimonio con Bioy Casares no fue convencional y, mucho menos, con una intimidad cerrada en sí misma. Ella era once años mayor que Bioy; él, un mujeriego empedernido. Bioy tuvo romances constantes, disculpados por Silvina. Uno de los más sonados, con Elena Garro, la escritora mexicana, cuando era mujer de Octavio Paz. Y uno de los más oscuros, salpicado de sombras y rumores, con la sobrina de Silvina, Genca. Si ese romance empezó cuando Genca era una muchacha, si la propia Silvina participó o no de la historia amorosa, son matices que las cartas que aún permanecen inéditas podrán algún día elucidar. Silvina, por su parte, también tuvo otros romances, relaciones fugaces y poco frecuentes con hombres y mujeres, alejamientos de Bioy que, quizá, fuesen más juegos de celos que pasiones nacidas de su propio deseo. En su cuento «El asco», una mujer ama a su marido hasta que destapa el engaño amoroso y concluye que «le había repugnado en él aquello que más la seducía». En «Sonetos de amor desesperado», llama la atención este verso: «Con mi infidelidad recuperarte». ¿Monogamia disfrazada? Muchos de los que la conocieron decían que para ella sólo había un amor: Bioy. Y Bioy volvió siempre a Silvina, aunque su retorno tuviese que ver con complicidades y comodidades más razonables que apasionadas: «Una situación que se repite. Llega siempre el día en que la amante pide que me separe de Silvina y que me case con ella; si todavía se limitara a decir “Vivamos juntos” a lo mejor examinaría la petición…, pero jamás me metería en los trámites de una separación legal; no sé si alguna mujer merece tanto engorro». Una de las historias más controvertidas de Silvina es la que pudo tener con Marta Casares, la madre de Bioy. Y luego está el idilio, parece que unilateral, que tuvo la poeta Alejandra Pizarnik con ella. ¿Cuánto hay de cierto en estos chismes biográficos?
La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo, de la escritora Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973), tiene mucho que decir al respecto. Es un perfil polifónico de la escritora, tejido con testimonios y fuentes bibliográficas que no siempre coinciden y que arman y desarman el retrato hacia una amplitud de conjeturas inherente a cualquier vida que contenga misterios y contradicciones. Elucubra poco, cuestiona mitos y rumores rastreando los orígenes de los mismos y sujeta sus propios juicios para dejar a los que la conocieron tomar protagonismo. Sin ser tan exhaustivo como una biografía, es precisa y un ejercicio de descubrimiento de una vida con cierto empeño en permanecer oculta. Silvina afirmaba: «Soy como los animales, escondo lo que más me gusta».
Desde sus inicios como pintora como alumna de Giorgio de Chirico y Fernand Léger (algo que no solía mencionar, pese a lo célebre de sus maestros) a la relación con Bioy, con Borges y con su hermana Victoria. Del mito que atribuye a Silvina una condición de bruja o vidente —tiraba las cartas y leía las manos, hasta que se aburrió de ello— a su implicada maternidad con la hija que tuvo Bioy con una de sus amantes. De su indiferencia política —a diferencia de su hermana, que fue una activa antiperonista— o su tibio feminismo —si lo comparamos, de nuevo, con el de Victoria Ocampo— a su intensa amistad con Manuel Mujica Lainez o Rodolfo Wilcock o su presunto lesbianismo. Además, un catálogo de rarezas —su placer por lo perverso moldea muchas de ellas— salpica de singularidad un retrato no siempre favorable, pero sí dotado de unicidad.
El título evoca una lateralidad fundamental en Silvina. No sólo se hallaba en el ángulo opaco del trío intelectual Borges-Silvina-Bioy, sino que era la hermana menor de Victoria Ocampo, una de las mujeres más importantes de la primera mitad del siglo xx en Argentina. De carácter decidido y dominante, Silvina no llegó a llevarse bien con ella (o, más bien, era Victoria la que no aprobaba la proverbial tacañería de su hermana, dado que pertenecían a una familia aristocrática, o la cuestión incestuosa con su sobrina Genca) y, mucho menos, Bioy o Borges, para quienes la personalidad resuelta y abiertamente feminista de Victoria les causaba visceral rechazo, además de la falta de simpatías literarias comunes. Bioy Casares escribió en sus memorias con respecto al grupo vinculado a la emblemática revista literaria fundada por Victoria Ocampo, Sur: «Allá se admiraba a Gide, a Valéry, a Virginia Woolf, a Huxley, a Sackville-West, a Ezra Pound, a Eliot, a Waldo Frank (que siempre me pareció ilegible), a Tagore. De ninguno de ellos podría yo decir que era uno de mis autores favoritos».
Victoria reseñó el primer libro de su hermana, Viaje olvidado, una crítica punzante en la que caricaturiza las imágenes no logradas de Silvina como «atacadas de tortícolis». No obstante, afirmó encontrarse por primera vez «en presencia de un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma». La Real Academia Española (RAE) define «disfraz» como el «artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido». Desfigurar para, en su caso, llegar a lo íntimo, para dejar su rostro desnudo al amparo de la ficción. Ocultar en el terreno de la invención lo real y, ahí, dar rienda suelta a lo privado, sabiéndolo protegido por el velo del artificio. Protegido hasta que Victoria Ocampo descorre el velo. A Silvina no pudo gustarle la reseña de su hermana. Y es que Silvina, si bien estuvo rodeada de personalidades que la eclipsaron, no parece que reclamase para sí otro lugar que el de lo oculto: «No soy sociable, soy íntima», decía. Fue una persona de subterfugios, con instinto para el despiste y la huida, pero Victoria Ocampo supo encontrarla, al menos, en este primer libro. Luego, se haría más inasible.
Silvina consideraba la fijeza de las cosas y la identidad una quimera, creía que el yo se desmorona una y otra vez, reconstruyéndose bajo formas cambiantes. Podía ser burlona y tomar a la ligera certezas o formalidades de todo tipo, incluyendo, como no podía ser de otro modo para ser genuino, a sí misma. Borges escribió: «Yo sospecho que, para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la tierra». Ser, sin más pompa, uno más. Siendo la menor de seis hermanas, decía que se sentía «el etcétera de la familia». Blas Matamoro, en Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), describe el mundo de Silvina Ocampo como aquel en el que «Las identidades confusas, inestables, intercambiables, apuntalan esta ausencia de puntales. Las referencias a lugares y épocas son borrosas». Silvina como laberinto, sí, pero laberinto de noche.
Las últimas palabras de su último volumen de cuentos, Cornelia frente al espejo, son: «Quisiera escribir un libro sobre nada». Y, en el soneto «Amor», de Amarillo celeste, encontramos el siguiente verso: «Poder a veces ser lo que soy, nada». La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo pone envoltorio, carne y cotidianidad a esa esencia esquiva y la lleva de lo tangencial a un merecido centro.