Juan Arnau
El sueño de Leibniz
Pre-Textos, Valencia, 2019
292 páginas, 20.00 €
POR JESÚS AGUADO 

En su Manual de filosofía portátil (Atalanta, 2014) Juan Arnau defiende, para contrarrestar el «espíritu de la pesadez» que infecta esta disciplina, una filosofía para caminantes, una filosofía portátil que, en vez de grandes sistemas indigeribles, ofrezca «ironías, vislumbres, migajas». «Una filosofía en la vida, no la vida en la filosofía» que nos haga inteligentes sin robarnos en el proceso la empatía, la congenialidad o la conciencia. Es lo que hizo él en este libro: un repaso a la filosofía occidental según sus filósofos más relevantes (veinte autores que van de adelante a atrás, desde Lévi-Strauss hasta Heráclito) o, para ser más exactos, según los filósofos con los que al propio Juan Arnau le hubiera gustado compartir una conversación o un banquete. O un paseo. O un pequeño viaje. O la exploración de una mina (quizás con Novalis) o de un volcán (probablemente con Empédocles). Filósofos que, contados por él o sentados junto a él, bajan la voz para que podamos entender lo que nos dicen sin sentirnos amenazados, amedrentados o expulsados, es decir, con clara voluntad de compartir experiencias mentales y biográficas, y ya no de aleccionar, competir (en juegos dialécticos, en coherencias o destrezas técnicas sin alma) o reivindicar medallas o puestos de honor en la historia.

En El cristal Spinoza (Pre-Textos, 2012) y en El efecto Berkeley (Pre-Textos, 2015) —que forman una trilogía, hasta el momento, con El sueño de Leibniz— ya ensayó este modo de hacer cercanos, casi contemporáneos, a filósofos con fama de difíciles y de oscuros. Filósofos para profesionales de la filosofía transformados en seres accesibles, sin necesidad de banalizarlos o de convertirse uno en mero divulgador de sus ideas. Filósofos de repente vivos que nos permiten acompañarles en sus peripecias vitales e intelectuales con naturalidad (no parece haber entre nosotros un salto de siglos, de mentalidades, de contextos sociales o de intereses), con curiosidad (que parece mutua: ellos tan curiosos de nosotros, sus lectores, como nosotros de ellos) y con alegría (piedra de toque de que uno está, como persona y como ser de cultura, en el camino verdadero o en uno de ellos). En estos libros Juan Arnau hace el milagro de que la filosofía y la vida se reivindiquen a sí mismas sin rechazarse mutuamente y sin retarse a estériles duelos de primogenitura que ya sabemos cómo terminan. Lo hace, además, elaborando una literatura de gran calidad; y escribiendo con una pasión estilística y con un enorme sentido del ritmo que, además de deleitar a quienes se adentren en ella, forma parte de un método filosófico que defiende, al menos de manera implícita, que un texto poco especiado no se saborea bien y, a menudo, provoca molestos ardores de estómago.

De Leibniz ya se había ocupado Juan Arnau en Manual de filosofía portátil. Ahí le dedica un capítulo que titula «Genio de continuidad» y cuenta que tuvo una «vida indescifrable, de éxitos parciales y grandes decepciones» y que fue un extraño incluso para sus contemporáneos. Al hilo de sus ideas centrales (la de la mónada en primer lugar, pero también la de armonía, continuidad, universalidad, la dinámica o energía interna que hay en todo lo vivo, o ese atractivo principio de plenitud que afirma que el mundo mejor, también el de las ideas, es el que está más lleno), nos vamos enterando de sus múltiples intereses (todas las ciencias sin excepción, además de la genealogía, la jurisprudencia, la historia, la numismática, las orugas o las destilerías de brandy), de sus viajes interminables (de un extremo de Europa al otro mientras rellenaba cuadernos de letra temblorosa en carruajes que avanzaban por caminos casi impracticables), de sus variadas actividades (desde agente secreto hasta consejero de casas reales, desde bibliotecario a fabricante de máquinas aritméticas capaces de sumar números de doce cifras o de cronómetros, desde aspirante a unir todas las religiones y saberes hasta diseñador frustrado de un instrumento que permita diferenciar el bien del mal) y de la gran cantidad de genios a los que fue tratando a lo largo de sus días (quizás el más eximio de todos sea Spinoza, cuya Ética califica de libro peligroso; pero también trató a Brand, el inventor del fósforo, a Becher, químico, a Swammerdam, microscopista, a Hude, matemático, a Boyle, a Halley, a Grimaldi, jesuita experto en China, y a muchísimos más). Un hombre, deducimos, inquieto, algo arribista, soltero (se planteó casarse a los cincuenta años, pero lo descartó para no distraerse de lo que más le interesaba), gran corresponsal (unas veinte mil cartas, entre las que destacan las que dirigiera a la princesa Sofía) y que falleció solo y sin nadie que se hiciera cargo de su entierro.

