Eduardo Halfon
Canción
Libros del Asteroide
128 páginas
Prepárense para el espectáculo de la confusión y los equívocos, desde el mismo arranque de la novela. Un escritor, léase Eduardo Halfon (Guatemala, 1971), viaja a Tokio disfrazado de libanés. Lo que sigue es verdadera literatura. No engaña. Es decir, engaña bien.
El fondo de armario halfoniano es una verdadera mina de la que extraer sus historias breves y agudas. Los lectores han seguido, en estos años, esas búsquedas por las incógnitas familiares a las que siempre vuelve. Las incógnitas se heredan con sus silencios y cicatrices. En este caso, durante el viaje por Tokio, el narrador recuerda el episodio del secuestro de su abuelo paterno en la Guatemala de los años sesenta. Se trata de un personaje que nos anticipaba ya en la anterior novela, Duelo, cuya conmovedora historia giraba en torno a la muerte del niño Salomón, el primogénito de su abuelo.
Libros del Asteroide acostumbra a pedir a sus autores una cita que sirva de colofón a la obra. En este caso, Halfon optó por una de la película El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica: “O la encuentras pronto o no la encuentras nunca”. Es lo que le dice la adivina al protagonista que ha perdido su única herramienta de trabajo y de sacar adelante a su familia. Esa frase puede parecer una ironía, o un consuelo para las pesquisas del autor guatemalteco, que no suele encontrar aquello que pensaba. Lo que encuentra es una historia.
Halfon sigue buscando. Con Canción, añade una importante pieza a la sutil exploración sobre los orígenes y los mecanismos que conforman su identidad, aunque esa no fuera su intención original. Ahora ya, atrapado por la magia de la búsqueda, su voz narradora crece en este inconfundible proyecto literario que inició con El boxeador polaco (2008), Monasterio (2014), Signor Hoffman (2015) y Duelo (2017).
Se trata también de un proyecto arriesgado. Si hasta ahora, en sus historias preponderaba la rama familiar materna, en esta vira hacia la paterna. Pero, en cada nueva entrega el lector puede preguntarse si acaso, con cada baile, los disfraces no acabarán perdiendo el brillo. ¿Se agotará? ¿Me enganchará de nuevo?
El autor cuenta con una ventaja más allá de la propia historia. Su estilo conciso y directo, coloquial, permite una lectura que se parece a la escucha, como si estuviéramos ante alguien que cuenta sobre una barra de bar o en una cafetería. Y ahí está, lo verán al leer la novela, la clave de todo, la única solución: no claudicar, no dejar nunca de contar, contar hacia delante, a lo Sherezade, para salvarse de un mal trago, o de una amenaza.
Nadie, cuando narra Halfon, es lo que parece. Los personajes son quienes no son. “Mi abuelo libanés no era libanés”. Y es verdad, era judío. Pero también es verdad que había nacido en Beirut cuando era un territorio adscrito a Siria. “Mi tío Salomón no era mi tío, sino un primo de mi abuela”. En realidad, el propio narrador adopta el papel para el que le han invitado subiéndose al carrusel de esa confusión primera, dejándose llevar por el equívoco, que es la esencia de su literatura.
Canción acabó de escribirse en el sur de Francia, donde reside actualmente su autor, por circunstancias, en parte, relacionadas con la pandemia. En ella se refleja el juego que le da a Halfon ese puzle de identidades que lleva en los genes. Un juego que parte de las expectativas del público o del mundillo académico, o literario, hacia el narrador invitado: “Nunca antes había estado en Japón. Y nunca antes me habían solicitado ser un escritor libanés. Escritor judío, sí. Escritor guatemalteco, claro. Escritor latinoamericano, por supuesto. Escritor centroamericano, cada vez menos. Escritor estadounidense, cada vez más. Escritor español, cuando ha sido preferible viajar con ese pasaporte. Escritor polaco, en una ocasión, en una librería de Barcelona que insistía – insiste- en ubicar mis libros en la estantería de la literatura polaca. Escritor francés, desde que viví un tiempo en París y algunos aún suponen que sigo allá. Todos esos disfraces los mantengo siempre a mano, bien planchados y colgados en el armario”.
