Ricardo Menéndez Salmón
No entres dócilmente en esa noche quieta
Seix Barral, Barcelona, 2020
192 páginas, 18.00 €
Aquel lamento que expresaba Ortega y Gasset sobre la falta de memorias y textos autobiográficos en España y que atribuía al peregrino argumento de que «el español siente la vida como un universal dolor de muelas» ha quedado sin vigencia ya desde hace muchos años. Muy al contrario: en la era de las redes sociales, de la intimidad expuesta (o extimité, en el término acuñado por Serge Tisseron), «los infinitos e irisados asteriscos de las vidas privadas» van camino de expulsar de la literatura a los seres propiamente ficticios, o a expulsar, pura y llanamente, la literatura. Más aún en España, país de gentes sociables y fáciles de enganchar a la última novedad, y que lidera tanto el consumo de redes sociales como (una cosa va con la otra) el consumo de noticias falsas y, casi siempre, poco literarias.
Hace poco, un ensayo de Vicente Luis Mora, La huida de la imaginación, se alzaba con el Premio de Ensayo Ciudad de Valencia. En dicha obra, el escritor cordobés realizaba un alegato a favor de la ficción y en contra de lo que él llamaba «la invasión de lo real no tratado estéticamente». Si algún pero podía ponérsele a ese ensayo, escrito con brío y sustentado en una amplia bibliografía, marca de la casa, es que apenas aducía ejemplos de la tendencia que criticaba, salvo los de Javier Cercas en el panorama patrio y los de Emmanuel Carrère y Karl Ove Knausgard entre los extranjeros. En la mente de todos, sin embargo, resonaban novelas como Ordesa, de Manuel Vilas o El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández, ambas con gran éxito de crítica y público.
Con su última obra, pudiera pensarse que Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), un escritor notablemente discreto respecto a su persona, creador de personajes que ya han quedado para el acerbo común de la ficción (el sastre Kurt Crüwell, de La ofensa, el artista Prohaska en Medusa, el trío de adolescentes malditos que protagoniza Derrumbe) y que apenas se había permitido dosificar detalles autobiográficos mezclados con grandes dosis de ficción en figuras como la del escritor Bocanegra en La luz es más antigua que el amor, se habría subido al carro de esta moda autobiográfica. Si así fuera, el resultado es todo menos previsible, pues el autor asturiano, aunque atento a los flujos literarios actuales, siempre termina por llevarlos, cuando escribe, a un cauce tan estrecho como profundo, en contacto con sus obsesiones personales. Y así, si El Sistema, que surgió en un momento de auge de la novela distópica, era finalmente una reflexión sobre la soledad en un mundo hostil, No entres dócilmente en esa noche quieta es un ajuste de cuentas que el escritor se debía a sí mismo y, lejos de suponer un cambio de rumbo en su narrativa, todo parece indicar que quedará como un texto aislado y confesional, incómodo y a la vez iluminador sobre las motivaciones de un novelista que, suponemos, volverá en próximas obras a los goces de la ficción. Así lo deja entrever cuando declara: «Este libro no es una deuda. No es una vindicación. Ni siquiera es una ofrenda. Este libro es una necesidad, una figura que debo esculpir, un mármol al que debo arrancar el esclavo que lleva en su interior para librarme de él de una vez y poder continuar adelante».
El libro trata del padre del escritor, alguien sobre el que confiesa haber querido escribir desde hace mucho pero para lo que se vio cohibido por «un pudor obstinado, o la vergüenza de que mi padre pudiera leer lo que yo escribiera». Y la primera parte de la obra, titulada «El invisible», podría hacer pensar que otro motivo oculto bajo esa renuencia sería la visión nada halagüeña que da sobre su progenitor, visión con ribetes edípicos que es más la norma que la excepción en los textos clásicos sobre el tema. De La carta al padre de Franz Kafka, a Mi padre, de Eduardo Moga, lo raro es el escritor de fuste que hable bien de su padre.
El desarrollo de la obra nos mostrará que la verdad es mucho más ambigua, alejada tanto de maniqueísmos como de idealizaciones sentimentales. El libro se articula en tres etapas, coincidentes con tres tramos claramente diferenciados de la vida del padre. Queda omitido, y esa ausencia es tan traumática como significativa, la etapa que acompañó a la primera infancia del autor, pues la narración arranca del infarto que sufrió su padre a los treinta y ocho años, cuando el autor, su único hijo, era un niño de once años. El primer acto, «El invisible», describe cómo ese infarto convirtió al padre en un inválido prematuro y atento a cualquier signo ominoso de su salud, obsesión que infectó a los otros dos miembros de su familia, su esposa y su hijo. La atmósfera sombría que a partir de entonces envolvió el hogar familiar, el culto a la enfermedad y al doliente, cubrió la infancia y juventud del hijo de una «angustia anticipada» que, confiesa, «nunca he perdonado a mi familia». Esa caída en la gravedad fue tan brusca que no sólo suprimió la despreocupación y jovialidad de los años anteriores, sino incluso su mero recuerdo en la mente de su hijo.
