Eduardo Berti
Un hijo extranjero
Impedimenta | 176 páginas
Un padre extranjero
Impedimenta | 352 páginas
Eduardo Berti escribe como si trazara surcos en las páginas, escribe como aquel que juega a dibujar caminitos en la arena de la playa. En su escritura hay juego y hay humor, cualidades indispensables cuando se quiere hablar de algo tan crucial como la memoria y la identidad para no acabar dando a la historia un peso dramático, insoportable. Leyendo a Berti se tiene la sensación de estar mirando a través de un pequeño caleidoscopio: las historias se multiplican, hay personajes dobles, hay tramas que parecen mirarse en un espejo y devolver una versión distinta cada vez. Un padre extranjero (2016) y Un hijo extranjero (2022), ambos publicados por Impedimenta, son las dos partes de un díptico autoficticio que juega a imaginar la vida posible de un padre desconocido y misterioso, un padre que es una gran elipsis en la historia del propio autor.
Una vez, en una entrevista, Borges se refirió a un verso de William Blake para explicar la relación del ser humano con el tiempo: «El tiempo es la dádiva de la eternidad», escribió el poeta inglés. Borges pensaba que la eternidad nos permite vivir experiencias de modo sucesivo, sin que la acumulación de todas ellas nos conduzca a la anulación, a la muerte. Decía que, así como tenemos los días y las noches, las horas y los años, «tenemos memoria, tenemos las sensaciones actuales, y luego tenemos el porvenir, cuya forma ignoramos aún, pero que presentimos o tememos». La visión de Borges sobre el tiempo ayuda a entender las novelas de Eduardo Berti: la trama se va abriendo ante el lector poco a poco porque, si se abriera de golpe, como dijo Borges, sería imposible que el lector aguantara esa terrible carga, esa intolerable carga.
Eduardo Berti (Buenos Aires, 1954) quiere reconstruir la historia de su padre, un exiliado rumano y judío, que dejó su país siendo apenas un niño, se educó en Francia y llegó a Argentina a los veinticinco años cuando va a estallar la segunda guerra mundial. La historia de Un padre extranjero comienza, exactamente, el día que padre e hijo acuden al cementerio al entierro de su madre. Es entonces, justo en el momento en que el padre se queda solo ante un abismo, a los setenta y nueve años, cuando el hijo lo mira de frente, quizá por primera vez en su vida como a un igual, y empieza a sospechar que su padre no era la persona que creía, que no lo conocía tanto como pensaba: «En los meses que siguieron al entierro de mi madre, vi a mi padre hacer cosas raras o cosas que, por lo menos, nunca le había visto hacer. De pensar que sin mi madre él andaba a la deriva, pasé al extremo contrario y concluí que mi padre se mostraba por fin como era». Entre esas cosas que decide hacer el padre está la de ponerse a escribir una novela que se llamará El derrumbe. Y en ese instante, quizá empujado por un impulso de rebeldía o de distanciamiento, el protagonista de esta historia, el hijo escritor, decide cruzar el Atlántico escandalizado ante la idea de que su padre se haga escritor ahora, a la vejez. El hijo emprende el viaje inverso que una vez hizo su padre: de Buenos Aires a París.
La distancia física que se impuso entre padre e hijo les hizo comenzar a escribirse cartas, largas cartas donde el hijo le describía sus paseos por París al padre y el padre, a su vez, pedía al hijo que visitara algún lugar concreto para resituarlo en su propia geografía sentimental: «De alguna forma, la experiencia de mi primer año en París se vio mediada por estos cristales gruesos: las comparaciones que yo establecía con Buenos Aires; las comparaciones que mi padre iba estableciendo entre el París de mis cartas y el que él atesoraba en su memoria». En la carta al padre que escribió Kafka hay un momento en el que dice, dirigiéndose a su progenitor, que todos sus escritos trataban de él porque necesitaba depositar sus lamentos en la escritura ya que no podía depositarlos en el pecho de su padre. La historia del padre extranjero de Berti no contiene la violencia ni la intransigencia con la que el padre de Kafka lo trataba, pero sí hay cierta similitud a la hora de tomar la escritura como un ajuste de cuentas con su padre. Berti escribe, de alguna manera, para reconstruir su pasado familiar, escribe para imaginar a su padre y así poder salvar todos los huecos de su propia historia.