El verdadero Halfon, aunque esto ya es terreno dudoso, tenía que haber sido ingeniero, pero se cruzó en su camino la vocación tardía de la escritura. Su formación previa se basa en los manuales educativos de Estados Unidos, donde pasó desde los diez hasta los veintitrés años, lo que moldeó también su mente para pensar en inglés y escribir después en español. Siempre, como entonces, aunque viva fuera, su literatura vuelve de algún modo u otro a Guatemala.
Canción se construye con fragmentos que van conectando la historia del abuelo, de su familia y del país. En parte, es una historia privada de Guatemala, ese territorio “surrealista”. Por ello, el narrador recurre a momentos históricos que refieren episodios reales convulsos. Son lo suficientemente breves como para ubicar bien al lector, sin hacer demasiado ruido o cortar el ritmo de ese relato casi oral, como, por ejemplo, el de la pincelada sobre el derribo del gobierno de Jacobo Árbenz por las intrigas de la United Fruit Company. A ese tema Vargas Llosa dedicó su libro Tiempos recios, en 2019, mientras Halfon escribía Canción. De hecho, Halfon optó por no leer la obra de Vargas Llosa para centrarse en su propio relato.
En otra escena, estamos en un bar, el mismo en el que un día se emborrachó Lee Hazlewood, el autor de la pieza These boots are made for walkin, el tema que popularizó Nancy Sinatra en 1966, el mismo año del secuestro del abuelo. La letra es violenta: “Estas botas están hechas para pisotearte”. Pero Nancy pensó que al cantarlo ella quedaría más dulce. Esta mezcla de dulzura y violencia es un rasgo inevitable en las historias del sello Halfon a la hora de mirar a su patria de nacimiento. Como suele decir el Cervantes centroamericano, Sergio Ramírez, para un escritor de la región, es imposible contar una plácida escena de alcoba sin que entre por la ventana una bala perdida, es decir, la realidad más sórdida.
Las novelas de Halfon no tratan la violencia sino de sus efectos prolongados en los destinos de generaciones como la suya. Durante los últimos tramos de Canción, el narrador se encuentra con Aiko, una japonesa cuyo abuelo sobrevivió a la bomba de Hiroshima. Inevitable entonces que ambas historias, las de los antepasados del narrador y los de Aiko, caminen y conversen juntas. Nuevamente, no se trata de encontrar la verdad, sino de la búsqueda. Ya decíamos antes que estamos ante un espectáculo literario, en el que “las cicatrices y silencios alimentan la imaginación más que los hechos veraces”.
Los disfraces son el símbolo de contradicciones divertidas, pero también de dicotomías perversas. A veces son los nombres y pseudónimos que reflejan enormes paradojas. Por ejemplo, un tipo que se apoda tiernamente Canción, se convierte en un carnicero y un secuestrador para, después, acabar resultando casi entrañable.
Con ambigüedad, con ironía, con digresiones breves, con un ritmo suelto, este guatemalteco- polaco-norteamericano- español- judío- libanés hace siempre que se envidie la verdadera esencia del oficio de escribir: la posibilidad de crear y ser parte de mundos diversos.
Los disfraces no dejan ver el sentimiento del autor. Habla de los suyos, desde el extrañamiento. Y, a la vez, a sabiendas de que nunca va a encontrar lo que busca, no deja de preguntarse, de preguntarnos: quiénes son estos, por qué, estando tan lejos, los siento tan míos y por qué los quiero tanto.
Sus historias breves dialogan entre sí, en su permanente búsqueda. La única condición es dejarse llevar por los equívocos, que hacen posible la literatura y la vida. El broche final de Canción revela el sentido de esta literatura de disfraces. Y, entonces, uno comprende que sí, que Halfon lo ha vuelto a hacer.