POR  GIOCONDA BELLI

Mi abuelo Francisco, alto, nariz larga, piel clara cruzada por los deltas de sus ríos interiores me hablaba de la palabra como «la excelsitud del homo sapiens». Era un hombre autodidacta, poseedor de una memoria fotográfica y admirador de las conquistas laborales europeas. En su aserrío, a principios del siglo XX, instituyó la jornada de ocho horas y practicó el respeto al derecho de sus trabajadores, pero el mayor legado que nos heredó fue su devoción por los libros, y su fe en la capacidad humana de comunicarse a través de las palabras. Pienso en esto porque las guerras son la muerte de las palabras. Quienes las provocan suelen ser personajes grandilocuentes que usan las palabras como arma letal para que cese la comunicación civilizada y se enardezcan los más destructivos instintos humanos. 

Quienes hemos vivido la guerra, por muy distinta que haya sido la escala en que la hayamos experimentado, sabemos que la violencia abre abismos. Uno puede adivinar al ver esta lamentable invasión de Ucrania, que el deseo detrás de este zarpazo de Putin es reconstituir la Unión Soviética, sometiendo de nuevo al mandato de Rusia a las repúblicas que fueron obligadas a constituirla. La amenaza no sólo es para quienes sufren la embestida de las ambiciones de este hombre, sino para los propios ciudadanos rusos y del mundo entero.

En Madrid se habla de la guerra con temor. En mi país, Nicaragua, Daniel Ortega se alinea con Putin y apoya la guerra. En sus discursos, se olvida de la crisis interna, de los 177 presos políticos y los 40 líderes de la sociedad civil, entre ellos siete que se proponían ser candidatos electorales en las elecciones de noviembre, 2021, que él encarceló para evitar competir con ellos en el proceso electoral. En vez de referirse a los problemas internos, sus discursos siempre improvisados, largos y repetitivos se ocupan ahora de justificar la aventura de quien espera sea su aliado en la soledad que ambos han construido al obviar los parámetros de la convivencia internacional.

Al mismo tiempo que en Ucrania las fuerzas rusas avanzan sobre ese país de 44 millones de habitantes, en Nicaragua, los cuarenta líderes encarcelados por Ortega cumplen ocho meses de prisión en condiciones inhumanas de aislamiento, restricciones alimentarias, falta de sol y luces encendidas día y noche. Se les acusa de traición a la Patria. Se les condena a penas que van de los ocho a trece años de cárcel, en base a conversaciones de wasap y testimonios fabricados dados por policías al servicio del régimen. Los juicios se parecen a los que llevó a cabo Stalin en la URSS para eliminar quienes lo adversaban o deseaban un rumbo diferente: juicios llenos de mentiras y de palabras que manosean la noción de patria.

El lenguaje de los regímenes autoritarios en América, incluyendo el lenguaje del anterior presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no tiene empacho en distorsionar la realidad para que ésta quepa en razonamientos destinados a polarizar la sociedad. En Nicaragua, en Cuba, en Venezuela, el guion parece ser el mismo. La propaganda se encarga de crear enemigos, causas alrededor de las cuales grupos de personas, a partir de un sentido de pertenencia, coincidan y alimenten el fuego de conflagraciones en las que, quienes las instigan, pretenden alzarse 

Los gobiernos de Cuba y Venezuela en América Latina también se han apresurado a tomar el lado del agresor de Ucrania. Es una paradoja que aprueben esa intervención mientras apresan a compatriotas acusándolos de cómplices del «imperio» al tiempo que prestan su complicidad a las ambiciones imperiales de Putin. Típica malversación de su lenguaje populista.

Nunca una guerra se había desarrollado en un escenario inundado por el ruido de tantas voces y en un tiempo en que la información falsa y los engaños políticos han proliferado como una plaga bíblica de langostas. Recorrer las redes sociales en estos días de incertidumbre nos acerca al sufrimiento de los ucranianos, pero también nos expone a la mezquindad. Los espectadores del conflicto lo mismo expresan solidaridad, que reclaman la atención que se le brinda a ese país y no a otros, o se arrogan el rol, desde una manifiesta ignorancia, de jueces inclementes. En este siglo XXI cuando la tecnología nos ha dotado de la inmediatez y del acceso permanente a la información, esta invasión de Rusia contra Ucrania será distinta a todas las demás: será también una guerra de palabras. Esperemos que la idea que tenemos de la verdad, que ya está malherida, no sea otra víctima de esta aventura bélica.

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