Éste no se priva de reproches hacia su padre, empezando por haberle dado el mismo nombre, que para él siempre ha sido «una duplicación, un acto de pereza, el gesto de un conservadurismo que me repele», al que él, al ser a su vez padre, quiso oponerse dando a sus tres hijos nombres originales, legendarios o de sabor extranjero. Y sin embargo, como será la tónica del libro, al reproche sigue el reconocimiento, pues si la atmósfera enfermiza que reinó en la casa marcó su vida y mitigó los gozos de la niñez y adolescencia, el autor está convencido de que ello contribuyó a orientarlo hacia la literatura, de modo que «la enfermedad de mi padre me reveló, mediante algún proceso aún no del todo transparente, el camino hacia la escritura». En esta frase queda patente uno de los rasgos más valiosos del libro: su carácter de búsqueda y tanteo en las tinieblas de lo más cercano y a la vez inexpugnable, como son las personas de nuestra familia. En el caso de Menéndez Salmón, esta experiencia lo llevó a estar «convencido de que el escritor es el enfermo por antonomasia, y la literatura, una forma de enfermedad en sí misma». Desde el punto de vista del crítico, uno reconoce asimismo una vinculación entre la obsesión con el mal de su narración y la experiencia de ese otro mal, la enfermedad que marcó su vida. Ello se conjugó con su orientación hacia la filosofía, la carrera que estudió, y que seguramente no hubiera atraído su atención de no ser por el continuo pensamiento de la muerte que, por la precaria salud del padre, sobrevoló sus años previos. Aparte de otra influencia, más obvia, que el autor ha señalado alguna vez en público y que es evidente para cualquier lector de sus novelas, como es que «la relación entre padre e hijo recorre mis libros como un calambre».
El segundo tramo, «Los venenos», deriva hacia lo inesperado: cómo un superviviente de la muerte, alguien a quien su hijo veía como «un resucitado» cayó en el alcoholismo más penoso e inesperado. Como dice el autor, en esa mezcla de sinceridad compungida y distancia para ver su historia personal como una historia más, «el alcohol había propiciado un giro dramático». Cualquiera que haya tenido un familiar con esa dependencia entiende y reconoce la dificultad compungida que trasluce el autor al enfrentarse «a la asunción de una herida profunda y a la elucidación de una pena sin fondo». Y para ello debe levantar el «cordón sanitario» que reconoce haber impuesto sobre esa época en la que su padre se sumió en el desamparo y en el absurdo, despertando el deseo ineludible de emanciparse del hogar, en un rapto de egoísmo y sentido de conservación pues «me sentía viejo a los veinte años, con una década ominosa a mi espalda levantada sobre enfermedades ficticias, un ambiente siniestro por su tristeza, el disparate narrativo del alcohol». Claro que el alejamiento del padre es siempre ficticio, y el autor reproducirá en un espejo convexo la dependencia del padre con su adicción a fármacos como las benzodiacepinas.
La tercera parte, «La resistencia», aborda la tercera enfermedad del padre, un tumor maligno. Ironías frecuentes en la vida, el día en que lo operaron para extirpárselo, en una operación cuyas probabilidades de éxito los mismos médicos valoraban como muy bajas, fue el mismo día que Ricardo Menéndez Salmón recibía los primeros ejemplares de La ofensa, el libro que lo lanzó a la fama. Será la tónica de este capítulo: mientras el padre se retraía en el hogar para cuidar de su maltrecha salud, «encerrado en su pena, en su vida de nuevo fragmentada por la enfermedad», el hijo se lanzaba a los placeres del reconocimiento y el halago, en una época de frenesí («sesenta meses de efervescencia») en la que el autor reconoce que el éxito se le subió a la cabeza de modo que, retrospectivamente, tiene la sensación de que «las cosas no me hubieran sucedido a mí, sino a un impostor que se hubiera adueñado de mi identidad». Con notable sinceridad, lejos de identificarse con el espejismo propiciado por el marketing editorial, por una vida literaria construida por «un mercado mercenario y una crítica holgazana», el autor desprecia ese género de vanidades que fomenta «el papanatismo» y narra su vuelta al hogar como la del hijo pródigo. Si para algo sirvió esa época de fama fue para que su padre, archivero de cada mención periodística de su hijo, ocupara sus días y endulzara sus últimos años. En el epílogo, «Estrellas y tumbas», ya tras la muerte del padre, el autor se encuentra en un paraje de la sierra del Sueve, lugar idílico de esa infancia que olvidó y que recupera, con una anagnórisis final en un libro que no teme a la emoción y que desvela, sin duda, la genealogía de los temas y estilo de la obra ficcional de Menéndez Salmón.