Este Leibniz es el que se pone a soñar, ya desde el título, en el último libro de Juan Arnau. Porque es cierto que, según avanzamos por él, vamos repasando muchas de sus teorías centrales, que además necesitamos para encajar al personaje en un sistema y al revés, pero también que lo que al autor parece interesarle más es desarrollar una teoría y una práctica del sueño que nos ayude a entender algunos de los misterios de lo real. Leibniz, según se nos cuenta, se iba a la cama «armado» con un cuaderno para poder cazar los sueños al vuelo y así, frescos, sin darles tiempo para pudrirse, poder enlazar lo emanado en ellos (imágenes, historias, ideas, insólitos enlaces lógicos, una nueva concepción del espacio y del tiempo) con lo producido previa y posteriormente por la vigilia. Los sueños ayudan a desgarrar el velo de la conciencia, que necesita estos pequeños temblores oníricos, y las asociaciones fantásticas que despiertan en ella, para no dejar de estar conectada con el mundo diurno. En los sueños, en efecto, se «fragua la energía de la vida», esa sucesión de experiencias que es también una sucesión de experimentos con las infinitas identidades y máscaras a disposición de cada cual. Y aunque en ellos se «quiebran las leyes de la vigilia», su «tiempo ignoto» nos ayuda a recoger «todo aquello que pasó desapercibido, rememora las impresiones más tenues […] y las devuelve con una agudeza e intensidad singulares» y hace que los recuerdos, «agazapados bajo la escena iluminada por la conciencia», salgan atraídos por su luz lunar y aspiren a la luz mientras buscan «la sensación, la materialización, una vida sanguínea propia, una pulsación». Gracias a los sueños «la memoria aprovecha el suspenso de la percepción y toma la conciencia al asalto» haciendo que todo esto (sueño, percepción, conciencia y memoria) participe de un mismo «arte de la alucinación». El sueño, en fin, traspasa el peso de la coherencia y de la verosimilitud del cuerpo, que gobierna con mano de hierro la vigilia, al espíritu, lo que nos permitirá valorarlo en su justa medida.

En varios lugares del libro se nos cuentan sueños de Leibniz. Hay uno que se repite: que está a punto de perder un barco. En otro se describe un antro oscuro y subterráneo (el más extenso y alegórico de todos). En un tercero nos dice que, antes de dormir, y para inducir así un sueño en concreto, consulta en un diccionario la palabra «rojo». En las páginas finales vemos cómo un emocionado Leibniz (o un emocionado lector que se deja contagiar por su palabras de despedida) dice que necesita sueños para pasar la laguna Estigia y, una vez allí, apagar la pequeña y vacilante vela con el que ha pretendido iluminar su vida (además de con «la música, la luz de la luna»). Pero lo más interesante no parecen ser los sueños en sí, ni esa compulsión hermenéutico-taxonómica que desde Artemidoro hasta Freud estropea nuestro acceso y nuestra relación con ellos, sino el hecho irrefutable de que ofrecen escenarios distintos de aquellos en los que se desarrolla nuestra existencia despierta y que, al hacerlo, sugieren que puede haber lugares completamente distintos de los habituales e incluso otros mundos.

