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José Antonio Llera
Cuidados paliativos. Diarios
Pepitas de Calabaza, La Rioja, 2017
172 páginas, 16.50 €
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

 

En estos tiempos de especialización compartimentada, la polivalencia tiene sus agravios y tocar varios géneros no queda impune: sale ganando quien apuesta todo a una carta y es mirado con suspicacia quien se niega a encasillarse y «etiquetarse», como se dice en las redes sociales. La lectura de los diarios de José Antonio Llera (Badajoz, 1971) exige olvidarse del filólogo del mismo nombre, profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid, autor de media docena de monografías y galardonado hace poco con el Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria por un completo estudio sobre la poesía de Miguel Labordeta. Y ello aunque su amplio conocimiento de la literatura y las artes visuales, base de su enfoque comparatista, aparezca en sus reflexiones, que nos muestran un itinerario cinematográfico (Murnau, Antonioni, Hitchcock, Polanski, Béla Tarr, David Lynch) concordante con sus obsesiones personales y que corre en paralelo a los inquietantes sueños que se nos refieren, algunos de ellos protagonizado por Edgar Allan Poe, Juan-Eduardo Cirlot, Antonio Lóbo Antunes, Joan Brossa, Stéphane Mallarmé o Alejandra Pizarnik.

Aunque el libro lleve como subtítulo «Diarios», renuncia a la datación y está construido por viñetas autónomas, piezas de un puzle complejo que, evidentemente, termina siendo un autorretrato. En Cuidados paliativos, lo que aparece es una personalidad construida a partes iguales por la experiencia vital y las experiencias estéticas. De la primera, sobresalen los recuerdos de las sensaciones de la infancia, vivida en un pequeño pueblo extremeño, desde el «sabor de los golpes» en las peleas del colegio al ritual invernal de las matanzas. El prurito de recibir calambres de manera voluntaria, tocando cables y bombillas, es explicado a posteriori por «la necesidad de verificar mi existencia», ya que «la descarga eléctrica avivaba mi conciencia, afirmaba mi ser, refrendaba mis percepciones», y el hábito de esconderse en el foso de una fábrica abandonada, mientras sus amigos continuaban sus juegos bélicos, por la querencia de situarse «fuera de un mundo que aún no conocíamos pero cuya crudeza sospechábamos».

Lejos de cualquier idealización de paraíso perdido, la vida en su pueblo extremeño (Talavera la Real, en las Vegas Bajas del Guadiana) muestra el vigor y naturalidad con el que se entrelazan Eros y Tánatos, como en su descripción del bar Paisa, en cuyas paredes coexistían en abigarrada promiscuidad calendarios eróticos y manojos de perdices o tendidas liebres, aún sangrantes, carne de caza puesta a la venta junto a la carne de esas divas inalcanzables en la provincia, igualadas en su venalidad ante los parroquianos.

Las pequeñas «epifanías» que explican el yo presente, pues aquel niño es padre del presente hombre, cuya memoria, de forma inevitable, reinterpreta a la luz de la madurez. A su vez, las manías o afirmaciones de familiares y antepasados ofician como pequeños oráculos, y la figura de la madre explica, a la inversa, el gusto por el arte o el rechazo al regateo.

Lamentablemente, las epifanías son por definición limitadas, aunque se quisiera ampliarlas de algún modo. En las páginas iniciales se afirma esta aspiración: «El luminol es un producto usado en química forense para rastrear manchas de sangre, aunque éstas hayan sido borradas a conciencia. Imaginar también un luminol para nuestros recuerdos». El léxico de la medicina, que suele ser excluido de la literatura, aunque condicione nuestras vidas y corra por nuestras venas, ya aparecía con resultados afortunados en los últimos poemarios de Llera, como El síndrome de Diógenes (2009) o Transporte de animales vivos (2013), libros que, al contrario que estos diarios, tematizaban la vida en la ciudad, donde «los ciclos del capital» eran igualados con «los ciclos de la quimioterapia» y se concluía que «vivir es un placebo».

Amplio conocedor de la literatura occidental (pocos escritores actuales pueden, como él, leer a los clásicos en su latín y griego originales), el autor mira con ironía cómo los simulacros del capitalismo sirven a los instintos y temores más primitivos, por ejemplo, a propósito del «brutal linchamiento de Gadafi. Alrededor del cuerpo ensangrentado y suplicante, no buitres, sino una bandada de teléfonos móviles que graban con sus cámaras de última generación». Esa «iconofagia» de las multitudes tiene su reverso en esa «especie de eucaristía» que es para los forofos de Apple el estreno de un nuevo adminículo supuestamente personalizado y que necesitan tocar, para «alcanzar el éxtasis del grafeno». A esa seducción del capital que se deja toquetear para suscitar el deseo de compra, Llera contrapone con ironía el recuerdo de Valeriano, un desconfiado vendedor de ultramarinos que alargaba la mano para empuñar el dinero antes de servir ninguna mercancía.