Lo más confuso de Un padre extranjero es el juego metaliterario que establece con una novela paralela: la historia que escribe el hijo sobre Joseph Conrad. Los fragmentos autoficticios se mezclan con páginas y páginas de otra novela que el protagonista anda armando sobre un escritor que también se exilió, como su propio padre, y aquí el juego de espejos hace que el lector se desvíe del esqueleto de esta historia: la historia del padre. El hijo descubre en las memorias de la mujer de Conrad que, cuando este enfermaba, deliraba en una lengua fantasma. Conrad era de origen polaco y deliraba en su lengua madre: «Jessie pensaba que Józef poseía una lengua fantasma que no había amputado del todo, pero que la sociedad no debía ver y que él trataba de hacer lo más invisible posible. Quizá por eso había optado por vivir lejos de Londres. A dos horas, o más, en coche. Quizá por eso se expresaba mayormente por escrito. Había abrazado la profesión de escritor acaso porque, retraído de la actividad oral, no debía exponer todo el tiempo su inglés torpe; había adoptado la costumbre de dictar a otros sus textos, sus relatos, sus novelas —pese a que el terrible acento se interponía entre su voz y esos dedos que, en cierto modo, traducían—, para eludir las faltas de ortografía que fueran a delatarlo masivamente».
El padre del protagonista también posee su propia lengua fantasma: el rumano. Una lengua de la que el hijo conoce apenas cinco palabras, pues el padre ha incorporado el español de tal manera que el rumano ni siquiera se colaba por las grietas de su estados de ánimo. La lengua es un vehículo de la identidad. ¿Podía ser el padre él mismo del todo si no podía hablar en su lengua materna? ¿Puede ser el hijo él mismo en París cuando apenas domina la lengua? ¿Quiénes somos para los otros cuando somos extranjeros en nuestras propias vidas? «A veces—dice el protagonista— pienso que debería abrir al azar, o no, una novela de Józef, traducir al castellano algunas frases del inglés y luego, con ese “tono”, con ese idioma obtenido en las orillas de las páginas de Józef, escribir sobre mi padre».
Las preguntas que el protagonista de Un padre extranjero se hace todo el tiempo —¿quién es mi padre? ¿quién soy yo? — parecen responderse en Un hijo extranjero, la segunda parte, un libro que corta los bordes de la historia —la historia sobre Joseph Conrad— y se queda con el esqueleto: el padre extranjero. O el hijo que viaja a los orígenes: Galați, la ciudad donde nació su padre. «Vengo de lejos, muy lejos. Es mi primera vez en este país. Mi padre nació en esta casa, hace cien años». Es inevitable acordarse de Comala y de Pedro Páramo: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo».
Años después de la muerte de su padre, Eduardo Berti recibe un abultado sobre que contiene las fotocopias del legajo con toda la información sobre los orígenes de su padre, los papeles que su padre presentó en 1952 en Argentina para pedir la nacionalidad. Cuando llegó a Buenos Aires en los años treinta, cambió de apellido, de fecha de nacimiento y hasta de religión. «El legajo, que me llegó hace once meses, trae las informaciones que mi padre nos ocultó durante años. Lo que se llevó a la tumba. Lo que tuve que inventar porque faltaba, en mi novela. Está ahí el nombre del barco con el que cruzó el Atlántico. Está la fecha en la que pisó el puerto de Buenos Aires. Están los nombres completos de mi abuelo y de mi abuela, que él siempre tendió a escamotear. Y, lo más emocionante para mí, en una vieja partida, en sellos triangulares, redondos, cuadrados de un registro civil, figura la dirección exacta de la casa de Galați donde mi padre nació».
Y así, viajando hasta Galați, buscando la casa de la infancia de su padre, termina la historia de este padre imaginado. Eduardo Berti camina por la ciudad rumana buscando el número exacto de la casa, una casa que ya no existe con ese número pues la nueva numeración de las calles, como dice el autor, parece ilustrar lo que hace nuestra memoria: «corrimientos, desplazamientos». La memoria es un gran derrumbe, como el título de la novela que su padre empezó a escribir. En un fragmento de El hijo extranjero, Berti confiesa que su primer y gran país imaginado —haciendo alusión a su novela sobre China Un país imaginado— fue la lejana Rumanía de su padre. Un país que se inventó en su niñez, tal y como imaginó las otras vidas que vivió su padre antes de llegar a Buenos Aires. Al final, como ocurre con todo lo que imaginamos que será, queda la sensación de que el padre de Berti, el real y el imaginado, «cohabitan en dimensiones que no siempre se tocan».