En este punto Arnau hace cruzar tres de las preocupaciones centrales de El sueño de Leibniz. La primera es común a muchas épocas y autores (el hinduismo, el taoísmo, el budismo, el barroco cristiano, etcétera): la posibilidad de que esta breve vida no sea más que un largo sueño del que despertaríamos al morir, y que los cuerpos son sombras que pasan. La segunda es cómo el alma adquiere un protagonismo durante el sueño en detrimento del cuerpo (aunque alma y cuerpo, como se dice en un hermoso pasaje, no siempre duermen juntos) que a alguien atento e inspirado (e ilustrado por ejemplos que trae a colación el autor extraídos de la antropología, la mitología y la historia) podría usar para demostrar muchas cosa acerca de ella: que sabe de antemano todo lo que sobrevendrá, que conoce el infinito aunque no lo sepa, que su estructura y su comportamiento son arquitectónicos, o que es eco de las cosas eternas. La tercera ya se ha sugerido con anterioridad: que soñar supone un cambio de teatro que refleja ese otro cambio de teatro al que nos conduce la muerte y en el cual el ser humano, como animal sideral (esa «minuciosa réplica del cosmos») que es, tiene que representar el papel de hacerse cargo de un sí mismo o de una mónada cuya obligación esencial es armonizarse con los otros sí mismos y mónadas, con lo que existe y lo que no existe, con Dios (ese afuera de lo que está adentro de nosotros), y con esa perspectiva y apetito del mundo sin los cuales no puede haber conocimiento, voluntad de crecimiento espiritual, vida plena, o arraigo de nuestra parte visible con nuestra parte invisible.

En el libro, como se decía antes, se repasan muchas de las ideas de Leibniz. Y otras muchas de Juan Arnau, que no siempre deja clara la frontera entre la glosa y la aportación personal. Libertad de creación o de recreación que ilumina, por un lado, la calidad de la amistad entre el alemán del siglo xvi y el español del xx y que enfatiza, por otro, que lo importante no es de quién sean las ideas sino que haya ideas y que puedan transmitirse, ofrecerse o dejar flotando en el aire para hacerlo más respirable. Algunas de esas ideas se metamorfosean en metáforas: «¿Puede hacer Dios una piedra que no pueda levantar?», «Sin la mente el cuerpo sería un motón de grava», «Si se diera algún vacío en la naturaleza, se daría también en la sabiduría, pues Dios habría dejado algo sin cultivar», «Cada mónada o espejo viviente representa el universo desde su propio punto de vista», «Hay mónadas que viven en pozos, rodeadas de oscuridad, y reflejan los aspectos tenebrosos de este universo», «Hay en nosotros un candil que ilumina la opacidad de las cosas» o, en otras muchas que podrían citarse, «El mundo entero está en cada una de sus partes como gotas de rocío que multiplican la luz del sol naciente».

Juan Arnau ha escrito un libro donde la metafísica, que interviene en muchas de sus frases, ha condescendido a emplear el lenguaje de la literatura epistolar, del diario o de la máxima a vuelapluma. En él vemos cómo el lejano y abstruso Leibniz se convierte, por arte de magia (la magia de la reflexión bien temperada por la escritura; y la de la escritura bien afiada por la reflexión), en alguien cercano, en un invitado a nuestra mesa, en un conversador actual, necesario y pleno de fuerza interior. Magnetismo y entusiasmo contagiosos que muestran cómo esa metafísica puede describirnos, como si fuera la primera vez, no el cemento que hace inmunes los tratados filosóficos a los terremotos, sino los caminos que conducen a lo mejor (más felicidad, más sabiduría, más amor, más simpatía universal) sin evitar los baches, las equivocaciones de ruta, el frío o el hambre. Un sueño, el sueño de cualquier vida verdadera.

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