La prosa de José Antonio Llera se ha relacionado con la de Josep Pla o Jules Renard. También bebe, en su imaginería, de Ramón Gómez de la Serna y de algunos libros de Francisco Umbral, aunque en Llera un velo de piedad sustituya el atanor del ludismo intrascendente del primero y el cinismo narcisista del segundo. En la forma libérrima de un libro sin género, o que inaugura un género propio, como el de los Pequeños tratados de Pascal Quignard, ha encontrado Llera un campo para un anhelo de libertad que se notaba ya en los deslizamientos de sus ensayos hacia lo imaginario. Frente a la redacción dirigida que exige la investigación literaria y la voluntad de forma de su poesía, estos diarios surgen como celebración de lo aleatorio y de su captura gozosa, con la convicción de que «no se puede dirigir la voluntad, cometa loca, labio deshilachado en pos de nadie».

Hay en los diarios de José Antonio Llera un tono elegiaco de canto a lo perdido y a las vidas que no se han vivido. En su último libro poético había un poema en prosa titulado «No supe ser como Dionisos», donde deploraba no haber sido como «el dios del exceso» y confiesa que «preferí el calmante y la tristeza al acantilado que huye a lomos de la corza, el cazador, su mira telescópica es lo que fui, la casulla que el hijo les quitaba a los leprosos es lo que fui». Una nostalgia por vidas como la de su amigo Domingo Frades, talentoso pintor de vida airada, víctima tardía del desencanto de la Transición en la Raya de Portugal. Su sátira del mundo académico, endogámico, complaciéndose «en lo fofo y lo consabido», premiando la docilidad y condenando lo original, es paralela a la atracción hacia esa vida de los hombres infames, que diría Foucault. Los «rostros de la locura» que analizara en su estudio homónimo a partir del texto de Cervantes, los grabados de Goya y los documentales de Wiseman se buscan ahora en la memoria de un tío materno que pasó su vida encerrado en el psiquiátrico de Mérida y del que las noticias dispersas que dieran sus familiares sólo sirven para atizar una necesidad de conocimiento. Se intuye, en vidas como ésa, una verdad alcanzada a costa de la destrucción del corsé que es nuestro lenguaje, pues también «El dolor es más bien una forma de hablar del cuerpo, cuerpo que dice sin cesar, cuerpo que no calla».

La confianza en que bajo esas evocaciones hay una ligazón estrecha con lo que uno es explica la importancia otorgada al «asalto de la memoria involuntaria» y a los sueños, que, como el «teatro mágico sólo para locos» del lobo estepario, ilumina mediante el absurdo las conexiones que no se atreve a hacer la mente en vigilia.

Llera recuerda la distinción realizada por Félix de Azúa entre los escritores que van por la autopista y los que caminan por el sendero, y relaciona al segundo con la figura jüngeriana del emboscado o partisano. Llera, que se identifica evidentemente con el segundo, afirma: «El exilio es un sentimiento que nunca padecerá un escritor puro del sendero; no puede darse la nostalgia en aquel que fue siempre un extraño en su propia tierra». Esa extrañeza se expone de la mejor manera en la historia del retrato de familia de los años setenta de la que el autor, entonces un niño, se negó hasta el llanto a formar parte. «Sin embargo, aunque no estoy en ese primer plano, mi rostro sí es visible a través de la ventanilla del coche que hay detrás». Como en unas Meninas contemporáneas, el rostro del autor se ve reflejado, mirando a sus padres y hermana, pero también al espectador desde su misma posición, la del lector. Al escritor le sorprende, cuatro décadas más tarde, encontrarse a sí mismo de ese modo, «en el umbral entre lo propio y lo ajeno, sin involucrarme en la escena para así apresarla en su integridad. ¿Son los ojos turbados y atónitos de quien mira una ejecución simbólica?». Al final, la reticencia a ser uno más de aquel mundo, en dejarse llevar por la corriente gozosa de lo natural, hizo posible que aquel mundo y aquel tiempo no se perdieran, rescatados en la literatura, que sigue siendo la verdadera vida, aunque no nos cure de la melancolía de no haber vivido la otra lo suficiente.

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